EL PAíS › OPINION

El alma de los vicepresidentes

 Por José Natanson

Aunque no hay antecedentes, al menos en la historia reciente de América latina, de una decisión como la de Julio Cobos, sí pueden mencionarse varios casos de vices que asumieron el poder luego de la caída de jefes de Estado, en algunas ocasiones tras enfrentarse a ellos: Carlos Mesa, por ejemplo, reemplazó a Gonzalo Sánchez de Lozada en Bolivia luego de que éste tuviera que renunciar forzado por una movilización social que repudiaba la feroz represión de los días previos. Mesa ya había tomado distancia de la violencia desatada por Goñi y aceptó el traspaso de mando con alegría, aunque también él se vio obligado a dejar el cargo tiempo después. En Ecuador, tras la rebelión de la clase media quiteña de abril de 2005, el Congreso decidió desplazar al presidente, Lucio Gutiérrez, con un argumento institucional débil y ante su abierto rechazo. Pese a ellos, Alfredo Palacio aceptó reemplazarlo.

Los cortocircuitos entre el jefe de Estado y su vice han sido la norma más que la excepción en los últimos años de democracia argentina. El apagado Víctor Martínez fue el último vice que no se atrevió a desafiar a su presidente. Eduardo Duhalde se rebeló contra Carlos Menem y se consolidó como su principal rival interno; Carlos Ruckauf también se alejó del riojano, en este caso para convertirse en el candidato a gobernador de Duhalde; Daniel Scioli intentó desmarcarse de Néstor Kirchner en el amanecer de su gestión, aunque luego pasó al alineamiento sin condiciones. Y todos sabemos lo que pasó con Chacho Alvarez.

Esta tendencia tiene una explicación profunda. La figura del vice no figuraba ni en el proyecto constitucional de 1826 ni en los planes de Juan Bautista Alberdi. De hecho, es una copia casi textual de la Constitución norteamericana. En aquel momento, el eje de la discusión política –tanto en Estados Unidos como después, cuando se sancionó la Constitución de 1853, en la Argentina– era el equilibrio entre los estados o provincias. Por eso, además de la función natural de reemplazar al presidente, al vice se le asignó un segundo rol: presidir el Senado, de modo que ninguna provincia tuviera preponderancia sobre las demás en el ejercicio de la titularidad de la Cámara alta. El voto en caso de empate fue un corolario natural de este dispositivo.

Lo que ni los padres fundadores norteamericanos ni la copia en carbónico argentina previeron fue que la figura del vice iría cobrando más importancia. Hasta, digamos, las primeras décadas del siglo XX, cuando el principal problema de la Argentina todavía era la unificación nacional y la política era un juego de poderes territoriales, las fórmulas presidenciales se definían en base a un delicado equilibrio interior-puerto. Lo mismo ocurría antes en Estados Unidos (norte-sur) y en Ecuador (sierra-costa) y Bolivia (altiplano-trópico), entre otros tantos ejemplos.

Con el tiempo, sin embargo, la forma de elegir al vice –y, por lo tanto, su perfil– fue cambiando. En los primeros años de la recuperación de la democracia, en pleno auge de la política de partidos, se buscaba un balance ya no territorial, sino al interior de las fuerzas políticas: por ejemplo, un referente del radicalismo conservador de Córdoba (Víctor Martínez) para secundar al líder de la UCR progresista (Raúl Alfonsín) o un peronista de centro (Italo Luder) con otro más cercano a la izquierda (Deolindo Bittel). Esta es la forma en la que los partidos orgánicos todavía eligen a sus candidatos.

Pero el peso de los partidos ha ido disminuyendo en simultáneo con el auge de la imagen, el creciente peso de los liderazgos de popularidad y el poder omnímodo de los medios. En este contexto, hoy las fórmulas se definen, cada vez más, con el objetivo de potenciar o complementar la imagen del presidente. Retomando los ejemplos del principio, la designación de Mesa, un periodista conocido por sus apariciones televisivas, buscaba acercar a la figura neoliberal de Sánchez de Lozada a los sectores progresistas, mientras que Palacio, un médico de prestigio que había sido ministro de Salud, ocupó su lugar porque su perfil serio y moderado complementaba bien al capitán golpista Gutiérrez. En Argentina, este criterio de balancear imágenes fue utilizado en el caso de Carlos Ruckauf, Chacho Alvarez y Daniel Scioli. Y en el de Cobos: aunque es cierto que Cristina lo eligió como parte de una alianza con un sector del radicalismo, esto no significa que sea el líder indiscutido de aquel sector, como demuestra la dispersión de los radicales K. Más bien, Cobos fue elegido por su condición de no pejotista, su imagen moderada y por sus antecedentes personales de gobernador exitoso.

El problema es el desfasaje entre popularidad y funciones. Mario D. Serrafero, uno de los pocos investigadores que se ha dedicado a estudiar el tema, explica este desajuste en El poder y su sombra. Los vicepresidentes (Editorial de Belgrano): el vice tiene pocas atribuciones institucionales, pero suele ser una figura de peso. Mi tesis, completando el análisis de Serrafero, es que la videopolítica agudiza esta distancia. Si se piensa bien, la campaña electoral marca su momento de mayor protagonismo y la elección, su instante de gloria. Luego su estrella se nubla. Si el presidente se encuentra en el poder, su única función institucional decisiva, su única –en definitiva– arma política, es la que utilizó Cobos ayer. Pero es un arma disminuida, al menos en circunstancias normales: puede desenfundarse sólo en caso de empate y su blanco está cantado a favor del oficialismo. Lo que nadie previó, cuando se redactaron las constituciones, era que mucho tiempo después aparecería un mendocino dispuesto a utilizarla, pero en el sentido contrario.

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