Sábado, 22 de septiembre de 2007 | Hoy
ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
Por Alfredo Zaiat
En general, revisando la historia económica argentina, no se verifica un aprendizaje de los errores que precipitaron crisis de proporciones. Se hacen presente, como parte de un destino trágico, la reiteración de caminos transitados que, con el poco esfuerzo de revisar los archivos de hace pocos años, se revelan de padecimientos y, fundamentalmente, de generación de profundos desequilibrios macroeconómicos. En estos días, de ánimos crispados por la campaña electoral, ha estado creciendo el consenso en filas de la oposición y también del oficialismo que en la nueva etapa se debería seducir a la inversión extranjera y lograr la apertura del mercado de crédito internacional. Quien obtenga esas dos cucardas recibiría el diploma de “previsible” por parte de las usinas del pensamiento hegemónico. El tránsito a esa graduación no es simplemente con declaraciones, que a esta altura ya son más que abundantes, sino con políticas concretas. No deja de ser llamativa, sin embargo, que esa presión para subordinarse a la lógica del mercado financiero internacional se haya intensificado en momentos que la prudencia aconsejaría desviarse hacia una colectora de esa autopista.
La crisis de los créditos hipotecarios especulativos ya ha obligado a una inyección de dinero al mercado por casi 1,5 billón de dólares de las bancas centrales de Estados Unidos y Europa occidental. También ha impulsado una reducción extraordinaria de medio punto de la tasa de interés por parte de la Reserva Federal, que implica un multimillonario auxilio monetario para el sistema. Y ha forzado operaciones de rescate de entidades financieras insolventes, como la liderada por el Banco de Inglaterra al Northern Rock, que ha dejado abierto el interrogante sobre la salud del resto de los bancos, tanto europeos como estadounidenses.
En las últimas semanas se ha distribuido con entusiasmo la invitación a subirse a ese escenario caótico. Sólo un masoquista o un banquero puede evaluar como positivo ser parte de ese mundo, que resulta de algún modo necesario pero de ninguna manera incondicional. Ese convite asume la forma de conseguir financiamiento para los próximos vencimiento de deuda. Resulta paradójico el argumento para convencer de las bondades de ser parte de la globalización financiera. Tener acceso al crédito externo mediante la colocación de títulos de deuda significaría “racionalidad” de la política económica, según el sentido común que se impone en la sociedad. Pero uno de los principales factores de los desequilibrios internos es, precisamente, la apertura y desregulación al capital financiero internacional. Hoy, esa situación la están padeciendo las economías más poderosas del planeta. Argentina, como en su momento otros países de la región, Rusia y los tigres y tigrecitos asiáticos la sufrieron, con consecuencias más devastadoras, porque sus mecanismos de defensa eran muchísimos menos efectivos que los que cuentan Estados Unidos y Europa.
Insistir con que se debe hacer un esfuerzo para acceder al crédito financiero del exterior, además de desconocer los traumas recientes y la crisis actual, se puede entender sólo como una vía de disciplinamiento. Cuanto más dependiente de los dólares especulativos para refinanciar deuda más inestable se convierte la economía y, por lo tanto, más vulnerable se vuelve para orientarla hacia senderos que benefician a los pocos conocidos. En otras palabras, se intenta legitimar de ese modo la necesidad del “ajuste” porque en caso contrario se atemoriza con la posibilidad del cierre de la canilla de los dólares del exterior para cubrir los pagos de la deuda. Así, poco importa si las muletillas simplistas que reflejan la sabiduría convencional que dominan los mercados financieros son verdaderas o falsas; lo que importa es que la opinión promedio crea que son verdaderos.
