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Petróleo, religiosidad y política

 Por  Horacio González

Nunca es fácil describir la desazón o la pérdida de una expectativa. En estos momentos, el PSUV –el partido de Chávez en Venezuela– se halla sumido en una ardua discusión. ¿Qué pasó con los miles de votos antes chavistas que movieron su aguja hacia los caudales de Capriles? ¿Las razones son una súbita percepción ocurrida en numerosos sectores populares de que Chávez era irremplazable? ¿Maduro no representó acabadamente el “legado”? ¿O, al contrario, lo sobrerrepresentó? ¿Hay motivos económicos que corroyeron silenciosamente la vida doméstica popular como efecto de las devaluaciones, algo que apenas fue mencionado (ciertamente, mucho más por Capriles)? Hoy, pensar respuestas adecuadas para lo que no fue una derrota material, pero sí un severo desacople con la realidad que se esperaba, corresponde a un ejercicio de la imaginación política que recorre –debe recorrer– todos los procesos populares de la región.

Maduro se presenta como Hijo de Chávez, y éste es el “supremo eterno”, esto es, el Padre, que se situó en la publicidad del gobierno como un oráculo que se plasmaba en venerables imágenes de episodios del pasado. Sobre todo del golpe que en el mismo mes de abril de hace varios años habían intentado muchos de los ahora felices poseedores de casi la mitad del padrón electoral venezolano, entre ellos, Capriles. Al regresar Chávez de su prisión en un célebre helicóptero, los locutores de la televisión pública, que por cierto no están desposeídos de entusiastas chispas discursivas, rebautizaron este hecho como “la resurrección del comandante”. No ya el reintegro ni el rescate. Agréguese a esto que Maduro se refirió a aquella antigua gesta como un modo de comportamiento popular (miles y miles de personas actuaron en pos de un objeto, sin ninguna clase de coordinación), posible de definirse en términos de un “misterio popular”. “El pueblo es misterioso”, dijo. Más allá del interés intrínseco que tienen estas frases para una historia de la discursividad litúrgica en los movimientos sociales, se configuraba un triángulo de pensamiento místico basado en las figuras del Padre, del Hijo y del Misterio Popular (o Espíritu Santo), que establecía ciertas diferencias con las religiosidades populares del más diverso tipo, para estacionar la apelación política en una estructura que semejaba inconscientemente al cuerpo de Cristo, donde la sociedad entera se reflejaba.

La televisión pública ayudó a la creación de estas aureolas mítico–políticas ancladas en iconos ya fijados de un estrato de tiempo anterior, de características, en verdad, casi sacras. El efecto reiterativo de ciertos arquetipos icónicos de la televisión ayuda mucho a asimilar el presente complejo a un exorcismo o a un rezo. No es que estas teologías políticas sean desdeñables, pues son la sal y el cimiento palabreril de los movimientos sociales de todas las épocas. Aun más en esta Venezuela cuyo subsuelo cristiano tiene ensambles de todo tipo, tanto evangélicos como credos de remotos sustratos africanos u orientales, reciclados en la era de los medios de comunicación, que aportan sus propios fetichismos. Maduro se movió en esas dimensiones auráticas suponiendo, con razón, que siendo el heredero no podía dejar de superponer estrictamente su palabra a la Palabra, su voz a la Voz. No hacerlo era un riesgo para la enorme añoranza que no cesa respecto de una ausencia crucial, pero el ausente sin embargo está expuesto en la iconografía de sus ciudades como un demiurgo omnipresente. En las múltiples fachadas de las viviendas sociales construidas en todos los rincones de Caracas, sus ojos siguen contemplando la ciudad presente como una mirada paternal, suavizando las palabras de orden con la fantástica imagen postrera de su cuerpo bailando bajo la lluvia. La ausencia del hombre que marca con su nombre a los demás, se rebela frente a la muerte y no quiere saber de su impotencia. Por eso siempre se postula que esa falla, origina frente a lo ineluctable la frase más comprensible de todas. “Chávez está vivo”, “Está en nosotros”, “Somos Chávez”. Sólo quien no supiera emocionarse con estas manifestaciones de la angustia frente a la desaparición de las grandes figuras históricas –aun cuando sea el Estado el que organiza el culto–, podría arriesgarse a críticas insustanciales.

