Lunes, 13 de febrero de 2006 | Hoy
ECONOMíA › OPINION
Los economistas ortodoxos critican la política antiinflacionaria de Kirchner-Miceli. Ponen el énfasis en la (in)utilidad de los acuerdos de precios. Algunos, equivocadamente, los asimilan a controles de precios. Ejemplos sobran y moderación falta. Los consultores Melconian y Santángelo hablan de una “Gestapo de precios”. Miguel Broda señala que “tienen, a lo sumo, un efecto paliativo transitorio”. Daniel Artana argumenta que si fueran efectivos “se usarían en todos los países y no es así”. En privado, economistas de la City porteña se atajan: si el Gobierno tiene éxito “hay que quemar los libros” (de economía, uno quiere suponer).
Tal vez haya que quemar algunos libros, pero no todos. La experiencia reciente de países exitosos como Dinamarca, Irlanda, Australia o Suiza con bajo desempleo y baja inflación está apoyada en acuerdos o concertaciones sociales. Tanto es así que algunos autores* hablan de una nueva variedad competitiva del capitalismo: el capitalismo corporativo, “una estructura institucional para la consulta regular en asuntos como salarios, inversiones y seguridad social entre el capital y el trabajo organizados (así como también los políticos en la variedad tripartita del corporatismo)”.
Todas estas experiencias enfrentaron cambios en el contexto externo muy importantes, la globalización y la europeización, que “aumentaron los flujos de comercio y capitales, tendieron a incorporar más mujeres casadas a la economía e incrementaron la presión sobre los gobiernos a hacer más eficiente sus sectores públicos”.
La ventaja competitiva de este modelo radicaría en que abre la “posibilidad institucional de negociar objetivos sociales, económicos y, si es necesario, ambientales, ajustando salarios, ganancias, impuestos, beneficios de la seguridad social y desarrollo regional”.
Es decir que los libros, algunos al menos, sostienen que la concertación social tiene sentido. La cuestión es, entonces, en qué medida estas experiencias se pueden copiar en la Argentina especialmente porque en todos los casos estudiados en Europa la moderación salarial fue clave para mejorar la competitividad de esas economías. Y la “moderación salarial” no es aplicable en cualquier contexto macroeconómico y social: en una economía con salarios cerca del nivel de subsistencia, la restricción a los aumentos de salarios no sólo no permitiría corregir la desigualdad sino que la agrandaría. De hecho, el peso barato es una forma de mejorar la competitividad, de abaratar los salarios en dólares, sin pasar por el proceso complejo y explícito de una concertación salarial. Tal vez en la Argentina la moderación que el Estado tenga que arbitrar sea la del capital. La rentabilidad extraordinaria de monopolios u oligopolios suele ser buena parte del costo argentino.
Hasta ahora, los acuerdos de precios han tenido un éxito parcial. Lograron desacelerar los precios de la canasta básica de consumo, que según distintas estimaciones pasaron de un promedio de 1,6 por ciento mensual en el período septiembre-noviembre a 0,5 por ciento mensual en el bimestre diciembre-enero.
La inflación anual de alimentos en el último año de la gestión Lavagna promediaba 25 por ciento –un golpe directo al bolsillo de los más pobres– y la apuesta oficial es reducir a un tercio ese porcentaje para este año. También han servido para disipar las expectativas de desborde inflacionario que algunos gurúes presagiaban.
Sin embargo, no han logrado frenar de manera sustancial la inflación general: en enero último fue de 1,3 por ciento, frente al 1,5 por ciento en enero del año pasado, con lo cual la proyección anual sigue rondando el 12 por ciento.
Lo anterior no quiere decir que la estrategia K contra la inflación no tenga riesgos, ni que pueda ser asociada con un nuevo modelo de capitalismo corporativo. Para ser eficaces más allá del corto plazo –donde el temor empresarial a la reprimenda presidencial pareciera surtir efecto– los acuerdos de precios deberían basarse en reglas claras antes que en teatrales negociaciones en el despacho presidencial. En todos los modelos económicos de concertación realmente existentes, un sistema transparente de premios y castigos es un elemento clave para alcanzar las metas deseadas. Otro problema es la idea de que los acuerdos sólo son un “puente de plata” hasta que la inversión aumente y, entonces, se expanda la oferta de bienes y servicios. Los precios relativos actuales (el dólar caro) favorecen la inversión en bienes comercializables internacionalmente (exportables o importables). Aun si aumentara la oferta en estos sectores, los precios no tendrían por qué bajar porque su precio se determina en el mercado internacional.
Pero desechar una herramienta anti-inflacionaria, que necesita otras políticas complementarias, simplemente por los prejuicios ideológicos de algunos economistas es una tontería. La estrategia anti-inflacionaria ortodoxa de dejar caer el dólar ya fue probada en las últimas décadas (la tablita de Martínez de Hoz y la Convertibilidad de Cavallo son los ejemplos más obvios). El costo en términos de desempleo es conocido y la situación social en la Argentina no tolera más ese tipo de ajustes fallidos. Y a nadie se le ocurrió quemar esos libros.
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