EL MUNDO › OPINION

El dolor paraguayo

 Por Lorena Soler *

Una vez más Paraguay nos recuerda su existencia en la región a través del dolor. En esta oportunidad, a partir de la matanza pública por parte de las fuerzas de seguridad del Estado de por ahora once campesinos. Los asesinatos, en los que murieron también siete policías, se producen a partir de la decisión del gobierno de “ejecutar” una orden judicial de desalojo de las tierras pertenecientes al terrateniente, ahora empresario y antes senador por el Partido Colorado, Blas Riquelme.

Como si al “caso” no le sobraran elementos para iluminar con soberbia sociológica la estructura social y una expansión regional del llamado agronegocio, la tragedia sucedió en Curuguaty, al noroeste de Paraguay, en los bordes de una difusa frontera económica con Brasil.

Sin embargo, precisiones históricas son necesarias para ver el todo en la parte.

Los problemas de la tierra en Paraguay se inician con los resultados de la Guerra de la Triple Alianza (1865-1870), donde muerto “el tirano López”, los capitales extranjeros adquirieron a precios irrisorios grandes extensiones de tierra. A ello le sigue, en términos de ciclos de cambio, el Estatuto Agrario de 1940, hijo predilecto de una frustrada revolución nacionalista de 1936, que expresaba las urgencias latinoamericanas por ampliar y salvar la Nación, la antesala de la clausura conservadora. El régimen stroesnista (1954-1989) y el Instituto de Bienestar Rural (1963), que en el contexto de la “revolución de las letrinas” buscó la fórmula para la estabilidad política, derivó en el punto más alto de concentración de la propiedad de la tierra en manos de una burguesía que forjó la estabilidad de un orden de 35 años.

Para ello, el Estado stroesnista utilizó las tierras fiscales existentes todavía en el país, sin posibilidad de reconversión económica, receptora del reasentamiento de campesinos nacionales y de contingentes de inmigrantes brasileños. El incremento de la inmigración en las fronteras dio paso a la expansión de la producción agrícola y a la ocupación de tierras por parte de colonos y propietarios brasileños. Así es como llegamos a que la Comisión de Verdad y Justicia de Paraguay determinara que del total de tierras adjudicadas en aquellos años, el 64 por ciento son mal habidas. Pero también que dictaminara que los campesinos fueran el foco central de la resistencia y la represión.

Aquí, el núcleo del problema hasta hoy no resuelto. Crisis de una forma de acumulación que, como no pudo zanjar la política, en tanto búsqueda más o menos plausible del bien común, lo resolvió la fuerza de la historia (que siempre es desigual).

Pero aun así, el dramatismo político nos arrastra a la coyuntura y a interrogarnos acerca de cómo es posible que estos asesinatos sucedan. Y la respuesta podría hallarse en las propias condiciones de posibilidad que llevaron al triunfo electoral de Lugo en el año 2008. Crisis profunda del sistema político, el candidato del “consenso” se reinventó, como buen hombre de la Iglesia en tierra jesuita, bajo consignas lo suficientemente universalistas. Sin partido político propio y con una casi inexistente representación legislativa, se suma una Constitución (1992) absurdamente liberal, que dejó al Poder Ejecutivo sin herramientas básicas de intervención. Abatido por los gerentes mediáticos, sus apoyos electorales fueron precisamente los que hoy se expresan en los ciudadanos indignados de las redes sociales y en los campesinos asesinados.

La urgencia del actual gobierno, si es que hay tiempo, es aceptar el conflicto como algo inherente a un orden democrático. Y ahí tal vez la única posibilidad para clausurar el deseo de los señores de la tierra de imponer el próximo presidente del Paraguay en las cercanas elecciones.

El slogan de campaña luguista, “el hambre no tiene ideología”, queda hoy perfectamente refutado.

* Socióloga. Conicet/ Iealc.

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