EL MUNDO › UNA OSCURA CELULA QUE VOLO LAS TORRES DE MANHATTAN Y LOS TRENES DE MADRID
La gran cacería a los confines de la Tierra
Cuando Al Qaida destruyó las Torres Gemelas y atacó al Pentágono el 11 de septiembre de 2001, muchos vieron locura en sus métodos. Otros, más avezados en los sórdidos y tortuosos laberintos de la inteligencia y la contrainteligencia, vieron métodos en su aparente locura. Aquí, un recorrido doble de una investigación y una persecución que puede fracasar, pero va a seguir hasta los confines de la Tierra.
Por Angeles Espinosa *
Desde Bagdad
Desde el 11-S el terror tiene un nombre, Al Qaida, y un responsable máximo, Osama bin Laden. Para combatir sus raíces, Estados Unidos bombardeó Afganistán entre octubre y diciembre de 2001, y el año pasado, Irak. Y sin embargo, bin Laden sigue con paradero desconocido y Al Qaida sembrando el terror. Cuesta creer que el ejército más poderoso del mundo haya sido incapaz de poner coto a ese monstruo. Pero es que para cuando el mundo descubrió su capacidad destructora, sus tentáculos ya se habían extendido por medio planeta. “El mayor peligro son sus células durmientes”, ha advertido el autor paquistaní Ahmed Rashid. Entre 4000, según algunos expertos, y 100.000 potenciales terroristas, que cifró Bush tras el 11-S, están esperando una ocasión para agrandar el nombre de Al Qaida.
La historia de Al Qaida empieza en 1979, antes de su propia fundación, con la invasión soviética de Afganistán. Son tiempos de la Guerra Fría y EE.UU. no está dispuesto a permitir el avance rojo en ningún frente. Se inicia entonces un plan para castigar esa osadía. Con la ayuda financiera de Arabia Saudita y logística de Pakistán, Washington recluta a miles de voluntarios musulmanes que, convencidos de que van a combatir al infiel y estimulados por salarios que multiplican por diez sus magros ingresos, acuden al frente con más fervor que preparación. Proceden sobre todo de Pakistán, cuya población pashtún tiene lazos de sangre al otro lado de la frontera, de países árabes pobres, como Egipto o Yemen, pero también de los ricos, como Arabia Saudita, y en menor medida del Sudeste Asiático. Los árabes, como pronto empieza a conocérselos en las filas afganas apesar de sus procedencias diversas, se unen allí a los mujaidines, literalmente “los que hacen la Yihad” y es como una Yihad (Guerra Santa) se presentaba la lucha contra el invasor soviético. Hay dinero a raudales para financiar la campaña y con los voluntarios llega armamento y corrupción. También algunos idealistas.
De creer los testimonios de quienes le conocieron en aquella época, Bin Laden pertenecía a ese último grupo cuando a mediados de los ‘80 llegó a un Afganistán en plena guerra civil. No fue el único joven árabe de buena familia que sintió la llamada de la solidaridad con los hermanos afganos. Hijo de un multimillonario constructor saudita de origen yemenita, Osama tenía dinero propio con el que financiar su aventura. Tal vez no era aún un islamista radical, pero había en él algunos rasgos que luego se han probado comunes a muchos de ellos: formación moderna, espíritu piadoso y falta de vías de expresión política en su país de origen.
La relación de Bin Laden con la CIA durante esos años constituye un capítulo oscuro. Mientras que hay testimonios de que él, como otros adinerados sauditas, habría ayudado a canalizar la ayuda que esa agencia proporcionaba a los mujaidines, Washington siempre han negado cualquier vínculo. Sea como fuere, cuando a raíz de la desaparición del régimen soviético Estados Unidos pierde interés en Afganistán y deja de enviar dinero, el saudita, que entonces ya está en la treintena, sigue visitando el país. Ha formado un grupo que llama Al Qaida (la base, o la red) y comparte con los afganos la sensación de abandono de sus antiguos aliados.
