Domingo, 20 de abril de 2008 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Washington Uranga
Una victoria de Fernando Lugo en las elecciones presidenciales de Paraguay cambiaría el color político y la orientación de ese país acabando con la hegemonía de más de medio siglo del Partido Colorado, colocaría en la escena política del continente a un mandatario de ideas muy cercanas a las corrientes más progresistas de la región, y agregaría en ese panorama político a un personaje de trayectoria muy singular dada su condición de obispo emérito de la Iglesia Católica (aun más allá de la suspensión que pesa sobre él), fuertemente enraizado en las corrientes progresistas genéricamente catalogadas como “teología de la liberación”. Y aunque ciertamente esa calificación suele ser demasiado abarcativa y hasta poco precisa, es importante señalar que Lugo es en efecto un exponente de la teología católica latinoamericana más aggiornada, y que ejerció en el propio seno del catolicismo importantes cargos de responsabilidad como profesor del Instituto Superior de Teología de Asunción, miembro de la Comisión Doctrinal de la Conferencia Episcopal de Paraguay e integrante del equipo teológico-pastoral del máximo organismo continental de la Iglesia, el Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam).
Lugo, que el próximo 30 de mayo cumplirá 57 años, candidato presidencial por la Alianza Patriótica para el Cambio, se ordenó sacerdote en 1977 en la Congregación de los Misioneros del Verbo Divino, una orden religiosa que en América latina se ha caracterizado por sus posiciones de avanzada y compromiso con los pobres. En Argentina, entre otros miembros de la congregación se contaba el ya fallecido obispo de Quilmes, Jorge Novak.
La trayectoria de Lugo en la Iglesia Católica no puede considerarse para nada marginal. Ya se mencionaron sus responsabilidades a nivel teológico, pero también fue superior de su congregación en Paraguay entre 1992 y 1994, año en el cual (el 17 de abril) el papa Juan Pablo II lo designó obispo de San Pedro. Siguió en su condición de obispo hasta el 11 de enero del 2005 cuando le fue aceptada su renuncia. Ya entonces había iniciado su carrera política y pretendió mantener su condición de sacerdote, disputa que perdió con el Vaticano. A pesar de que el 18 de diciembre del 2006 presentó su dimisión al ministerio sacerdotal y a su condición episcopal, el Vaticano decidió para él una sanción ejemplar: suspensión “a divinis”. Una resolución que aparece a todas luces como un castigo, porque el Vaticano bien podría haber optado por aceptar la renuncia respetando la opción de Lugo.
Está claro que a pesar de todos sus intentos por permanecer en la Iglesia compatibilizando su vocación religiosa con la política, las discrepancias de Lugo con la institución eclesiástica pasan también por cuestiones ideológicas. El ahora candidato, que es también sociólogo, sigue sosteniendo que la labor política es parte de su vocación primera: el servicio a la gente. “El fin último de la política es la búsqueda del bien común”, asegura. Palabras similares se le han escuchado en Argentina a Joaquín Piña, obispo emérito de Iguazú, que compitió en las elecciones de la asamblea constituyente misionera, y al propio Jaime De Nevares, obispo neuquino fallecido en 1995, reconocido luchador por la defensa de los derechos humanos, y que formara parte de los constitucionalistas de 1994.
Lugo se ubica en la misma línea de pensamiento y en la misma práctica política. No es un dato menor que dentro de su recorrido eclesiástico haya desarrollado labores como misionero en Ecuador, precisamente en la diócesis de Riobamba, donde el obispo Leonidas Proaño (1910-1988) generó un polo de práctica eclesial de “opción por los pobres”, trabajando con los pueblos originarios de la zona a partir de la organización de comunidades eclesiales de base. Proaño era considerado el “obispo de los pobres”. Un maestro al que Lugo todavía hoy sigue reconociendo como tal.
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