Aquí queremos decir otra cosa. El sincretismo chavista había agregado la noción de socialismo del siglo XXI y otros elementos de la teoría política contemporánea, como democracia participativa y autogestión comunitaria, dándoles muchas veces alcances que remitían no tanto a la crucifixión sino a una bibliografía que al propio Chávez le gustaba exhibir en actos públicos. No sólo mostrar el libro de la Constitución, acto con cierta reminiscencia maoísta, pero para recordar el Popol Vuh de la cultura maya, sino también exhibir en público la gran novela de Uslar Petri, Lanzas coloradas, para ejemplificar con las dificultades de los espíritus más aventurados lanzados al azar de la batalla.

Maduro se vio conminado a ejercer una efectiva mímesis. Algunas inflexiones de su discurso son las de Chávez, y además se compromete por medio de juramentos reiterados ante el jefe muerto, lo que produce un efecto de plegaria y ritual sollozante, que no lo desmerece –estremece verlo–, pero que es necesario revisar en este momento profundamente delicado de la nación venezolana. Escúchense los discursos posteriores al comicio de Capriles y de Maduro. El primero es terminante, amenazador, da la impresión de un teniente primero dando órdenes en alguna escena castrense clase B. En cambio Maduro, que sí visita cuarteles –sobre todo el de la Montaña, que tiene valor de sagrario mayor, pues allí está el cuerpo de Chávez–, y que participa de reuniones de la milicia popular donde escucha las inflexiones de la cultura disciplinaria militar, es un hombre que parece abrumado y frágil. Su responsabilidad será mucho mayor a partir de ahora. Quizá deba cambiar algunas citas (los libros de Coelho que exhibió hasta este momento tal vez reclamen un cambio por otras visiones menos trivializadas del amor individual y colectivo) y, por encima de todo, promover una nueva izquierda social que debe ser nuevamente activada, en materia de concepciones sociales que tengan gran heterogeneidad, aunque con un eje dominante democrático permanentemente autocrítico. Deberá asimismo escapar de los binarismos políticos fáciles y darle un alcance mayor a la consigna más relevante del período chavista: una nación es una gran paideia, un gran aparato pedagógico y de lenguaje. Allí descansan también sus fuerzas productivas materiales.

Uno puede apreciarlo cuando camina por la Caracas profunda un día de elección. En cada centro de votación hay ciudadanos informados, con un cierto toque de sabiduría jacobina, y los que remugan por el “poder chavista”, incluso, se saben definir bien como ciudadanos de derecha, balancean como peritos las posibilidades del golpe, la elección y la conspiración. Un recorrido le exige al visitante tomar el nuevo funicular. Los carros colgantes tienen nombre. Nos toca viajar en uno que dice “Patria socialista”. Desde el aire se ven las viviendas que aun esperan dar su salto a una mejor calidad habitacional, humana y social. Toda ciudad es un gran montículo de inscripciones. Caracas las tiene de todas sus edades históricas y son escrituras de esperanza. El petróleo mismo es pensado políticamente como una forma inmediata de renta social comunitaria. Es necesario afinar estos pensamientos.

Maduro, en su discurso de la noche, cuando los cómputos esperados habían fracasado, insinuó revisar cuestiones, buscar caminos alternativos, pensar con mayores destrezas las coyunturas enormemente difíciles que se verán de ahora en adelante. Deberá salir de su estado de gobierno acosado, aunque portador de una gran herencia, para pensar esa herencia, y pensarse él mismo de un modo que, sin abandonar lo que presupone la dificultad de ser guardador designado y electo del carisma de otro, sepa explorar lo que da la excepcionalidad de la historia, tan importante como la economía del petróleo, pero con un sentido de emancipación. Explorar también lo que da la posesión del Estado, pero para apartar las rutinas más oscuras que todo Estado defiende como si fueran su secreto más precioso; lo que da dirigir un poderoso movimiento social latinoamericano, pero recreando su excepcional mediación de un legado. Ante una derecha que habla desde un reñidero repleto de votos, deberá hallar las necesarias enunciaciones novedosas que exige la ya develada carga democrática de las urnas. El destino de las sociedades bipolarizadas exige una nueva discusión por parte de los que somos la parte de la dicotomía que se proclama más cercana a la felicidad pública, al reparto equitativo del producto social y a una eticidad política subjetivamente emancipada. Tenemos que demostrarlo con renovadas reflexiones sobre las espesuras, el espíritu popular, los grandes legados humanistas y la constante predisposición crítica.

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