Miércoles, 8 de julio de 2009 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Ernesto Semán
Hubo algo de postGuerra Fría en la jornada de ayer de Barack Obama. El presidente norteamericano estaba en Moscú, cerrando un acuerdo sobre armas nucleares que desanda la escalada de la administración anterior, al mismo tiempo que convocaba a la prensa para aclarar que su país “absolutamente no” le dio a Israel un guiño para atacar a Irán, y pocas horas después reafirmaba el apoyo a la restitución del presidente constitucional de Honduras, Manuel Zelaya, afirmando que su país “no puede ni debe buscar la imposición de un sistema de gobierno en otro país”.
La casualidad quiso que todo esto se produzca la misma semana en la que la Cámara de Diputados elevara al Senado un proyecto de ley que por primera vez obliga a difundir los nombres de aquellos que pasen por la Escuela de las Américas, la base de entrenamiento militar para las fuerzas armadas latinoamericanas, y de donde provienen la mayoría de quienes derrocaron a Zelaya y, por cierto, no pocos de quienes lo apoyaron. Y el mismo día en que Obama confirmó la nominación como subsecretario de Derechos Humanos de Mike Posner, un crítico consistente de la política de intervención norteamericana en la región.
Que Washington sea desde hace días el centro de operaciones para el retorno de Zelaya a Honduras y no el motor de las conspiraciones para derrocarlo marca un cambio de roles inédito. Y ubica a la reacción de Obama, conflictiva e incompleta como es, como la mejor de que se tenga memoria en la relación de su país con América latina. El valor de su estrategia hasta hoy toma su verdadera dimensión cuando se la pone en el contexto de una total indiferencia pública sólo matizada por la presión republicana para apoyar el derrocamiento de Zelaya, inercia de la burocracia estatal en el sentido contrario al de la actual administración, la dificultad para explicar el apoyo a un presidente cuya llegada fue considerada hasta hace poco parte de una amenaza a la seguridad nacional, y la enorme inversión norteamericana durante décadas en la formación y preparación de aquellos que perpetraron el golpe.
La administración de Obama hizo algunos gestos unilaterales que dejarán marcas. Hillary Clinton se reunió públicamente con Zelaya y el gobierno dio muestras inequívocas de apoyo, pero Tom Shannon se reunió en privado con el ex presidente hondureño Ricardo Maduro, que apoya a los golpistas. La aceptación de la mediación del costarricense Oscar Arias fue como poner un reflector en el escaso poder de la Organización de Estados Americanos y de su titular, José Miguel Insulza. Arias hablará tanto con Zelaya como con los golpistas, algo que la OEA había decidido no hacer y que pasado el intento de retorno a Tegucigalpa dejó al organismo sin otra estrategia que la de la presión.
Varios factores influyen en estas ambigüedades. A la inercia “natural” del Departamento de Estado se le suma la falta de un horizonte claro para Obama. Si hasta hace ocho meses cualquier gobierno cercano a Hugo Chávez era considerado por el Departamento de Seguridad Nacional como una amenaza a la seguridad nacional (aun en la peculiaridad del hondureño, cuyo presidente, digamos, puede tener más en común con Alberto Pierri que con Augusto Sandino), ¿por qué apostar a su consolidación? Los intereses de Estados Unidos en el país se vinculan con la expansión de principios del siglo XX, la relación con las elites locales para mantener la actividad económica de las empresas norteamericanas, el fortalecimiento de las fuerzas armadas como baluarte anticomunista en la región y la reciente criminalización de la relación bilateral a partir del rol de las “gangas” en la vida y economía de los hondureños, de Tegucigalpa a Los Angeles. El periodismo y los historiadores progresistas de Estados Unidos han llenado millones de páginas sobre la heroicidad de “pueblos olvidados” como Nicaragua o Guatemala, pero sobran los dedos de la mano para armar una buena bibliografía sobre Honduras. Lo peor de la historia de la relación bilateral no es que es mala, sino que no hay otra.
Obama, entonces, debe medir consecuencias más mediatas de la relación entre su política exterior y su frente interno, ya que cualquier gesto equívoco frente al golpe renovará la presión para reproducir guiños similares en Venezuela, Bolivia o Ecuador. De ahí que los senadores republicanos presionaran para que Hillary Clinton no recibiera a Zelaya, y que un grupo de diputados republicanos recibiera ayer a los líderes golpistas con todos los honores.
Contando con la indiferencia pública, la ambivalencia de los medios (los diarios más moderados como el Washington Post y el New York Times publicaron sobre Honduras algunas de sus notas más insípidas y desinformadas, pero siempre dejando abierta la puerta un apoyo al golpe), y la espera al acecho de la oposición para demostrar que su política descuida los intereses de los Estados Unidos, la inversión de la carga de la prueba está contra Obama. El establishment del Partido Demócrata y del Congreso, a su vez, refleja tanto la tradición expansionista en la región como el enorme giro a la derecha de los últimos treinta años. En la foto de hoy de Honduras, Obama tiene internamente muy poco para ganar y mucho para perder, y eso, más que heroico, puede ser desastroso, ya que la falta de intereses a favor de esta política bien puede ser el argumento para revertirla. Para transformar la no intervención y el multilateralismo en una parte sustantiva de su política regional, Obama deberá mostrar que eso beneficia y no perjudica a los intereses norteamericanos, para lo cual también deberá avanzar en redefinirlos. Una tarea que excede la experiencia de Honduras, y que aún está lejos de terminar.
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