Sábado, 17 de enero de 2015 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Ricardo Forster
“El primer gran foco de cultura de la Edad Media occidental es Toledo. La historia se repite: en el siglo XII, lo que Toledo fue para el mundo cristiano, lo fue Bagdad para el mundo musulmán (...). Es suficiente recordar que es Toledo donde Avicena fue traducido al latín, esto es, por un pequeño grupo compuesto, como mínimo, por Ibn Daud, judío arabófogo, que aseguraba la traducción del árabe al castellano; y Domingo Gundisalvo, cristiano, que aseguraba la traducción del castellano al latín (...). En realidad, si en el siglo XIII hubo una filosofía y una teología llamadas ‘escolásticas’, es ante todo porque Avicena fue leído y explotado desde finales del siglo XII. Es Avicena, no Aristóteles, quien inició a Occidente en la filosofía.” Alain de Libera, Pensar la Edad Media.
Me pareció oportuno comenzar estas reflexiones sobre la tragedia de Charlie Hebdo, con la que tantas páginas e imágenes se han multiplicado a lo largo de los últimos días y a través de todas las geografías del planeta, citando al filósofo francés y eminente especialista en pensamiento medieval, Alain de Libera. Con erudición y elegancia conceptual destruye un acendrado y persistente prejuicio que supone que la tradición occidental se continuó ininterrumpidamente desde Grecia y Roma, atravesando la Edad Media, para llegar a nosotros pura de toda influencia, en especial la que provendría del Oriente islámico. No hay, desde esta concepción autoctonista y antimusulmana, contaminación en la línea que va de Aristóteles a Santo Tomás o en la que va de Platón a Marcilio Ficino.
Bajo la estructura de la autorreferencialidad cultural (punto de partida del esencialismo nacionalista), Europa quiso, desde que buscó limpiar su genealogía, desprenderse de esa verdad que cualquier erudito medieval sabía sin siquiera tener que investigarlo: que el pensamiento filosófico, que las grandes tradiciones que alimentaron a la escolástica cristiana, tenían una estación ineludible en los filósofos y pensadores de origen árabe, persa y musulmán. Que sin Avicena y Averroes, sin Farabi e Ibn Sina, sin Ghazali e Ibn Rusd, y –claro– sin la enorme influencia sobre el filósofo judío Maimónides de la tradición árabe, seguramente Santo Tomás de Aquino –que leyó a Aristóteles a través de musulmanes y judíos, y que se detuvo particularmente en la Guía de los perplejos del rabino cordobés– nunca hubiera podido escribir su Suma Teológica. Extraordinaria genealogía que hace añicos cualquier intento por borrar las huellas de las influencias y, sobre todo, demuestra la estupidez de los ontologismos nacionalistas que buscan encontrar la esencia incontaminada de su verdadera lengua cultural.
Un viaje cultural que atravesó siglos y continentes para desmentir el relato de una Europa sólo deudora de sí misma; eje alrededor del cual se desplegó la civilización científico-técnica y cuna de los ideales filosóficos y políticos fundados en una racionalidad exclusivamente afincada en su territorio. Lo que nos señala con énfasis Alain de Libera es precisamente la potencia de los intercambios culturales, lingüísticos, religiosos y filosóficos que fueron preñando el complejo camino de la propia Europa, un continente que prefiere escribir la historia del mundo desde una particularidad, la suya, convertida en universalidad y, para ello, borra las huellas de sus propias deudas. En ese gesto omniabarcativo lo que es destituido es aquello que marca la diferencia en el interior de la supuesta univocidad. Las herencias nacidas y provenientes del Islam, aquellas que también a su vez recibieron las influencias de los griegos de la época clásica, están en la base de la reapropiación europea de su “olvidada” tradición filosófica.
