Martes, 20 de agosto de 2013 | Hoy
ECONOMíA › OPINIóN
Por Mario Rapoport *
En un libro publicado hace sólo un par de años, The Globalization Paradox, Democracy and the Future of the World Economy, Dani Rodrik, un reconocido economista de origen turco y profesor en los Estados Unidos, plantea el llamado “trilema de la globalización”. El sentido que Rodrik le da a esta palabra, que es una adaptación del más corriente término dilema, se diferencia de éste en que expresa una elección entre tres opciones, de las cuales solamente dos pueden ser escogidas al mismo tiempo. Lo que torna interesante el análisis de Rodrik es que su trinomio comprende el Estado nacional y el sistema democrático, no circunscribiéndose sólo a lo económico, y que el ejemplo que toma como base es la experiencia argentina de los años ‘90.
Después de hacer una breve referencia al proceso que lleva a la hiperinflación de los comienzos del gobierno de Menem, el autor se pregunta si se puede salvar una economía amarrándola al mástil de la globalización. Según Rodrik, el que realiza ese intento es Domingo Cavallo, para quien la falta de credibilidad en la economía argentina radicaba en la necesidad de anclar el valor de la moneda a través de un tipo de cambio fijo con el dólar y de su plena convertibilidad. En el fondo eran reglas similares a las del patrón oro, según las cuales la oferta de moneda local sólo podía incrementarse y las tasas de interés disminuir con la entrada de dólares en la economía y, para que fuera posible atraer inversores extranjeros, había que abrir el país completamente al proceso de globalización. Este proveería disciplina interna y confianza en las políticas económicas, y constituiría el motor de la economía argentina. Sin embargo, al final de la década vino la pesadilla. Fenómenos adversos en la economía internacional, el creciente endeudamiento externo y las dudas en la capacidad de la Argentina para cumplir sus compromisos hicieron que la credibilidad externa colapsara. Con el presidente De la Rúa, Cavallo volvió al Ministerio de Economía, pero en medio de una crisis que no pudo resolver. El país se tornó un caos, y el presidente debió renunciar frente a un amplio malestar y las protestas de la población por el congelamiento de sus ahorros (el corralito) y el incremento de la de-socupación y la pobreza.
¿Cuál fue el error? Para Rodrik, “la respuesta más inmediata es que la política interna cayó en la vía de una inclusión sin ningún tipo de trabas en el proceso globalizador. La lección de la experiencia argentina indica que es imposible para una nación integrarse totalmente en la economía global. Aplicando esas políticas, el gobierno argentino estaba dispuesto a violar leyes y contratos con sus ciudadanos (rebaja de sueldos y jubilaciones, confiscación de ahorros, etc.), a fin de no omitir ni un centavo de sus obligaciones con los acreedores extranjeros”. Esa situación trajo una crisis del sistema democrático y, con el default, estuvo en juego la soberanía monetaria. Según Rodrik, de allí se deduce que no pueden existir al mismo tiempo democracia, soberanía nacional e inserción completa en la globalización (que no es lo mismo que una integración limitada, que en cierto modo acepta).
Sólo pueden escogerse dos de esas tres opciones y da muchos ejemplos para justificar ese aserto. Diferencias en los mercados laborales locales y globales, en el tipo de impuestos corporativos, en los estándares de seguridad y salud vigentes en el intercambio comercial, en las políticas industriales de los países desarrollados y en desarrollo, en los tratados bilaterales de inversión y los acuerdos regionales. En esta última circunstancia –explica–, los tratados generales pueden permitir a los gobiernos proseguir políticas en interés del bienestar público, pero los casos de conflictos con inversores extranjeros tienen muchas veces tratamientos jurídicos donde se aplican normas distintas: esos inversores tienen derechos de los que carecen los locales.
Aquí Rodrik se refiere, con ejemplos, a regulaciones del Nafta contradictorias con juicios encarados y ganados por empresas estadounidenses contra México y Canadá, que hacen recordar el caso del canje de la deuda y la demanda en los tribunales estadounidenses de los fondos buitre gracias a los tratados bilaterales de inversión. La globalización atenta contra la democracia porque, para Rodrik, los Estados nacionales en vez de proteger los empleos y los ingresos de sus ciudadanos, obedecen a los deseos de los organismos internacionales de atraer capitales externos y condicionar sus economías. La única posibilidad de solucionar estos problemas es lograr regulaciones estrictas de los mercados o rehacer los acuerdos de comercio e inversión para dar mayor espacio a las decisiones democráticas a nivel nacional.
El proceso globalizador ha vuelto así más vulnerable la economía y la política mundiales en su conjunto. La rapidez con la cual se ha difundido en todo el mundo la crisis que se desencadenó hacia el fin de la primera década del siglo, derrumbó como un castillo de naipes los principales indicadores económicos: las exportaciones mundiales y el flujo de inversiones extranjeras cayeron a casi la mitad, mostrando, como en los años ’30, una reversión del proceso globalizador. Como consecuencia de ello, los Estados nacionales han sufrido serias crisis políticas.
A esta altura es preciso hacer un balance de lo ocurrido, comenzando por una de las principales responsables de la actual crisis: la financiarización de la economía mundial, entendida ésta como una apertura irrestricta de los mercados financieros, la libre movilidad de los capitales, y el predominio de las finanzas y de la especulación sobre la economía real. Al punto tal que Robert Boyer se pregunta desde el título de otro libro reciente si las finanzas terminarán con el capitalismo. Una revista liberal como The Economist dice con cierto tono de angustia (en su anuario de 2009) que “la crisis afectó primero a la industria financiera y luego a toda la economía [...]. Grandes segmentos de los mercados financieros globales han dejado de funcionar, [así como] estructuras e instituciones que habían sido la piedra angular del sistema durante décadas [...], y en respuesta los bancos centrales y gobiernos despliegan contramedidas en una escala sin precedentes. La historia recordará 2009 como un año en que se remodeló [diríamos más bien se hundió] el sistema financiero global”.
En cuanto a la libertad comercial, la globalización produjo también efectos fuertemente negativos. En vez de poner en evidencia, según la teoría corriente, los presuntos beneficios en el empleo y los ingresos de la división internacional del trabajo, ocurrió lo contrario. Los países más competitivos son los que pagan menos salarios, como el caso de China o India, y la deslocalización de empresas para aprovechar la oportunidad de obtener menores costos y mayores rentabilidades se tradujo en un desempleo creciente, incluso en los países ricos, y en una disminución de la demanda mundial. Por otra parte, las bajas de las tarifas aduaneras por la liberalización comercial produjeron enormes pérdidas fiscales en numerosos países, lo que trajo aparejado para la mayoría de ellos déficit fiscales y comerciales paralelos considerables.
Josep Borrel, ex presidente del Parlamento Europeo, retoma, con la crisis del Viejo Continente, el “trilema de Rodrik”. Lo que antes era un verdadero “microcosmos” de la globalización parece enfrentarse hoy a las consecuencias de ese “trilema” según el cual no es posible a la vez mantener el Estado nación como el espacio de soberanía y el locus de la política, vivir en democracia y disfrutar de las ventajas de la integración económica. Una salida positiva sería la construcción de una Europa federal que traslade el escenario político al nivel europeo. Rodrik le debe a la crisis argentina el hallazgo de un concepto, que ahora los europeos quieren utilizar para resolver sus propios problemas.
* Economista e historiador.
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