Miércoles, 22 de noviembre de 2006 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Robert Fisk *
Desde Beirut
Durante días habíamos estado debatiendo si no era tiempo de otro asesinato político para inflamar las tensiones sectarias, ahora que el gobierno democráticamente elegido del primer ministro Fouad Siniora estaba por caer. Durante días el lenguaje político del Líbano había sido incendiario. Las amenazas y las intimidaciones de los líderes políticos eran cada vez más temibles. Sayed Hassan Nasrallá, el líder chiíta de Hezbolá, había llamado ilegítimo al gabinete de Siniora. “El gobierno de Feltman”, así lo llamaba –Jeffrey Feltman es el embajador de Estados Unidos en el Líbano–, mientras que el líder druso Walid Jumblatt clamaba que Irán quería tomar las riendas.
El asesinato de Pierre Gemayel ayer fue una advertencia. Podría haber sido Jumblatt, que me dijo muchas veces que constantemente espera su propia muerte, o podría haber sido Siniora mismo, el pequeño economista y amigo del también asesinado ex primer ministro Rafik Hariri. Pero no. Gemayel, hijo del ex presidente Amin Gemayel y sobrino del presidente electo asesinado, Bashir Gemayel –el asesinato es una tradición familiar– no era una figura carismática, sino un ministro cristiano maronita soltero y muy trabajador, cuya tarea poco gratificante era llamar a los emigrados libaneses de regreso para reconstruir su país después de los sangrientos bombardeos de Israel.
Las hogueras ardían en las calles del Este cristiano de Beirut anoche y había cientos de jóvenes, algunos armados, en el vecindario de Jdeideh, donde Gemayel fue asesinado. “No quiero venganza”, pedía su padre Amin frente al hospital donde yacía su cuerpo. Pero la violencia crepita en el aire en una ciudad donde cuatro políticos y periodistas antisirios han sido asesinados en veintiún meses. Gemayel, también, era un duro crítico de Siria. Por eso el hijo de Hariri, Saad –líder del movimiento 14 de marzo que controla el Parlamento–, culpa a Damasco por su muerte.
Pero nada pasa por casualidad en el Líbano y los detectives políticos –al revés de los policías que seguramente no encontrarán a los asesinos de Gemayer– tienen que mirar más allá de las fronteras del país
para comprender por qué los fantasmas pronto podrán salir de las tumbas masivas de la guerra civil. ¿Por qué murió Gemayel horas después de que Siria anunciara la restauración de las relaciones diplomáticas con Irak después de un cuarto de siglo? ¿Por qué amenazó Nasralá con manifestaciones callejeras en Beirut para derrocar al gobierno cuando el gabinete de Siniora acababa de aceptar que un tribunal de la ONU juzgara a los asesinos de Hariri? ¿Y por qué el embajador estadounidense en la ONU, John Bolton, llora lágrimas de cocodrilo por la democracia del Líbano –que le importaba tan poco cuando Israel lo invadió este verano– sin mencionar a Siria? Todo esto, por supuesto, ocurre mientras miles de tropas occidentales entran al Líbano para apuntalar a la fuerza de la ONU en el sur del país: tropas de la ONU que supuestamente debieran proteger a Israel (lo que no pueden hacer) y desarmar a Hezbolá (que no quieren hacer) y que ya están recibiendo amenazadas de Al Qaida.
Con razón los europeos, cuyas fuerzas blindadas de la OTAN están ahora atrapadas en el sur del país, están tan temerosos. Con razón el Foreign Office les ha estado diciendo a los británicos que no se acerquen. Con razón Tony Blair –tan desacreditado en Medio Oriente como lo está en Gran Bretaña– ha estado pidiendo que se investigue el asesinato de Gemayel, algo que no conseguirá. Hipocresía no es la palabra para todo esto, aunque la historia reciente brinda todas las claves. Cuando Hezbolá capturó a dos soldados israelíes y asesinó a tres el 12 de julio, Israel bombardeó al Líbano durante 34 días, masacró a más de mil civiles y causó miles de millones de dólares en daños. Culpó al gobierno de Siniora y Bolton y sus compañeros diplomáticos estadounidenses no hicieron nada para ayudar al desafortunado primer ministro. El presidente George Bush quería que Israel destruyera a Hezbolá –en lo que fracasó totalmente– como una advertencia para su último blanco en Medio Oriente, que justamente es el principal partidario de Hezbolá, Irán. La democracia libanesa, bien gracias. Hasta Blair, que tanto se preocupaba por el Líbano, no vio motivo alguno para pedir un cese de fuego inmediato.
En los momentos posteriores a la guerra, ante el fracaso de Israel, Nasralá comenzó a alardear que había ganado una “victoria divina” y que el gobierno de Siniora había fracasado. Hezbolá, por supuesto, es también amigo de Siria y nadie se sorprendió cuando el gobierno antisirio cayó bajo el azote del prelado chiíta, cuyos carteles en todo el Líbano sugieren que promueve el culto a su personalidad.
Hace doce días los seis ministros chiítas abandonaron el gabinete, dejando a la mayor secta religiosa en el Líbano sin representación en el gobierno. El lunes pasado, el gobierno de Siniora –Gemayel incluido– aprobó los planes para que un tribunal juzgue a los asesinos de Hariri. La mayoría de los libaneses sospecha que los asesinos cumplían un encargo de los sirios. Sin la presencia de los chiítas, la decisión del gobierno carece de legitimidad. Nasralá reaccionó convocando a protestas callejeras. Si él es una criatura de Siria e Irán –y los libaneses debaten esto mientras Nasralá lo niega–, las protestas representan la mejor manera de golpear al gobierno antisirio que gobierna el Líbano.
* De The Indepedent de Gran Bretaña. Especial para Página/12. Traducción: Celita Doyhambéhère.
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