Sin ese camino laberíntico que se inició en la lejana Persia allá por el siglo IX, que continuó por la península arábiga y se materializó en la gran Siria de los siglos XI y XII, y que ingresaría a Europa por diversas vías; atravesando las llanuras búlgaras; siguiendo las huellas de innumerables caravanas capaces no sólo de llevar mercancías de Oriente a Occidente sino también ideas, herejías y libros; cruzando el Mediterráneo desde el norte del Africa musulmana hasta llegar a la España de las tres culturas, un territorio de las mezclas y los intercambios que, como ya vimos, permitió que en una ciudad como Toledo traductores judíos de lengua árabe y cristianos que dominaban el latín le devolvieran a la cristiandad occidental un tesoro rescatado desde Oriente y, claro, profundamente contaminado por la civilización mahometana. Una genealogía vergonzante para una Europa que no podía aceptar que fueran los árabes y persas, además de los judíos, los responsables de reconstruir los puentes con el pensamiento antiguo. Extraña filiación a los ojos de quienes, en otro tramo de su historia, no dudaron en ejercer una violencia homicida sobre los que se encargaron de proteger de la oscuridad de la Alta Edad Media aquellos legados filosóficos y científicos. Al pueblo de Maimónides casi lo exterminaron en los campos de la muerte forjados por el régimen nazi; y a los descendientes de Avicena y Averroes los sometieron al dominio colonial.
Un breve paréntesis para pensar, nuevamente y con un relato más detallado, el absurdo de la autoctonía nacionalista y de las tradiciones que se cierran sobre sí mismas, tratando de expulsar la memoria de las herencias, las influencias y las contaminaciones. Maimónides, como señalé líneas arriba, nació y vivió parte de su vida en Córdoba, la ciudad de Averroes, ese gran filósofo árabe que intentó ir más allá, de la mano de su lectura herética de Aristóteles, de las religiones abrahámicas. Al que probablemente conoció al escucharlo en la famosa biblioteca de Córdoba, siendo apenas un niño casi adolescente, y cuyo pensamiento dejó algunas huellas en sus reflexiones filosóficas. Es también factible que quizás hayan compartido el Jardín de los Naranjos de la biblioteca que, según cuenta la tradición, llegó a tener más volúmenes que la famosa Biblioteca de Alejandría, compartiendo el mismo trágico destino: la de ser quemada junto con todos sus incontables libros y papiros, esos que guardaban las más diversas tradiciones de Oriente y de Occidente, capaces de unir Bizancio, Bagdad e Islamabad con la península ibérica para luego alcanzar, cruzando los Pirineos, Francia y, más lejos, las tierras germanas.
La lectura que Maimónides hizo de la tradición filosófica, particularmente de la tradición aristotélica, estuvo absolutamente impregnada por los grandes reintroductores de los griegos y sobre todo del aristotelismo en la tradición de Occidente que fueron los árabes. Por un lado, la tradición persa de la escuela de Avicena, y por el otro la de la escuela averroísta. Maimónides escribió su obra filosófica –por ejemplo, la fundamental Guía de perplejos– en árabe. Por supuesto, también escribió sus obras de interpretación de la Mishná y del Talmud en hebreo. Y a su vez, obviamente, podía utilizar sin inconvenientes el castellano. Es deudor de gran parte del trabajo de los traductores que se realizó sistemáticamente, como señalaba Alain de Libera, en esos siglos en Toledo; traducciones en las que trabajaron judíos y cristianos llevando el árabe, pasando por el castellano, al latín, y construyendo los puentes indispensables para la recuperación de la tradición griega por el mundo cristiano-latino.
