EL MUNDO › OPINION
Una nueva Plaza Tienanmen
Por Claudio Uriarte
¿Puede la insurrección que estalló en sangre anteayer en la ex república soviética centroasiática de Uzbekistán analogarse a las que triunfaron en Georgia hace dos años, en Ucrania a fines el año pasado y en Kirgistán en marzo último? Puede, pero a condición de establecerse tres importantes distinciones. La primera, que en contraste con Georgia, Ucrania y Kirgistán, la revuelta de Uzbekistán no sólo es rechazada por Rusia, sino también por Estados Unidos, nuevo peso fuerte militar y económico en la zona. La segunda, que la revuelta de Uzbekistán parece tener un fuerte contenido islamista, alejado del democratismo occidentalista de las otras. La tercera, que una explosión islamista en la zona es lo último que quieren todos los actores estatales involucrados, ya que la zona es un semillero de resentimiento integrista antirruso y antinorteamericano que podría deshacer lo que se ha hecho en Afganistán, el ex emirato de los talibanes (sin olvidar que también es un semillero de amapolas).
En realidad, y juzgando de los datos que se han filtrado hasta ahora desde el remoto y cerrado Uzbekistán, la analogía no es tanto con esas recientes revoluciones triunfantes, sino más bien con la sangrienta represión de 1989 contra los manifestantes prodemocráticos chinos en la Plaza Tienanmen, que –más allá de embargos de armas largamente simbólicos– fue tácitamente apoyada por todas las potencias que podían pesar. Aunque el componente islámico estaba ausente en Tienanmen, las fuerzas democráticas que un triunfo habría liberado presentaban la amenaza de una desintegración china de un modo parecido, pero más grave, al estallido de la Unión Soviética. Del lado opuesto, una explosión islámica en Asia Central comprometería no sólo a Estados Unidos, sino también a China y Rusia, donde el peligro del radicalismo integrista está activado (Chechenia, por ejemplo) o latente (el oeste chino). Y, por cierto, pese a las piadosas admoniciones de George W. Bush, la revuelta contra un déspota (y el uzbeko Islam Karimov es inequívocamente uno de ellos) no garantiza automáticamente libertad y democracia: el sha de Irán también era un déspota y su derrocamiento trajo la república de los ayatolás, cuyos programas nucleares tanto preocupan a Washington en estos días. (“Será un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”, como dijera Harry Truman de un aliado similarmente desagradable.)
Es que, pese al romanticismo que suele rodearla, una revuelta popular difícilmente gana por sí sola. En los casos de Georgia –patio trasero de Rusia– y Ucrania –su granero– se impusieron por una mezcla de la falta de capacidad militar y política de Rusia para contrarrestarlas y por una correlativa buena voluntad de Estados Unidos y la Unión Europea hacia sus dirigentes. En el caso de Uzbekistán, un país clave en la guerra antiterrorista de Estados Unidos, pero desprovisto de grandes riquezas naturales, y que ni siquiera comparte frontera con Rusia, el Kremlin se apresuró a aclarar que los sucesos de allí eran “asuntos internos uzbekos”, aunque no olvidó declarar su “preocupación” protocolar. Estados Unidos también entregó preocupación retórica y llamados a la reforma, pero no hará nada más.
Por lo demás, el carácter violento de la insurrección uzbeka estuvo marcado desde el comienzo. A diferencia de Georgia y Ucrania, el motivo no fue un mero fraude electoral, sino el encarcelamiento de dirigentes, y la protesta distó de adquirir el carácter pacífico y multitudinario de las anteriores, algo que el salvajismo de los tanques de Karimov en Andijan y el hecho de que 8000 disidentes políticos permanecen encarcelados bajo su régimen pueden empezar a explicar. También puede ayudar a explicarlo el hecho de que el país, que cedió su principal base aérea a Estados Unidos en las postrimerías del 11-S para invadir Afganistán, es uno de los principales sospechosos de albergar cárceles secretas para los detenidos de las fuerzas norteamericanas. Karimov puede hacer en su terreno lo que Bush no podría hacer legalmente en el suyo (o afronta graves problemas para hacerlo, según se desprende de lo que ocurre en esa zona gris de la legalidad que es Guantánamo).
Por eso, es difícil que el espectáculo de la masacre trastorne demasiadas sensibilidades en los lugares que importan. De momento, Karimov ha aplastado la rebelión del modo que conoce. Eso no garantiza la derrota definitiva de los insurrectos, pero lo cierto es que éstos enfrentan un contexto internacional hostil y carecen de aliados regionales de importancia. Por eso desmienten una y otra vez su carácter islámico, en la esperanza de llegar al exterior.