EL MUNDO › OPINION

La clave radica en averiguar quién entrenó a los torturadores

Por Robert Fisk *

Ya tenemos nuestro atacante suicida: la cámara fotográfica.
Primero nuestros enemigos crearon el atacante suicida. Ahora tenemos nuestro propio atacante suicida digital: la cámara fotográfica. Fijémonos en la forma en que Lynnie tira de la correa que sujeta al barbado y desnudo iraquí. Observemos más de cerca la correa, el dolor en el rostro del prisionero. Ninguna película sádica podría superar el daño de esta imagen. En 2001 se estrellaron aviones en edificios; hoy, Lynnie estrella en pedazos toda nuestra moralidad con un solo tirón de correa.
El atacante suicida musulmán grita “Allahu Akbar”, Dios es más grande. ¿Y qué hace el cómplice de Lynnie England en este crimen? Vaya, el jardín de su casa está tapizado con una cita del Libro de Oseas que habla de la siembra, la rectitud y la cosecha. ¿Podría alguna vez el Islam haber llegado a un contacto tan íntimo con la sexualidad del Viejo Testamento? ¿Podría el cristianismo neoconservador –Lynnie es también asidua asistente a la iglesia– haber chocado con el Islam de manera tan violenta, tan repulsiva, tan obscena?
¿Y quiénes eran los inocentes en estas imágenes de vileza? ¿Los torturadores y humillantes estadounidenses, o las víctimas iraquíes? El presidente Bush teme la reacción árabe a esas imágenes. ¿Por qué? Desde hace un año los iraquíes han tratado de denunciar ante los periodistas el trato brutal que reciben en manos de sus ocupantes. No necesitan que estas fotos incriminatorias les prueben lo que ellos saben que es verdad. Pero en la historia de Medio Oriente estas imágenes han surtido ya el efecto que tuvieron las más perjudiciales instantáneas de la guerra de Vietnam: el jefe de policía de Saigón que ejecuta a su prisionero vietcong, la chica que corre quemada con napalm, la pila de cadáveres en My Lai.
Los árabes recordaron a Deir Yassin y los cuerpos apilados en el campo de refugiados palestinos de Sabra y Chatila, en 1982. No mucho después de la ocupación de Bagdad por soldados estadounidenses, en abril del año anterior, tuvimos en las manos videocintas que mostraban la brutal flagelación de prisioneros iraquíes por la policía de seguridad de Saddam Hussein. No estoy seguro de qué círculo del infierno soportaban las víctimas los 45 minutos de sadismo que todavía tengo en una cinta. Les dan de latigazos, les rompen palos en la garganta, los arrojan a puntapiés al albañal y se los ve encogerse como perros asustados.
¿Por qué se filmaron estos crímenes de guerra? En un principio pensé que era para entretener a Saddam o a su repulsivo hijo Uday. Pero ahora me doy cuenta de que los videos se tomaron para humillar a los prisioneros. Había que grabar su sufrimiento, sus patéticas imploraciones de piedad, su conducta animal, para agregar la última palada de degradación a su destino. Y ahora veo, también, que las imágenes de los iraquíes que recibieron un trato tan cruel de los estadounidenses se captaron precisamente por la misma razón.
Alguien decidió que las fotos serían la gota final, el punto de quiebre, el momento de capitulación para estos jóvenes. Que simulen sexo oral. Que miren el pene de su mejor amigo. Que una chica admire su intento de erección. Fue de una perversidad digna de Saddam Hussein.
¿Quién enseñó a Lynnie, a su novio y a los otros sádicos estadounidenses de la prisión de Abu Ghraib a hacer esto? En otros tiempos solía yo preguntar quién enseñó a la policía secreta siria e iraquí a hacer tales cosas. La respuesta a la última pregunta es simple: la policía secreta de Alemania Oriental. Pero, ¿y la primera? Bueno, nos han dicho que en Abu Ghraib hubo interrogadores “contratados”. Creo que la general Janis Karpinski, la infortunada comandante de prisión que va a ser echada del ejército a causa de unos interrogatorios sobre los que no tenía control, sabía qué “personas externas” interrogaban a los prisioneros. Jamás se le permitió entrar al cuarto de interrogatorios. Y puedo ver por qué. Ella también, sin duda.
¿Quiénes eran, pues, esos misteriosos “interrogadores”? Si no eran agentes de la CIA o de la FBI, ¿quiénes son? Varios nombres han comenzado a circular –hasta ahora los periodistas dicen no tener prueba concluyente de ninguno– y, según entiendo, varias de esas personas tienen más de un pasaporte. ¿Por qué los llevaron a Abu Ghraib? ¿Quién los llevó? ¿Cuánto les pagan? ¿Quién los entrenó? ¿Quién les dijo que era buena idea poner a una chica apuntando a un árabe a quien se obligaba a masturbarse, o doblegar a un iraquí poniéndole ropa íntima de mujer en la cabeza para humillarlo? No son sólo “enfermos”: estamos hablando de profesionales.
Sí, es parte de una cultura, de una larga tradición que se remonta a las Cruzadas: que el musulmán es sucio, lascivo, anticristiano, indigno de humanidad, lo cual es en buena medida lo que Osama Bin Laden (ahora olvidado por Bush, según veo) cree de nosotros los occidentales. Y nuestra guerra ilegal, inmoral, prostituida, ha producido ahora las imágenes que delatan nuestro racismo. El hombre encapuchado con los cables atados a las manos se ha vuelto un retrato icónico tan memorable como la imagen del segundo avión volando hacia el World Trade Center.
No, claro, nosotros no hemos matado a 3000 iraquíes: hemos matado muchos más. Y lo mismo puede decirse por Afganistán.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Jorge Anaya.

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