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El peligro detrás del surtidor

Sólo cuando el público británico tenga que pagar más por su nafta en los surtidores tendrá más interés por saber de dónde proviene. Y hoy, tiene razón en relacionar el precio de la nafta con la guerra en Irak. Pero los automovilistas vuelcan su ira demasiado rápidamente sobre las empresas cuyos nombres pueden ver en los carteles, especialmente las dos empresas británicas, BP y Shell, que siempre han sido convenientes chivos expiatorios.
Es tentador culpar a las empresas petroleras por la escasez de petróleo y apuntar a la guerra en Irak como un intento desembozado de controlar sus reservas de petróleo a favor de los intereses de las grandes corporaciones. Pero el hecho notable es que Tony Blair, aunque habló mucho sobre los intereses británicos, se embarcó en la guerra sin consultar a las empresas que tenían los mayores intereses y expertos en el petróleo de Medio Oriente. Y, en realidad, tanto Sir Philip Watts de Shell como Lord Browne de BP estaban advirtiendo que la guerra contra Irak probablemente desestabilizaría los abastecimientos y antagonizaría a otros productores de petróleo del mundo islámico.
Puede parecer sorprendente pero ha sucedido antes. Cuando Sir Anthony Eden lanzó la Guerra de Suez en 1956, también declarando defender los intereses británicos, no consultó ni a Shell ni a BP, que eran quienes más tenían que perder. Ambas empresas estaban profundamente preocupadas por la posibilidad de que esa peligrosa aventura antagonizara a los productores de petróleo árabes en Medio Oriente, lo que sucedió, dañando las relaciones exteriores británicas en los años venideros.
La verdad es que –contrariamente a la mayoría de las teorías de conspiración– los gobiernos que se inclinan a las aventuras militares resultan curiosamente resistentes a los consejos de los intereses comerciales, que a menudo entienden mucho más sobre las consecuencias. Antes de la guerra contra Irak, los neoconservadores en Washington tenían su propia opinión de la importancia del petróleo: veían a Saddam Hussein como un inmenso obstáculo para el poderío de Estados Unidos, que estaba sentado “encima del 10 por ciento del abastecimiento de petróleo del mundo”, como explicó el vicepresidente Dick Cheney. Veían a Irak como una “inmensa estación de servicio” que podía ser liberada para reducir la dependencia de Estados Unidos de la otra gran estación de servicio, Arabia Saudita. Y querían romper el poder de la OPEP, el cartel de petróleo dominado por los árabes, y asegurar petróleo barato para los consumidores estadounidenses. Pero querían ir a la guerra con Irak primariamente por otras razones: para vengarse por la humillación del 11 de septiembre y para afirmar la influencia y la supremacía militar estadounidense en Medio Oriente. Y su política equivalía a un vuelco en inversión de las políticas de las empresas petroleras, que habían dependido en la cooperación con los países islámicos, que tenían la mayor parte de la provisión de petróleo del mundo debajo de su suelo.
Es importante volver a examinar este vuelco fundamental, que puede resultar ser el peor error de la guerra. Porque un continuado alto precio del petróleo podría hacerle un mayor daño económico a Occidente que cualquier terrorismo hasta ahora.
En las décadas de la posguerra mundial, el petróleo fue el elemento más potente para crear el nacionalismo en los países islámicos. La percepción de que las empresas occidentales estaban explotando su riqueza petrolera provocó las sucesivas revoluciones populares contra los regímenes prooccidentales, incluyendo a Irán en 1951 y a Irak en 1958, y la formación de la OPEP en 1960, y los regímenes nacionalistas gradualmente obligaron a las empresas a compartir sus ganancias y el control. Fue el crecimiento del nacionalismo árabe, junto con la ira contra Israel, que permitió finalmente a las potencias petroleras a crear su propio cartel en 1973, que cuadruplicó el precio del petróleo y hizo retroceder el crecimiento económico occidental por varios años. Los países occidentales redujeron su dependencia de la OPEP en la década de los ochenta, cuando descubrieron más petróleo fuera de Medio Oriente, mientras la OPEP se daba cuenta de que tenían un interés común en asegurar precios y mercados estables. Pero a medida que el petróleo se volvía más barato, los estadounidenses se hicieron más despilfarradores, mientras que nuevos países industrializados, liderados por China, se convirtieron en enormes consumidores de petróleo.
