Sábado, 10 de enero de 2009 | Hoy
EL MUNDO › DEBATE
Por Perla Sneh *
En una azotea de la Ciudad Vieja / hay ropa iluminada con la última luz del día: sábana blanca de una enemiga /toalla de un enemigo / para secar el sudor de su frente / (...) Hemos izado muchas banderas / han izado muchas banderas /Para que pensemos que están contentos / Para que piensen que estamos contentos
Iehuda Amijai
Qué buena es la palabra dicha a tiempo, dice la Torá, que no desconoce la agonía de su tardanza. Y cuando el horizonte se empaña de sangre, es tarde para muchas de ellas. Otras, suenan obscenas a la hora de la más imperdonable de las muertes. Y no otra cosa es la muerte de un niño, palestino o israelí. Cifra del terror y exigencia de promesa: nunca más esa sangre. Pero terror y promesa también confluyen en amenaza, palabra que quizá siempre acecha cuando dos pueblos habitan la misma intemperie.
Ante la guerra desencadenada por Hamas –que se negó a reanudar la tregua– pero también por el gobierno israelí (el gobierno, no el Estado de Israel cuyo derecho a la existencia no puede cuestionarse) –que se apuró a las armas sin agotar los recursos diplomáticos–, callar es imposible, pero no cualquier palabra conviene. Algunas dan vergüenza; ajena y propia. Otras, laceran. ¿Entonces? Habrá que hablar con cuidado porque algunas cosas deben ser dichas:
Se puede ser judío argentino, pero –digámoslo sin vueltas– no hay patria judía que no sea Israel. Uganda o Birobidzhan, por mencionar algunos, no fueron proyectos nacionales, sino utopías filantrópicas o pesadillas angustiadas. Se puede ser palestino iraquí, pero –y también: sin vueltas– no hay patria palestina que no sea Palestina. “Una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra” es un latiguillo tan difundido como el que sostiene que nunca hubo judíos en Medio Oriente antes de 1948. Y no menos falso.
Es preciso leer esta difícil escena en sus propios términos, con su propio paisaje, su propia desolación, sus gritos, sus contradicciones, sus logros, sus desgarros. Y esta lectura no puede reducirse a las descascaradas muletillas de una izquierda trasnochada –cuando no canalla–, ni a las cuentas impiadosas sobre la equivalencia de vidas humanas ni a la banalización irresponsable de la Shoá, ni a algún dato ocasional y descontextualizado de la intrincada historia del sionismo, ni a los actos individuales de judíos admirables (en lo posible, premios Nobel), ni a las exhibiciones mediáticas de algún matón de comité, aun cuando sus argumentos se parezcan a los de una judeoilustración que encuentra en el verbo ser el pobre privilegio de un judaísmo que se afirma en el derecho a mostrarse impunemente antijudío.
Pero no es hora de debates teóricos, porque se trata de una circunstancia trágica: la de dos justicias enfrentadas que no deben quedar presas de quienes, a ambos lados de la frontera, quieren reducirla a la opción asesina de matar o morir.
Leer esta escena –evitar esa captura– requiere emprender la increíble aventura de forjar una lengua que permita que nuestras voces persistan cuando las bombas ensordecen. Una lengua que venga a separar la masacre de la reivindicación, del lado que sea. Una lengua que permita negociar, en el seno mismo de la tragedia, la única solución posible, poco mediática, poco épica, poco imperial, poco propicia al alarde yoico, pero humana: dos estados, dos maneras, dos idiomas que tramen una lengua para pactar lo que tantos –pero no todos, seguramente no todos– pretenden in-pactable. Ni vencedora ni vencida –porque la victoria ebria de matanzas sólo lega la peor de las derrotas–, una lengua que no deje a la intemperie a los palestinos en Gaza ni a los israelíes en el Neguev, una lengua que diga no a lo peor, como dijeron miles de personas en Tel Aviv pocas horas antes del ataque por tierra a Gaza, como lo dicen grupos de izquierda judíos y árabes israelíes, como lo dicen soldados, oficiales y reservistas de Tzahal; como lo dice el lema central de la solicitada Objetores de conciencia para Israel –“Nos negamos a asolar a Gaza”– o una segunda solicitada que llama a “Interrumpir el fuego inmediatamente”. Una lengua que, con Majmud Darwish, poeta palestino, no renuncia a la magia de la tierra de un país cuyo sello no he visto en ningún pasaporte pero que también dice, en el hebreo de Iehuda Amijai, que no estamos contentos. Ni ellos ni nosotros.
Pero ¿quién dice ellos? ¿Quién, nosotros?
Be mizraj ha diburim nimtzá midbar, Ba maarav, haiam. Al este de las palabras está el desierto. Al oeste, el mar. Y ahí –espacio del desamparo, pero también del milagro–, ahí, en la comarca de estas palabras, extranjeros somos todos. Y a todos nos cabe la desesperanzada esperanza de apostar a una voz que pacifique. Y si no hay palabra que reúna lo que tan terrible muerte ha separado, quizás haya alguna que nos deje un poco más cercanos, aun si recelosos, aun si con los dientes apretados.
Quizás salga de entre aquellas que alguna vez definió Walter Benjamin –suicidado en 1940, cuando la París ocupada todavía mascullaba “mejor Hitler que León Blum”–. Catástrofe, dice, es haber perdido la oportunidad. Momento crítico, es cuando el statu quo amenaza con preservarse. Y progreso, concluye, es la primera medida revolucionaria que se toma.
Puede que sea hora de que ellos y nosotros –pero ¿quién dice ellos? ¿quién, nosotros?– que tanto sabemos de catástrofes y momentos críticos, podamos aventurar algún progreso. Ojalá. Einshalla. Alevai.
* Psicoanalista, Centro de Estudios de Genocidio (Untref), revista Redes de la Letra.
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