Casi sería una historia romántica si no fuera peligrosa. Pero todo cambia el día en que Bin Laden se cruza con Aymán al Zawahiri en Peshawar, la ciudad paquistaní fronteriza con Afganistán por donde entran y salen mujaidines, espías, periodistas y aventureros. Al Zawahiri, un cirujano egipcio seis años mayor que Osama, está buscado en su país como responsable de Yihad Islámica, el grupo que años antes asesinó a Sadat. El egipcio carece de recursos económicos, pero tiene la formación ideológica de la que adolece el saudita.
La sintonía personal se transforma en alianza. Es a partir de entonces cuando la inicial lucha contra el infiel de Al Qaida desborda las fronteras afganas y se extiende a los soldados estadounidenses en Somalía (1993), las embajadas norteamericanas en Kenia y Tanzania (1998), el destructor norteamericano US Cole (2000) y, finalmente, las Torres Gemelas y el Pentágono (2001). ¿Qué ha pasado? Nadie lo sabe muy bien. Algunos analistas defienden que, convencidos de ser los artífices de la derrota del régimen soviético e imbuidos de su propia propaganda islámica, los cabecillas del apoyo árabe a la resistencia afgana se lanzan a derrotar a la otra gran superpotencia.
Otros expertos discrepan y consideran que la guerra contra Estados Unidos es un instrumento. “Dividir al mundo islámico entre la umma (comunidad musulmana) y los regímenes aliados con EE.UU. les ayudaría a conseguir su fin primordial: avanzar la causa de la revolución islámica dentro del mundo musulmán”, ha escrito en Foreing Affairs Michael Scott Doran, profesor de estudios de Oriente Próximo en la universidad de Princeton. Prueba de ello sería que la ola de terrorismo mal apellidado islámico afectó en primer lugar a Oriente Medio cuando a principios de los ‘90 regresaron los afganos, como se conoce a los militantes árabes que combatieron en Afganistán.
Mientras tanto, el cambio de situación que se ha producido en ese país da a Al Qaida una base segura. Abandonado a su suerte tras la salida soviética, Afganistán se ve sumido en una nueva guerra civil: los siete grandes grupos de mujaidines se pelean ahora entre ellos por el control de Kabul. Hasta que, impulsados por los servicios secretos paquistaníes y recibidos con flores por una población exhausta, llegan los talibanes (seminaristas musulmanes). Formados y armados en las madrassas del vecino Pakistán, se imponen en el país con un mensaje de pureza islámica que coincide con los valores que persigue Bin Laden.
El saudita, a quien su gobierno ha retirado la nacionalidad en 1994 y que ha tenido que abandonar su refugio en Sudán en 1996, se instala en Afganistán. Con recursos financieros superiores a los del régimen talibán, Al Qaida (cuyo patrimonio se estima en 5000 millones de dólares) parasita el país y lo convierte en su santuario. El bombardeo de varios de sus campos de entrenamiento en 1998, tras los atentados de Nairobi y Dar es Salaam, no pareció desanimar sus planes. Hasta la guerra de octubre de 2001.
En sólo 10 años el monstruo ha extendido sus tentáculos por medio mundo y los servicios de espionaje que inicialmente no le prestaron demasiada atención se han lanzado a una carrera contra el tiempo para intentar cortarle la cabeza antes de que sea tarde. “Incluso si Bin Laden resultara muerto, se trata de una organización que puede continuar’, advierten expertos en la lucha antiterrorista. Observadores avezados de Al Qaida coinciden en que es un error verlo como “un simple movimiento de árabes y afganos”.
Su alcance está determinado por su sistema de relaciones flexibles. No se trata de una organización estructurada. “Tiene un núcleo central y montones de pequeños núcleos ligados al centro, pero capaces de operar de forma independiente”, explica un especialista árabe. Otros, sin embargo, interpretan que Al Qaida “utiliza agentes interpuestos que comparten la misma filosofía de odio a Occidente y logra que esos individuos lleven a cabo su agenda”. Por eso se habla de red y resulta tan difícil combatirla. No por falta de voluntarios. La base cuenta con todo un entramado de simpatizantes entre aquellos antiguos combatientes afganos, más nuevos desafectos captados en mezquitas, universidades y organizaciones caritativas islámicas.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.