La clave del abastecimiento seguía siendo Arabia Saudita, la fuente más importante de petróleo para Occidente, pero también se volvió más problemática. Las empresas estadounidenses estaban decididas a mantener buenas relaciones con la monarquía saudita a toda costa. Pero su corrupción y su ridícula ostentosidad estaban provocando más descontento entre los crecientes desempleados sauditas, que se estaban volcando hacia el fundamentalismo; mientras muchos príncipes sauditas los estaban comprando financiando mezquitas radicales y movimientos políticos.
Fue la riqueza y la corrupción saudita la que brindó la provocación original para Osama bin Laden y su equipo de terroristas, primero Afganistán y luego en todo el mundo, mientras consolidaban sus intenciones de derrocar a la corrupta monarquía dentro del reino. Bin Laden no ocultaba que su eventual ambición era tomar el poder en su país natal, y restablecer la austera religión Wahabi sobre la que se fundó el país. Pero la guerra contra Irak brindó una distracción masiva –como muchos habían advertido– de esta, la peor de las pesadillas.
Los neoconservadores de Estados Unidos vieron la liberación de Irak como un medio para contrarrestar su dependencia de los sauditas, ya que las inmensas reservas de Irak recientemente encontradas podrían llevarse pronto al mercado. Pero la guerra hasta ahora tuvo precisamente el efecto contrario; la resistencia iraquí limitó seriamente la producción petrolera.
Al mismo tiempo, la seguridad de Arabia Saudita parece mucho más dudosa. El gobierno saudita, con mucha ayuda de Estados Unidos, aumentó masivamente las defensas militares de sus propios campos petroleros, con un estimado de 20.000 tropas y guardias de seguridad. Pero los estadounidenses también se han hecho mucho más críticos de la monarquía saudita, mientras ésta confronta el terrorismo interno que amenaza con socavar todo su control.
El grado de revuelta es difícil de evaluar, porque los periodistas extranjeros tienen gran dificultad para entrar al país. Pero el informado boletín Energy Intelligence ofrece un relevamiento preocupante de la inseguridad dentro del reino. Después de que los terroristas atacaron los cuarteles de seguridad, el gobierno declaró una guerra abierta contra los terroristas, pero nuevos grupos militantes siguen apareciendo. Y al final, no puede haber una solución puramente militar contra un enemigo interno.
La guerra en Irak, con todos sus errores y horrores, sigue distrayendo a Occidente de la crisis en Arabia Saudita, que fue la consecuencia más seria del 11 de septiembre, y de las ambiciones de Osama bin Laden. Una guerra civil en Arabia Saudita brindaría una mayor amenaza a la seguridad de Occidente que Irak o Afganistán.
Porque si los fundamentalistas llegaran en el futuro a tomar el poder en Arabia Saudita no sentirían la misma necesidad que los otros productores de vender su petróleo para financiar su desarrollo. Ellos creen que es la riqueza la que corrompió a su país, y que se pueden arreglar sin el petróleo. Esa es la peor pesadilla para los consumidores occidentales: darse cuenta que el mayor exportador de petróleo no necesita exportar.
Es la creciente inseguridad sobre el futuro de los suministros petroleros árabes lo que yace detrás del creciente precio del petróleo en los surtidores. Y mientras los automovilistas se quejan por el costo de sus viajes, deberían cuestionar a su gobierno, no a las empresas petroleras. ¿Cómo pudieron haberse embarcado con tan pocas consultas en una guerra queprovocaría tal inestabilidad en países de los cuales dependen desesperadamente de su petróleo?

* Periodista y escritor británico, autor de The Seven Sisters (Las siete hermanas) sobre las principales compañías petroleras occidentales.
De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Celita Doyhambéhère.

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