Miércoles, 4 de abril de 2012 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Robert Fisk *
De vuelta a esa guerra sangrienta. No hablo de la de Siria –donde vamos a mantener las manos afuera– o la de Libia (donde las tenemos dentro, pero sin tocar el suelo)–. Tampoco la de Irak, que es una guerra de sesenta bajas al día (muy semejante a la cuota mortal en Siria, aunque no podemos hacer esa comparación). No, por supuesto, hablo de la de Afganistán, la que libramos en 1842, y en 1878-80, y en 1919, y de 2001 a 2014 (o 2015 o 2016, ¿quién sabe?). Esta vez no les fallaremos, les dijimos –o les dijo lord Blair de Kut al Amara– en 2001. Oh, claro que no.
Aprendimos la lección en Irak, donde nuestra creencia en una victoria sin sangre –sin sangre para nosotros, con mucha sangre para ellos– se desbarató sin remedio: también nosotros morimos. Por eso los estadounidenses se fueron a casa. Se suponía que Vietnam sería el final de las bajas occidentales, pero no somos inmunes a la muerte, no más en Afganistán que en Irak. Así que también de allá nos retiraremos. Tal vez no dejemos detrás una democracia perfecta: los estadounidenses admitieron hace años que tal vez no dejaríamos una democracia jeffersoniana detrás. Uf, vaya que no.
Y debemos olvidar en silencio todas aquellas afirmaciones de que estábamos en Afganistán para combatir el terror –de que si no lo combatíamos allá avanzaría hacia Kent o hacia el túnel del Canal de la Mancha– porque son un montón de mentiras. Los bombazos del 7/7 tuvieron más relación con haber estado allá que con no haber estado.
Los franceses tenían una unidad en Afganistán, pero eso no evitó los indeciblemente crueles asesinatos de la semana pasada en Francia. Debo decir que Obama empieza a asombrarme. Lleva tanto tiempo cargando sobre el Khyber que sospecho que ha olvidado sus propias palabras de prudencia.
Reconozco haber soltado una risilla amarga cuando el presidente estadounidense anunció hace algunos años que Siria no podía llevar a cabo elecciones libres y justas mientras estuviera en guerra. Tenía toda la razón. Pero luego hemos tenido que olvidar que el propio Obama aceptó los resultados de dos elecciones corruptas en Afganistán en estado de guerra –las urnas fueron rellenadas según métodos tradicionales– y luego telefoneó a Kabul para felicitar al presidente Karzai por su victoria fraudulenta. ¿Acaso nadie en Washington revisa el libreto en estos días?
Tengo que decir que cuando leí el otro día lo que Franklin D. Roosevelt tuvo que soportar durante las elecciones de 1944 –cuando el gobernador John Bricker de Ohio, compañero de fórmula de Thomas Dewey, dijo que el Nuevo Trato de Roosevelt había adoptado las doctrinas básicas del nazismo y el fascismo–, llegué a la conclusión de que Obama la tuvo muy fácil. Que lo llamaran izquierdista es una minucia comparado con aquello. Pero los estadounidenses quieren que los soldados regresen a casa (es lo que Obama prometió), y a casa regresarán.
Unos 30 mil efectivos afganos entrarán al relevo, aunque el teniente general Curtis Scaparrotti, segundo oficial en rango en Afganistán, ha dicho que sólo uno por ciento de los batallones afganos pueden combatir con independencia. No es exactamente la Guardia de Granaderos.
Michael Glackin ha escrito con gran elocuencia que la operación en Afganistán se ha redefinido tantas veces que ha perdido todo significado. Destaca que Blair nos dijo en un principio que acabar con el comercio de heroína en aquel país era un elemento clave de la guerra al terror. Antes de que fuéramos allá, en 2001, la producción de heroína era de 185 toneladas, ahora asciende a la asombrosa cantidad de 5800 toneladas, según la ONU. Hoy día el narcotráfico representa 15 por ciento del PIB afgano. Gracias a Dios por lord Blair of Kut al Amara.
Y queremos charlar con los talibán en Qatar –ahora que nos han tomado la medida, se han desinteresado del asunto–, como si les fuéramos a prometer un trato: ¡maten más soldados nuestros –Glackin de nuevo– y nos iremos en 2014! Disparen a la fuerza expedicionaria británica y partiremos hacia Dunquerque.
Desde luego, detesto las comparaciones con la Segunda Guerra Mundial, como aquella de que Saddam es Hitler, los talibán son nazis. Pero he dicho antes que en algún lugar del trayecto perdimos la capacidad de sufrir bajas; abandonamos –correctamente, a mi ver– la enorme capacidad de sufrimiento y dolor que se esperaba de quienes toleramos dos guerras mundiales en el siglo pasado. Comparen nuestras bajas en Afganistán con los 20 mil británicos muertos en el primer día de la batalla del Somme: hemos dicho, tratándose de muertos en guerra, ya basta. Lo mismo en Corea. Y en Vietnam, por supuesto.
Pero si tenemos razón en hacer eso, ¿podemos andar por allí bombardeando a los libios, amenazando a los iraníes y medio amenazando a los sirios? Creo que tenemos que sacar al borrico de la ONU más a menudo, junto con sus pesados fardos de fracaso e inutilidad del pasado. Y apuesto que al llegar 2014 veremos a esa lastimera bestia subir paso a paso al Khyber mientras nosotros aplaudimos y nos damos palmadas en la espalda por nuestro sacrificio.
Y eso me recuerda: ¿qué pasará con los afganos? ¿Las mujeres? ¿Las escuelas? ¿Los puentes? ¿Y toda la corrupción que ha crecido en torno de nuestra fracasada misión? Ellos saben que nos vamos.
Los talibán saben que nos vamos. Estadounidenses y británicos saben que nos vamos. Obama y Cameron hacen como que no, o como que sí nos iremos, pero sólo si en verdad creemos que hemos ganado.
* De The Independent, de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
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