Miércoles, 2 de abril de 2014 | Hoy
EL MUNDO › CINCUENTA AñOS DESPUéS, ES UN ASUNTO PENDIENTE LA IMPUNIDAD DE LOS AGENTES DEL TERRORISMO DE ESTADO
Los militares accedieron por primera vez a investigar las denuncias sobre torturas y muertes ocurridas en instalaciones del ejército durante la dictadura (1964-1984). Hasta ahora, han mantenido un silencio pétreo.
Por Eric Nepomuceno
Desde Río de Janeiro
Ayer se produjo una noticia tan importante como sorprendente: el ministro de Defensa, Celso Amorim, informó oficialmente a la Comisión Nacional de la Verdad que las fuerzas armadas abrirán una “comisión de sindicancia”, es decir, de investigación, para averiguar el uso de instalaciones militares para la práctica de torturas durante la dictadura. El pedido formal de la Comisión de la Verdad fue enviado al Ministerio de Defensa el pasado 18 de febrero. La respuesta surgió ayer, 1º de abril, día de la mentira y de los 50 años de un golpe cívico-militar que, honrando la fecha, se autonombra, todavía hoy, como “Revolución”.
La Comisión Nacional de la Verdad basó su pedido en sus propias investigaciones, resultado de más de un centenar de testimonios de víctimas del terrorismo de Estado. Ahora, las fuerzas armadas accedieron –vale reiterar: por primera vez– a investigar un “eventual desvío de finalidad” de siete unidades del ejército, notorios centros de tortura.
Es un avance importantísimo, si las investigaciones se hacen a fondo y no se obtiene como respuesta que ninguna prueba ha sido encontrada. Los testimonios se acumulan.
Sea como fuere, algo es –y será– algo. Al fin y al cabo, entre las tantas cuentas pendientes está, nunca será demasiado repetirlo, la cuestión de la impunidad de los agentes del terrorismo de Estado que imperó entre 1964 y 1984. Ahora mismo una encuesta llevada a cabo por el instituto DataFolha indica que el 46 por ciento de los brasileños es favorable a que se revise la ley de amnistía aprobada por los militares en 1979, cuando la dictadura cívico-militar entraba en su ocaso. Los que son contrarios suman 37 por ciento.
Ese es un tema visible, palpable, y que finalmente empieza a entrar en debate en círculos cada vez más amplios (pero todavía restrictos, es necesario reconocer) de la sociedad.
Pero hay otros, también relacionados con el terrorismo de Estado. Son conocidos los sectores de la sociedad civil que apoyaron el golpe del 1º de abril de 1964. Empresarios, la banca, parte significativa de la Iglesia Católica, y, con una única y solitaria excepción, el extinto diario Ultima Hora, todos los demás medios de comunicación respaldaron alegremente el derrocamiento del gobierno constitucional de João Goulart. y varios de ellos, en especial el imperio de las Organizaciones Globo, se beneficiaron mucho con la dictadura.
Pero, ¿y los empresarios, bancos y estancieros que, instaurada la dictadura, financiaron los campos clandestinos de detención y tortura? ¿Cuándo se conocerán sus nombres y el tamaño de su participación en la máquina de triturar gentes? Un vicecónsul de Estados Unidos en San Pablo era visitante asiduo de un centro de detención y torturas. También un alto dirigente de la Fiesp, la Federación de Industrias del Estado de San Pablo, era frecuentador habitual. ¿No se investigará hasta qué punto los industriales financiaban la represión? ¿No se divulgarán sus nombres?
Frente a todo eso, ¿cómo justificar el silencio pétreo de las fuerzas armadas, que siguen negándose a reconocer hasta que hubo un golpe? Los trabajos de la Comisión Nacional de la Verdad ya establecieron que la represión, los asesinatos y la tortura no empezaron como respuesta a la acción de organizaciones armadas de resistencia el régimen.
Al contrario: en el mismo día del golpe empezó un duro expurgo dentro de las mismas fuerzas armadas. Oficiales graduados fueron detenidos y torturados. Sindicalistas rurales fueron asesinados. Los militantes del Partido Comunista fueron perseguidos de manera implacable.
¿Cómo justificar que los militares de ahora se nieguen a comentar lo que hicieron los militares de aquellos años? ¿Cuál es la intención de ese silencio, que quizás –quizás– ahora se rompa, si de verdad se investigan los centros de torturas que funcionaron en instalaciones del ejército?
Esa herencia siniestra se extiende al cotidiano de los brasileños, y especialmente de los brasileños pobres. Las policías militarizadas de todas las provincias brasileñas son, en su conjunto, el cuerpo policial más violento del mundo. A cada día que pasa esa policía mata a seis personas en el país. Un asesinato a cada cuatro horas.
En las manifestaciones de junio y julio del año pasado, el país presenció, asombrado, cómo la policía militar actuaba contra los manifestantes. Se entiende: ese cuerpo de seguridad pública ha sido creado para reprimir de manera violenta, al amparo de la impunidad del sistema. Sigue así todavía. Son los herederos directos de los tiempos en que gente en la calle significaba enemigo a la vista.
Brasil tiene gobiernos civiles desde hace 29 años. Pero en cada día de casa semana de cada mes de cada uno de esos años, el legado sórdido de la dictadura sigue flotando, con mayor o menor peso, sobre todos nosotros.
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