Miércoles, 2 de abril de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Verónica Torras *
Hay discursos que sólo en apariencia circulan por andariveles separados. En los últimos días, y a propósito de la rememoración del golpe cívico-militar del 24 de marzo de 1976, el diario La Nación publicó dos notas en las que destacadas voces de la academia nacional e internacional pedían compasión para los responsables de los delitos de lesa humanidad en la Argentina y se referían al proceso de justicia en curso como revancha. Esto sucede cuando llevamos un mes de oír cómo se fustiga con slogans autoritarios un anteproyecto de Código Penal por su supuesta condescendencia con los delincuentes, y al tiempo que ocurren un par de linchamientos públicos. Es decir que mientras se pretende disculpar los crímenes más graves cometidos en nuestro país en el marco del terrorismo de Estado, se ofrece como antídoto un futuro cargado de punitivismo y se obtiene un presente en que la sed manipulada de justicia la ejercen a las patadas “ciudadanos” contra “carteristas”.
Así conviven el intento de calificar como “revanchismo” el proceso de justicia por delitos de lesa humanidad y la habilitación discursiva de la venganza privada para delitos menores; el pedido de soluciones políticas para los perpetradores de los crímenes más aberrantes y el reclamo por un aumento indiscriminado de las penas para todo el resto de los mortales, sin ninguna discusión política. Discursos convergentes que intentan desdibujar la escena de qué es lo justo para nosotros como sociedad y forzar una reorientación de los recursos estatales en línea con nuevas jerarquías.
Derribando del lugar más alto en la escala del disvalor, los hechos de violencia cometidos por el Estado dictatorial y sus cómplices civiles, transformando a los responsables de los delitos más atroces en ancianos vulnerables y a quienes reclamaron por obtener justicia respecto de esos hechos en los defensores de los derechos humanos de los “verdaderos” delincuentes de a pie que asuelan el presente, la sociedad podría asumir sin cortapisas la nueva agenda de la seguridad y digerir su componente autoritario, tolerar brotes como los de estos días, e incluso reclamar que el Estado democrático sea liberado de manos para actuar contra las actuales amenazas.
Así es que, bien (o mal) pensados, ambos discursos apuntan en una misma dirección: la reconfiguración de un horizonte común muy preciado para esta sociedad, que ubica la demanda de justicia y el rechazo de la violencia en un lugar destacado, justamente, por su historia y por el modo en que el movimiento de derechos humanos ejercitó su reclamo. La fuerza colectiva acumulada en tantos años de resistencia, sostenida de modo pacífico, sin un solo arrebato justiciero por mano propia después de haber sufrido los delitos más graves, está en el centro de las disputas del presente porque constituye una referencia ética para el conjunto de la sociedad, al mismo tiempo que impone límites al Estado democrático en el ejercicio del monopolio de la violencia. Este pasado se ha vuelto muy valioso y su desprecio es estratégico para quienes intentan instalar una hegemonía político-cultural alternativa.
* Licenciada en Filosofía por la UBA. Fue directora de Comunicación del CELS entre 2005 y 2010. Actualmente coordina el Programa Memoria en Movimiento de la Secretaría de Comunicación Pública.
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