Miércoles, 4 de diciembre de 2013 | Hoy
EL MUNDO › ENTREVISTA AL POETA JAVIER SICILIA, LíDER DEL MOVIMIENTO POR LA PAZ CON JUSTICIA Y DIGNIDAD
Sicilia salió a reclamar justicia, por su hijo y por las decenas de miles de asesinados que la narcolucha había dejado en el país. “Abrimos los espacios públicos a los negados para que nombraran a sus muertos”, dijo el poeta.
Por Eduardo Febbro
Desde Cuernavaca
La narración puntual del horror puede no bastar. El desfile interminable de muertos en la calle, de imágenes de gente colgada en los puentes, de decapitados, de fusilados, el conteo regular de nuevas víctimas que se suman a las 50 mil de la víspera es sólo eso: imágenes y estadísticas. La sociedad prosigue sumida en un extraño silencio. Pero un estallido entre tantos, uno más igual a los anteriores, se torna una revelación pasmosa. El poeta mexicano Javier Sicilia encarna en la piel y en los huesos esa transformación de la sociedad mexicana. Con él se pasó del silencio a la calle, de la mansedumbre a la rebeldía, de la soledad y el anonimato al movimiento, de la más honda injusticia al sueño de que existe una justicia. Un drama precipitó ese despertar colectivo. A finales de marzo de 2011, Juan Francisco Sicilia, su hijo de 24 años, fue asesinado por el crimen organizado junto a otros seis muchachos en el Estado de Morelos. De esa muerte íntima Javier Sicilia hará una causa, pero no la suya, sino la de todas las demás víctimas. Javier Sicilia salió a la calle a reclamar justicia, por su hijo y por las decenas de miles de muertos que la narcolucha había dejado en el país. Marchas, caravanas a lo largo del país, poco a poco México fue abriendo los ojos ante el horror con el que convivía. De esas marchas surgió un grupo, el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. Sicilia obligó al presidente que había lanzado la guerra contra el narcotráfico, Felipe Calderón, a dialogar, a aceptar la responsabilidad del Estado, a pactar una ley general de víctimas mediante la cual se les garantiza sus derechos. Sin disparar un solo tiro. Sólo con las marchas, las caravanas, la poesía como apuesta y unos cuadernos que se iban llenando con los nombres de tantos muertos anónimos. El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad es una de las iniciativas más originales y únicas del último cuarto de siglo. Les puso nombre y apellido a los muertos. No tiene semejante en el mundo: no sólo enfrentó al Estado, sino también a los criminales, a la impunidad y al peor enemigo de la justicia: el silencio.
“Ya no hay más que decir. El mundo ya no es digno de la Palabra”, escribió Javier Sicilia en el último poema, de su último libro. El poeta decidió callarse para siempre, pero no el hombre de acción que, en su reclamo de justicia colectiva, descubrió el México extenso del dolor y del horror.
En su mundo natural de Cuernavaca, Javier Sicilia habla con esa huella que queda en los ojos cuando la vida hiere sin preaviso. No hay ni odio ni rencor en sus palabras, sino el peso de una conciencia viva y la bondad que, más allá del mal, persiste en el corazón humano. A veces, la poesía puede convocar la conciencia moral de una nación en el momento de máximo horror, de máximo adormecimiento de esa conciencia. Sicilia y su movimiento hicieron realidad ese “milagro cívico”.
–Su movimiento tiene una esencia muy personal. Frente a la violencia extrema que azota a México, usted salió a la calle a pedir justicia con la poesía como mediadora.
–Los dos grandes movimientos de los últimos veinte años que tienen una posición moral indiscutible fueron generados con un lenguaje poético. El zapatismo y no-sotros. Y todo lenguaje poético rompe la unicidad y lo unívoco de los lenguajes políticos y permite volver a ver la realidad en su profundidad, en su horror y en su humanidad. Ambos movimientos, con diferentes lenguajes poéticos pero siempre utilizando los recursos de la poesía, las imágenes, los símbolos, las metáforas, funcionaron y develaron un horror que estaba oculto bajo los lenguajes unívocos de lo político, bajo la abstracción de la estadística. También revelaron la responsabilidad del Estado frente a esa humanidad negada. En el caso del Subcomandante Marcos, fue con las comunidades indígenas; en el caso del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, fueron las víctimas de esta guerra contra el narcotráfico que desató el ex presidente Felipe Calderón.
–Usted logró lo que casi nadie pudo hacer hasta el momento: interpelar al Estado, ponerlo ante su responsabilidad.
–La base de un Estado consiste en garantizar la paz, la seguridad y la justicia de una sociedad. Cuando eso no se cumple, hay algo que está fallando profundamente. Y eso es lo que ocurre en México, donde hay 98 por ciento de impunidad. Si se está matando, secuestrando y destruyendo la vida humana así como lo hace el crimen organizado, hay algo que no está funcionando bien en el Estado. Y uno tiene que increpar al Estado. En uno de los diálogos con el ex presidente, Felipe Calderón se atrevió a decirme por qué no les reclamábamos a los narcos. Yo le respondí: “Dígame que no hay Estado y entonces nosotros nos arreglamos con los criminales. Pero hasta donde yo sé, un Estado tiene que responder por esto”.
–El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad nació en 2011, luego del asesinato de su hijo junto a otros compañeros. México ya conocía un grado de horror incalificable; sin embargo, esas muertes despertaron al país, lo hicieron mirar de frente lo que estaba ocurriendo.