Con la actual crisis de las hipotecas en los mercados maduros, la tasa de interés que reclaman los inversores para comprar bonos argentinos subió varios escalones. Entonces, emergieron las voces de alarma sobre los problemas que enfrentará el país para cancelar y refinanciar la deuda en lo que queda de este año y el próximo. Para evitar esas dificultades proponen, entonces, la receta conocida del “buen alumno” con el gasto público, el superávit fiscal, el capital extranjero, las tarifas, el Club de París, el FMI y más. Algunos de esos temas merecen ser debatidos en función de una mejor administración, pero no bajo los parámetros que define la ortodoxia, que son los más visibles, puesto que ya han demostrado su fracaso. Más aún cuando el método de imposición es el miedo, que en el caso del programa financiero lo expresan con el peligro de un eventual incumplimiento o de la elevada dificultad para hacer frente a los compromisos inmediatos, como sostiene el consultor de la city Miguel Angel Broda, para quien “será crucial volver a los mercados internacionales de capitales”, como escribió en una reciente columna en La Nación.
Otro consultor, Ramiro Castiñeira, de Econométrica, en cambio, si bien coincide con todas las observaciones que realiza la ortodoxia o el “fiscalismo” sobre las “inconsistencias” de la actual política económica, en un reciente informe evaluó con criterio y visión crítica que “el programa financiero de este año y hasta el 2009 por ahora se muestran lejos de entrar en situación de estrés aun con la baja del ahorro público, el cambio del humor de los mercados y con la condición de default de parte de la deuda argentina, que imposibilita contar con un fluido canal de financiamiento externo”. Ese relativo alivio de la aún pesada mochila de la deuda se debe a la renegociación de los bonos en default, que estiró sustancialmente los vencimientos. Castiñeira considera que si bien el superávit bajó “sensiblemente”, todavía cubre el pago de intereses de la deuda; que la magnitud a financiar el año próximo es menor que la de 2007; que el 60 por ciento del total del capital (9500 millones de dólares) que vence en 2009 está nominado en pesos y está en manos de residentes institucionales (bancos y AFJP); y que el Gobierno dispone de cierto margen en los canales de financiamiento alternativos (adelantos transitorios del BCRA por unos 2000 millones de dólares, depósitos públicos por cerca de 8000 millones de dólares y la billetera de Venezuela).
Esas herramientas en un contexto de mayor calma financiera internacional no necesariamente se vayan a utilizar, puesto que habría inversores seducidos a asumir el “riesgo argentino” por las atractivas tasas que devengarían esos bonos. La cuestión, entonces, remite a plantear: ¿para qué se pretende buscar la aceptación del capital financiero, si éste es, como se prueba una y otra vez, un potente desestabilizador macroeconómico? Si, además, se cuenta con recursos y vías alternativas para honrar los vencimientos de capital e intereses de los próximos años. Por lo tanto, en materia financiera adquiere relevancia la discusión acerca de “la desconexión”, libro y categoría de análisis presentado hace veinte años por el prestigioso economista egipcio Samir Amin, desde un estudio marxista moderno de las relaciones internacionales y del desarrollo de las economías en el actual contexto de mundialización.
La desconexión financiera, en tanto, no significaría la “autarquía”, absoluta o relativa, en cuanto a la disminución de los intercambios comerciales, financieros y tecnológicos con el exterior. No se trata de un crecimiento autocentrado o de aislamiento internacional, sino de ganar espacios de autonomía que la dependencia al capital financiero internacional reduce. En palabras de Amin, adaptadas a la cuestión de la obligación de renovar los vencimientos de deuda, la desconexión es “no someter la estrategia nacional de desarrollo a los imperativos de la mundialización”. O, desde otra posición, los economistas John Eatwell y Lance Taylor escribieron en Finanzas globales en riesgo que “la escala y la velocidad de los flujos financieros han provocado una serie de crisis importantes, que parecen ocurrir con perturbadora frecuencia”. Por lo pronto, al estar relativamente desenchufada, entre otras razones por el default pasado y el que todavía está remanente pero aún contabilizando superávit de cuenta corriente, Argentina no sufrió las consecuencias de la actual crisis. Con este fresco antecedente, la desconexión de la locura financiera internacional no resulta descabellada, pese a lo que dicta el sentido común de las usinas tradicionales.
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