Martes, 13 de septiembre de 2016 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Eric Nepomuceno
Hoy, Michel Temer cumple trece días como presidente efectivo de Brasil. Trece días, luego de casi cuatro meses como interino, mientras se desarrollaba en el Senado el juicio político que liquidó el mandato que Dilma Rousseff había conquistado, en 2014, por la vía del voto popular.
Para hacerse con su segundo mandato presidencial, Dilma Rousseff necesitó el voto de 54 millones 500 mil electores brasileños. Para hacerse presidente, Temer necesitó nada más que los 61 votos de senadores que decidieron, aunque no hubiese prueba alguna, que la mandataria cometió “crimen de responsabilidad”, lo que, según la Constitución, justificaría destituirla. Ha sido un golpe institucional.
Hoy también se cumplen trece días de incesantes marchas populares de protesta que se reproducen por todos el país, a los gritos de “¡Fuera Temer!”.
Algunas fueron multitudinarias, reuniendo cien mil personas. Otras, más modestas, reuniendo dos, tres mil. Hubo represión violenta en varias ciudades brasileñas, especialmente en San Pablo, la mayor ciudad del país, como una especie de advertencia de lo que podrá pasar.
En un solo día –el 7 de septiembre, fecha en que se conmemora la independencia– Temer logró ser abucheado cuatro veces. Una, en el desfile formal en Brasilia, y otras tres en Río. Pese a que su presencia ni siquiera había sido anunciada (a pedidos del gobierno), en la ceremonia de apertura de los Juegos Paralímpicos hubo tres silbatinas poderosas. Dos, de manera espontánea, y otra cuando Temer cometió la temeridad de hablar frente a unas 70 mil personas en el Maracaná.
A esta altura, Temer sabe que, entre otros muchos problemas que lo esperan, está el rechazo mayoritario en la opinión pública brasileña. Los sondeos indican que más del 70 por ciento exige elecciones inmediatas, y que él cuenta con solamente el 9 por ciento de respaldo. Hay fuertes indicios de que las marchas de protesta proseguirán. El problema de Temer es que, tan pronto empiece a implantar las medidas de ajuste que son anunciadas gota a gota, ese rechazo seguramente aumentará. Sus ministros no logran hablar en actos abiertos sin ser acompañados por un coro unísono de “¡Golpista!”.
Además, cada marcha deja claro que el tema no es pedir el retorno de Dilma Rousseff, que tampoco sería solución alguna, sino de rechazar la forma como, sin contar con un mísero voto popular, Temer y su banda se apoderaron del gobierno.
Hoy por hoy, se instaló en la conciencia de todos que existen sobradas dudas sobre la legitimidad jurídica de las acusaciones que llevaron a la destitución de Dilma Rousseff. En un primer momento, tanto Temer como algunos de sus más poderosos ministros, al referirse a las manifestaciones de protesta, lanzaron frases despectivas. De inmediato se dieron cuenta del efecto contrario provocado por su soberbia. Las manifestaciones crecieron.
Ahora, en el gobierno existe una palpable preocupación: de persistir, el clima de rechazo podrá extenderse, amenazando el equilibrio político buscado por Temer y su grupo. Además, el PT siempre ha sido ducho en la oposición, y por más hondo que haya sido el desgaste sufrido, viene dando claras muestras de que todavía tiene amplio espacio en las calles y mucha fuerza de convocatoria.
En ese cuadro, ¿cómo convencer a los brasileños de que las medidas que se pretende imponer de manera clara –para no mencionar a las que vienen protegidas por las sombras– son la vía de la salvación?
Otro punto débil en la estrategia de un gobierno que nace rechazado mientras busca una poco probable legitimación es la comunicación. De cada cinco anuncios lanzados a bocajarro por los ministros, tres provocan un desastre inmediato. La semana pasada se anunció, por ejemplo, una reforma en la legislación laboral, aumentando de 40 a 48 horas semanales la jornada de trabajo. Es como volver a los años 30. Además, será permitida la contratación por horas trabajadas, sin ninguna de las muchas garantías de la legislación. Es el resultado de la presión del gran empresariado, que ha sido una de las fuerzas más poderosas fomentando el golpe institucional consumado el pasado 31 de agosto. Y que tendrá como consecuencia inmediata la durísima resistencia de las centrales sindicales.
Las medidas económicas tan ansiadas por el mercado financiero significarán, entre otros puntos, el mantenimiento de las más elevadas tasas básicas de interés en el mundo. La imposición de un tope a los gastos públicos, parte del proyecto de achicar al máximo el tamaño del Estado, significará un durísimo ajuste en los recursos destinados a la salud y la educación, para no mencionar a los programas sociales implantados a lo largo de los últimos 13 años, y que beneficiaron a decenas de millones de brasileños.
La fragilidad de la alianza que impuso la destitución de la mandataria legítimamente electa será otro obstáculo para Temer.
Existe, en Brasil, una tensión palpable en el aire. Para mantenerse en el gobierno, Temer tendrá de hacer milagros en la economía. El problema es que, a esta altura, creer en milagros es algo que no forma parte del cotidiano de los brasileños.
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