–De verdad que los lenguajes que describen fenómenos sociales no alcanzan para explicar esto. ¿Por qué, a partir de mí y de mi hijo, se puede lograr una cosa de esta naturaleza ? La explicación histórica, antropológica no alcanza para entenderlo. Creo que pertenece a un orden que nos rebasa, a una suerte de milagro cívico nacido del horror, de la tragedia. Creo que no hay respuesta. Yo nunca pensé pasar a la acción colectiva, no pensaba que se iba a hacer un movimiento. Yo sólo fui a protestar, a reclamar, a dar una palabra. Y algo sucedió a partir de esa palabra y todo empezó a articularse, algo estaba ahí a la espera de una palabra clave, de una palabra mágica que convocara una movilización, una dignificación, una lógica humana de vida, de fuerza moral. Creo que a partir de la muerte de mi hijo Juan Francisco y de sus amigos y de las palabras dadas se despertó la reserva moral del país, que estaba dormida, ahogada. Pero estaba viva. El terror adormece, el terror busca escapar por salidas “psiquiquitas” que nos llevan a la apariencia de cierta indiferencia. Pero las reservas están ahí. Mientras a un pueblo no se le mate completamente el alma, la reserva moral está ahí esperando algo que la detone. Aquí fue una tragedia y una palabra dura, indignada, o sea, decir: “Estamos hasta la madre”. Las fuerzas vivas despertaron a partir de la muerte. Se visibilizó el horror que estaba negado en este país.
–A partir de ese despertar se llevaron a cabo en todo el país caravanas por la paz. ¿Qué México descubrió en ese periplo?
–Vi un México que intuía, el del horror y el del mal, un México que nunca antes había sentido con todo el peso de mi carne, un México que palpé con todos mis sentidos. Vi ese México aplastado, destrozado, sufriente. Un día, en una de las caravanas con las que fuimos a una de las zonas más duras del país, Durango, se me acercó un niño de cinco años con el retrato de su padre. Me dijo: “Este es mi papá, me lo mataron, ayer me lo entregaron envuelto en una cobija”. Ese niño huérfano era la imagen del país. En estos tiempos, el horror es la incapacidad de verlo. Por eso el horror se hace más brutal. Debo decir también que un Estado corrupto como éste también genera una tremenda corrupción moral. Hay una parte de este país que, junto con el Estado, está profundamente corrompida, degradada. Si no, no se explica que hayamos llegado a donde llegamos. Este es un poder que se basa en la mafia y la delincuencia, por eso tenemos lo que tenemos. Rehacer eso nos va a costar mucho. Es muy fácil destruir, corromper. Construir es muy difícil.
–El movimiento se confrontó con dos poderes: el del Estado y de los criminales.
–Todo poder es cobarde porque utiliza una fuerza que trasciende toda proporción humana. Los criminales ejercen un poder cínico, cobarde. Y tuvimos que confrontar esa inmensa cobardía, ese inmenso cinismo, tanto del Estado como de los criminales. Lo desa-fiamos desde nuestra pequeñez y con nuestras armas, que son el amor y la dignidad. Con eso fuimos y atravesamos este país, atravesamos los Estados Unidos. Ya no pueden ocultar el horror, ni el dolor, ni la impunidad. Tendrán que encontrar un camino de justicia y de paz. La fuerza colectiva es muy importante frente al poder. El poder necesita ver a una nación de pie, expresándose. La democracia no son las urnas. La democracia es el poder del pueblo. Cuando un pueblo se une y desafía a un Estado que no está cumpliendo con la voluntad de ese pueblo, ahí empezamos a vivir la democracia. Eso es lo que sucedió con las movilizaciones. En ese momento, el Estado tuvo miedo y empezamos a vivir la democracia. Fue la presidencia, el poder político, quien vino a buscarnos y dijo : “Dialoguemos”. De acuerdo, dijimos, pero según nuestras condiciones. No dialogamos en la oscuridad, no dialogamos a puertas cerradas, dialogamos frente a la nación porque éste es un tema de la nación que nos compete a todos. Así fueron los diálogos. Le hablamos al poder de tú a tú y lo confrontamos como lo que es: servidor de esta nación, de la ciudadanía. Pero no-sotros solos no valíamos nada. El poder no se burló de nosotros porque nosotros llegamos con todos.
–Ustedes consiguieron también algo muy profundo: darles nombre y apellido a los muertos, dotarlos de la identidad que el Estado y los criminales les denegaban. Le sacaron el pellejo al silencio.
–El país llevaba cinco años de profundo dolor, de muchas víctimas. En ese momento llevábamos más de 40 mil muertos, 10 mil de-saparecidos. Y pese a todo, nada había sucedido. El poder político hablaba de “bajas colaterales”, mientras que el presidente decía: “Se están matando entre ellos”. El poder les negó a las víctimas sus derechos civiles, sus derechos humanos. Yo dije: a través de la muerte de mi hijo asumo la muerte de todos. Desde este momento, todos los muchachos asesinados en este país, que son la mayoría, son mis hijos. Así empezaron a llegar las víctimas, así empezaron a hablar, así empezó a hablar el alma de un pueblo. Las víctimas venían y narraban su horror, su dolor, con sus propias palabras. Y nos fuimos del norte al sur para que hablaran las víctimas, para que contaran su historia. Una palabra se hizo la palabra de todos, con sus respectivos nombres y apellidos e historias. Se formó una gran coalición de las izquierdas y las derechas que permitió este movimiento. El nombre de Juan Francisco Sicilia nombró a todos. Lo que hicimos nosotros fue abrir los espacios públicos a los negados para que nombraran a sus muertos, sus dolores, su condición de víctimas. Yo no fui más que la voz de una tribu de dolientes, por mi voz hablaban las víctimas y a través del nombre de mi hijo están hablando muchas otras víctimas.
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