Viernes, 27 de junio de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Marcelo Sain *
La dirigente popular de los descamisados del campo, Elisa Carrió, expresó que la represión policial protagonizada el 14 de junio pasado por la Gendarmería Nacional sobre los cincuenta chachareros “autoconvocados” por el experimentado y combativo líder piquetero –e intelectual maoísta– Alfredo De Angeli había sido brutal. No está mal como esfuerzo interpretativo hecho por la intelectual orgánica y exegeta de esta revuelta popular de ruralistas evasores y de oligarcas venidos a menos con ínfulas de resurgimiento. No está mal porque siempre ha tenido un marco de referencia analítico fatalista y bíblicamente volcado a la exageración y a la magnificación. Y no está mal porque tiene un marcado sustrato ideológico conservador y antipopular –en su caso, con culpa– que otrora los negritos como yo –peronistas– llamábamos “gorila”.
Sin embargo, los hechos observados en vivo a través de las cámaras televisivas de todos los canales de noticias nacionales –incluso de Todo Noticias perteneciente al partido político Grupo Clarín– no dieron cuenta de ello.
Las disquisiciones jurídicas y jurisdiccionales acerca del marco de actuación de la Gendarmería Nacional aquel legendario día en el sur entrerriano, así como el debate acerca de la flagrancia y de las facultades de actuación administrativa de las instituciones policiales ante hechos de protestas, son estériles. Habría que hacer un poco de fenomenología de los acontecimientos de referencia y, desde allí, tener en cuenta ciertas imágenes que no fueron muy comunes de observar entre mediados de los años ’90 y 2003, cuando el Estado contestaba las expresiones de protestas de los sectores populares mediante la represión indiscriminada y la criminalización de los dirigentes piqueteros del Gran Buenos Aires y del interior el país.
Por entonces no era frecuente ver en vivo –on line– a un jefe policial indicarles –en sucesivas oportunidades– a los dirigentes piqueteros que debían desistir de cortar la ruta y permitir el paso del tránsito vehicular pudiendo desarrollar la protesta –legítima y admisible en un sistema democrático– a la vera del camino. Tampoco era usual que, ante la negativa a desistir de esa actitud, se viera correr por la ruta a los manifestantes para evadir el accionar de los efectivos policiales que, sin palos ni armas de fuego, intentaban correrlos del camino. Menos habitual era observar a enfermeros de Gendarmería tomarles la presión y darles atención de primeros auxilios a los piqueteros que, ante el disgusto ocasionado por el accionar policial, les levantaba la presión arterial. Y, finalmente, era infrecuente que, frente al desafío de los manifestantes, se hiciera uso de la fuerza de manera gradual y apropiada a la orden de desalojar la ruta. Sin tiros y sin palos, sólo cargando a upa –como dijo alguien– a los díscolos dirigentes.
Sospecho que, para la inmensa mayoría de los sectores medios y altos de nuestra sociedad, estos hechos pueden ser descriptos como una “violenta represión”. Y esa interpretación es sociológicamente correcta y esperable porque para estos estratos –así como para sus voceros políticos–, la fuerza estatal represiva sólo es legítima ante los cortes de rutas y calles llevados a cabo por los sectores populares y sus organizaciones sociales, como, por ejemplo, los piqueteros desocupados bonaerenses, neuquinos y salteños que hicieron difícil la vida social de nuestra pequeña burguesía durante casi diez años. Durante todo ese tiempo, estos sectores plebeyos fueron recipiendarios del repudio generalizado de la “opinión pública” y dicho repudio justificó el reclamo de represión como estrategia necesaria para poner orden en nuestra sociedad.
Esta saciedad de orden ni siquiera mermó después del 26 de junio de 2002, cuando una horda de policías asesinos se cobraron la vida de los piqueteros Darío Santillán y Maximiliano Kosteki. Era la época en que gobernaba el ahora estadista Eduardo Duhalde, y en la que el peronismo bonaerense, protagonista de la articulación de una extendida red de clientelismo político y social de corte conservador, venía protagonizando una fuerte puja contra las organizaciones piqueteras representativas de los sectores de desocupados del Gran Buenos Aires. Tampoco retrocedió, luego de que el 6 de abril de 2007, en la provincia de Neuquén, fuera asesinado el profesor de química Carlos Fuentealba en medio de una brutal represión policial sobre la manifestación docente de la que formaba parte.
No hay dudas de que entre vastos sectores medios y altos de nuestra sociedad, el valor de la vida, la integridad física y las propiedades de sus pares “blanquitos” y agringados, como la mayoría de los piqueteros del campo, es alto en comparación con el valor de la vida, la integridad física y las propiedades de los “negritos”. La inmensa mayoría de los medios de comunicación –incluyendo, los que se proclaman “independientes”– son un fiel reflejo de esta impronta clasista y sectaria. E, incluso, dicha concepción es compartida en la intimidad por la mayoría de la dirigencia política y sindical del PJ, que en la actualidad se muestra kirchnerista. Es en este entorno social que se proclama y se procura un Estado policíaco, pero no para todos, como lo hemos visto en aquellos gloriosos días de protestas campestres.
No obstante, a contramarcha de todo este frente patriótico, los gobiernos de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández desarrollaron, ante la protesta social, una explícita política de contención y persuasión, poniendo un coto concreto a la impronta represiva que signó a las gestiones gubernamentales anteriores. Lo importante es que esta orientación oficial ha sido monolíticamente seguida frente al furibundo lockout de las cámaras patronales agropecuarias contra el aumento de tributos a las exportaciones de soja que ha supuesto la realización de más de un millar de cortes de rutas y piquetes a lo largo de todo el país entre los meses de marzo y junio y que provocó el desabastecimiento de productos básicos de consumos más abarcativo de los últimos años en la Argentina.
Hasta marzo de este año, las abiertas críticas de la oposición social y política a la “permisividad gubernamental” a toda forma de protesta social y al “temor oficial” a hacer uso debido de la fuerza para disciplinar los desórdenes que producía el accionar de las organizaciones piqueteras, tanto oficialistas como opositoras, fueron una constante. En ello se había centrado el principal foco de demanda de represión, en medio de un reclamo generalizado de seguridad ante el aumento del delito en nuestra sociedad. Incluso se vinculó con saña y sin miramiento las protestas sociales con la delincuencia. En este contexto, el piqueterismo, como la expresión más dinámica y desarrollada de movilización y acción colectiva de las últimas décadas en la Argentina, fue proyectado como un actor “peligroso y violento” y, por ende, digno de exclusión y de disciplinamiento represivo. En ello jugaron un papel fundamental los medios masivos de prensa, es decir, el mismo periodismo independiente que cuando los gendarmes llevaban haciendo upa a De Angeli se rasgaba las vestiduras denunciando la violenta represión estatal.
En definitiva, en aquellas jornadas plagadas de violencia institucional, ¡qué bien les hubiera venido un muerto a todos estos sectores sociales, políticos y mediáticos! Ello le hubiera permitido sustentar a esta caterva de iluminados, como la señora Carrió, que estamos en medio de una dictadura con ropaje civil.
De todos modos, más allá de ellos, hacer aparecer a la presidenta Cristina Fernández como la titular de un gobierno sustentado en el uso de la fuerza y en la represión contra el movimiento revolucionario de evasores y maoístas posmodernos no es digno de discusión política sino, más bien, de tratamiento terapéutico. Y de urgente resolución.
* Interventor de la Policía de Seguridad Aeroportuaria, investigador y docente de la Universidad Nacional de Quilmes.
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