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El nuevo JFK no es como JFK
Por Claudio Uriarte
John Forbes Kerry se emparienta con el legendario JFK por sus iniciales, por provenir de una familia católica de dinero de Nueva Inglaterra, por su frondoso legajo de guerra –el nuevo en la de Vietnam, el primero en la Segunda Guerra Mundial–, por el desempeño de ambos como senadores por Massachusetts y, not least, por el hecho de que el nuevo JFK es apadrinado, y su campaña ha recibido el asesoramiento de Edward Kennedy, el tercer y único sobreviviente de los hermanos y también senador por Massachusetts. Pero es precisamente en este último punto que las similitudes empiezan a desvanecerse. John Forbes Kerry, como Teddy Kennedy, es un hombre de izquierda, mientras John Fitzgerald Kennedy, pese a la mitología romantizada que anda dando vueltas en torno a su figura, era un resuelto halcón de la política exterior, un predecesor de George W. Bush en términos de unilateralismo y guerras preventivas.
Considérense los hechos. La mitología, gran parte de ella cristalizada en el documental de ficción JFK, de Oliver Stone, sostiene que Kennedy era un pacifista progresista asesinado por una turbia conspiración entre racistas sureños, cubanos anticomunistas y el complejo militar-industrial, y a la que su vicepresidente y sucesor, el texano Lyndon B. Johnson, no habría sido ajeno. En realidad, esto equivale a apilar un disparate tras otro. En 1961, Kennedy dio luz verde a la invasión de Bahía de los Cochinos por cubanos anticastristas (que la intentona haya salido mal es otra cosa). También en 1961, Kennedy inició la participación estadounidense en las guerras francesas de Indochina, enviando los primeros asesores militares norteamericanos a Vietnam. En Berlín Occidental, proclamó desafiantemente “Yo soy un berlinés”, frase de inequívocos destinatarios en el bloque comunista del este europeo que entonces rodeaba la ciudad. Por último, Kennedy bloqueó a Cuba y amenazó a Nikita Krushev, entonces número 1 soviético, con iniciar una guerra nuclear si la URSS no retiraba sus misiles de la isla. Esto no es nuevo ni debería causar sorpresa, viniendo del hombre que había realizado la extravagante promesa de “pagar cada precio, soportar cada carga” para defender la libertad y resistir al comunismo en el mundo. Que hubo una conspiración para matarlo es difícil de dudar, pero es absurdo echarles la culpa a los mismos sectores –como el Pentágono, o los cubanos anticastristas– a cuyos intereses favorecía Kennedy. Y en cuanto a los racistas sureños, el tiro debe haberles salido muy por la culata, ya que Lyndon Johnson, con sus faraónicos programas sociales de la Great Society, fue el presidente norteamericano que más hizo para integrar a los negros y elevar su nivel de vida. A Johnson se lo recuerda hoy sobre todo por la guerra de Vietnam –que en realidad inició su jefe–, pero no existe ningún conservador que reivindique su figura. Sin embargo, muchos conservadores consideran a Kennedy como uno de los suyos.
Por contraste, el nuevo JFK se parece más a Teddy Kennedy que a John Fitzgerald. Porque Teddy, cuyas fallas personales fueron sólo uno de los factores que le evitaron llegar a la presidencia, marcó en realidad un punto de inflexión de la saga familiar, imprimiéndole un decidido giro a la izquierda, tanto en política exterior como en cuestiones internas. De ambos campos, el más notable es la política doméstica. En esta campaña, Kerry ha instalado en el mainstream de la vida política norteamericana un lenguaje virulentamente opositor que hasta no hace mucho habría sido estigmatizado como “de guerra de clases”, si no fuera que la administración Bush ya se ha ocupado involuntariamente de neutralizar ese argumento al desarrollar una guerra de clases al revés, mediante un gobierno de las clases dominantes, por las clases dominantes y para las clases dominantes. Ese nuevo lenguaje de Kerry está en el más puro estilo de Teddy, con sus inspiradas y arrebatadoras denuncias de la injusticia social que nunca fallaban en hacer llorar a todo el mundo y jamás ayudaban a ganar una elección. Hasta ahora.