Se conoce que Santo Tomás de Aquino no sabía griego, y que leyó a Aristóteles a través de transcripciones hechas por traductores árabes, judíos y cristianos españoles, y que a través de la Guía de perplejos de Maimónides, profundamente influenciado por ella, construyó su propia visión de Aristóteles. Con lo que uno podría decir que la Suma Teológica, fundamento de la teología de la escolástica cristiana, fundamento arquitectónico clave de la visión católica del mundo, se sustenta en un árabe herético que ni siquiera creía en Alá –como era Averroes– y en un judío que leyó a Aristóteles a través de Averroes y Avicena, que escribió en árabe y que sin embargo fue un fiel seguidor del Talmud. Y así volvió a Occidente el núcleo de la tradición griega; así volvió Hipócrates, corazón de la tradición médica: árabes y judíos fueron sus custodios y difusores. Médicos persas y médicos judíos fueron la esencia de la tradición médica que retornó a Occidente. Y así regresó gran parte de la tradición filosófica helenística en el enclave renacentista italiano que se abriría apenas iniciada la decadencia de la Edad Media a través de la escuela de traductores de Toledo que cumplieron un papel fundamental como puentes entre dos mundos, impregnando a ambos con su propia visión filosófica y cultural.
Esto muestra la mediocridad, la estupidez enorme, de “civilización o barbarie”, del “choque de civilizaciones”, o de un mundo que guarda y posee la cultura y el otro que es el lugar de la barbarie. Para cualquiera que haya tenido la oportunidad de estar en Córdoba, hay una imagen muy impresionante: uno entra a la Mezquita de las Mil Columnas, que es una obra maravillosa, y en medio de la mezquita está la catedral. Construyeron la catedral en el medio de la mezquita, y hubo una rebelión del pueblo de Córdoba, porque la idea era derruir la mezquita. Y el pueblo de Córdoba, el pueblo cristiano de Córdoba –estamos hablando del siglo XVI– se rebeló contra la decisión de destruir la mezquita, porque sabía que era una obra única y emblemática. Y cualquiera que haya tenido la oportunidad de pasarse un rato inolvidable en la Alhambra, sabe que los bárbaros eran otros.
Un largo camino histórico, un desvío por el tiempo, para escapar del más brutal de los reduccionismos, que intenta convertir la cultura musulmana en una cultura de bárbaros, mientras que hace de Europa la cuna de toda civilización posible. Un prejuicio montado, a su vez, sobre la expansión imperial de esa misma Europa que supo, a sangre y fuego, llevar “su cultura” a ese otro mundo considerado como tierra de idólatras. Revisar los legados y las confluencias, hurgar en los tesoros de un pasado que nos ofrece otra realidad muy distinta de la que los vencedores nos han contado, significa romper los prejuicios y aprender a mirar de otro modo la compleja urdimbre de nuestras sociedades y de nuestras concepciones religiosas y filosóficas. Y también hoy, cuando la ceguera y el prejuicio se despliegan en el interior de la ignorancia, se vuelve decisivo refundar la tradición de un humanismo silenciado y desguarnecido.
Y este intento por reivindicar la memoria de los desplazados y de los olvidados, por reconstruir las rutas de las culturas y sus intercambios, no busca exculpar el horrendo crimen cometido contra los miembros de la revista Charlie Hebdo. Apenas si constituye un intento por romper el cerco del prejuicio y de la islamofobia que parece desplegarse en una Europa aterrorizada ante la barbarie terrorista. Una barbarie, me apresuro a escribir, que nada tiene que ver con esa enorme tradición cultural a la que intenté hacer presente a lo largo de un artículo que nació de la necesidad de romper el cerco de violencia y odio que amenaza con hacer cada día más invivible nuestro tiempo histórico. No son los centenares y centenares de millones de musulmanes de todo el mundo los asesinos de periodistas y dibujantes, ellos también son las víctimas del integrismo fanático amparado por los dueños árabes de las riquezas petroleras y socios de Estados Unidos, y de una sociedad, la europea occidental, que no ha sabido o no ha querido romper las barreras de la desigualdad y el prejuicio. El mejor homenaje que les podemos rendir a las víctimas de Charlie Hebdo y de tantos otros asesinados por el odio y la injusticia, por la ceguera del fanatismo y por la avidez desenfrenada del capital, es sostener, hoy más que nunca, su mirada desprejuiciada y capaz de ejercer el más puro espíritu libertario.
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