Viernes, 31 de octubre de 2014 | Hoy
ECONOMíA › OPINION
Por Jorge Halperín *
En el tiempo que se toma el oficialismo para elegir su candidato a las presidenciales, Daniel Scioli, Sergio Massa y Mauricio Macri son los nombres que aparecen con más chances de llegar al sillón de Rivadavia.
Algo es seguro: flota en el ambiente la sensación de un cambio de humor entre los votantes, con impulsos hacia la derecha.
Las encuestas –por lo menos las más difundidas– dicen que, de los tres, Mauricio Macri es el que más ha recuperado posiciones últimamente. Claro que estamos a un año de los comicios presidenciales, lo cual es mucho para predecir algo en la Argentina. Pero, dado el escenario, vale la pena pensar en este candidato-alcalde-empresario e intentar algo parecido a una lectura cultural del PRO. Preguntarse por la vigencia de esta fuerza de la derecha que ya lleva siete años ejerciendo el poder en el segundo distrito electoral de la Argentina, cuyo líder parece no haber encontrado aún un “techo” nacional de crecimiento.
Parece evidente, primero, que existe detrás del PRO una alianza de clases (altas, medias y populares), lo que le da una cierta impronta policlasista, al modo de los dos grandes partidos tradicionales de la Argentina. Segundo, va a competir contando con un liderazgo muy claro, cosa que, al menos, no puede decirse de buena parte de la oposición y del propio kirchnerismo, excluida esta vez Cristina de la contienda.
El macrismo parece, en principio, la expresión de quienes rechazan a los partidos políticos tradicionales viéndolos como maquinarias obsoletas de corrupción. Y se preguntan cómo sería un país gobernado por una opción distinta. Claro que han sido capturados por el discurso de la antipolítica y, por lo tanto, miran con simpatía cualquier expresión que no provenga de las tradiciones partidarias. Un referí de fútbol, un cómico popular le llevan ventaja a un político porque estarían “incontaminados”. Así, creen ver gestión, eficiencia y mentalidad avanzada en el empresario devenido político.
No se crea por eso que juzgan realmente la gestión, porque la mayoría de los ciudadanos, salvo por las cosas más visibles (obras públicas, recolección de basura, estado de las calles, transportes, experiencia directa con la escuela pública), desconoce lo que sucede con la gestión del distrito más rico del país.
Y justamente ese vacío de información –que se prolonga en los grandes medios de comunicación, aliados de Macri– se llena con la varita mágica del deseo, proyectando libremente en el candidato.
Pero, ¿qué se proyecta?
El “universo amarillo” es la búsqueda de una vía política que confirme a nuestras clases medias su “identidad europea”. En tanto partido de la metrópolis, se trata de una reacción cosmopolita contra lo nativo y lo criollo, tan exaltado en esta década. Es el sueño de formar parte de un mundo globalizado, en tanto “globalización” no incluya “el lado oscuro del mundo”: la pobreza y al atraso.
Se puede soñar que, por fin, en 2015 Buenos Aires imponga su impronta “modernizadora” al interior.
Por otro lado, Mauricio no necesita anunciar que si llegara a presidente daría la espalda al Mercosur. Eso sí, buscaría atar lazos “bilaterales” con la poderosa burguesía paulista.
En un país en el cual no se recuerda otro empresario que haya incursionado con éxito en la política, es interesante pensar que no hubieran emergido Macri y su fuerza sin la década de Menem, sin aquel gesto inicial cargado de simbolismo para los ingenuos de entregar el Ministerio de Economía a un “empresario exitoso” (remember Bunge&Born). Tampoco hubiera surgido sin las invocaciones de Menem al Primer Mundo, a las relaciones carnales con Estados Unidos, al american way of life de los ’80 y ’90, los shoppings y los híper.
Aquel antecedente menemista permite que el vigoroso antiperonismo del público del PRO –que lo acerca a la UCR por la afinidad antiperonista– conceda un espacio en su interior para cierto peronismo. Son tiempos curiosos en los cuales incluso hay gestos gorilas en los propios peronistas.
El macrismo es el acento en el derecho de propiedad. Es la esperanza de una ciudad sin intrusos, limpia, ordenada. La bicicleta es el umbral de su conciencia ecológica, no el punto de partida.
Alguien dirá que es un error adjudicarle tantas definiciones o tan clara identidad a un fenómeno que tiene más que ver con el rechazo al gobierno de los Kirchner –y especialmente a Cristina; Macri alcanzó en 2007 la Jefatura de Gobierno en paralelo con el primer triunfo de la Presidenta–. Y seguramente hay un fuerte componente de voto anti K en el universo de electores PRO.
Pero en ese mismo rechazo pueden encontrarse las definiciones. Está claro que el macrismo se alimenta de aquella intensa desconfianza hacia los partidos populares, y de la certeza orgullosa de los adictos al “está bueno” de su condición de ciudadanos independientes, nunca llevados de las narices por punteros barriales.
Sienten que representan lo nuevo y los excita la ilusión de convertirse, por fin, en los verdugos del peronismo y sus males. Si el mundo de la política quedó encerrado durante tantas décadas en una condición binaria (peronistas vs. radicales), y los golpes militares eran el único medio de llevar a la derecha al poder, en este imaginario el macrismo estaría imbuido de la misión trascendente de romper con aquella fórmula bipartidaria en nombre del progreso y de liberar las fuerzas modernizantes.
En esa visión “de avanzada”, el simpatizante PRO está convencido de que el mundo ya no puede ser juzgado en los “perimidos” términos de derecha e izquierda. Sebastián Fernández ha escrito que el de la fuerza de Macri es el relato de la “No ideología”.
Y, si no hay ideología y todos los intereses pueden armonizarse, no hay nada, entonces, que un esfuerzo de consenso no pueda conseguir.
Lo que no significa dialogar siempre. Frente a las iniciativas de la oposición, el veto serial. Y frente a la protesta, visualizado como un viaje de ida hacia el caos, es necesario imponer la autoridad.
¿Cómo creer posible la convergencia de clases enunciada al principio de esta columna? Probablemente, la explicación reside en el factor aspiracional. Los habitantes de la Capital son los que han nacido o bien migrado hacia la metrópolis más rica del país, la más conectada con el mundo, la que irradia las novedades. Estar en Buenos Aires lleva implícito un movimiento de ascenso social, tener a mano la más amplia oferta de bienes y servicios y sentir que se toca con las manos la posibilidad de progreso individual.
De hecho, muchos porteños sienten que todo lo que tienen lo han ganado sin ayuda y lo que no consiguieron se los arrebató un gobierno nacional que optó por dilapidar facilitando la vida de los que no tienen voluntad de progreso. Y van por la revancha.
Eso es lo más inquietante.
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