Martes, 26 de agosto de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Silvia Quadrelli *
El gobierno de la ciudad ha generado una nueva polémica al hacerse públicos los contratos firmados con ocho facultades de Medicina privadas para que sus alumnos de grado y posgrado realicen sus prácticas en los pacientes de los hospitales de la ciudad. La comunidad universitaria mostró su preocupación por el desplazamiento que esto podía significar para los estudiantes de la UBA (desplazamiento hace tiempo verificable). Sin embargo, esta legítima preocupación parece dejar fuera de la discusión los aspectos más ofensivos de esa medida.
Educar futuros médicos es una necesidad para cualquier sociedad, pero genera varios dilemas éticos. La práctica de las habilidades clínicas no puede adquirirse sin, en algún momento, realizarlas sobre pacientes reales. Sin embargo, los pacientes sobre los cuales se realizan estas intervenciones con el puro propósito del entrenamiento no reciben ningún beneficio directo de las mismas y pueden inclusive padecer cierto grado de daño. Cualquier persona sabe que los pacientes generalmente prefieren descansar en silencio que contestar por décima vez las mismas preguntas o someterse a nuevas manos inexpertas que buscarán su hígado o su bazo.
¿Por qué entonces esta práctica subsiste y es aceptada? Se supone que el fundamento ético que la hace aceptable es que los pacientes actuales están contribuyendo al bienestar de los pacientes futuros permitiendo el adecuado entrenamiento de los médicos de mañana. En esta circunstancia hay tres aspectos esenciales que el imperativo ético de todas escuelas de medicina del mundo demanda: que se respeten la dignidad de las personas, el principio de beneficencia (que el bien que se produce sea mayor que la molestia que se inflige) y el principio de la justicia distributiva (que el peso de las molestias esté equitativamente repartido al igual que el gozo de los beneficios que se devengan de la práctica).
El respeto de la dignidad de las personas implica en este caso garantizar al paciente la capacidad de decir “no” sin sufrir consecuencias. Un paciente debe dar su consentimiento para ser examinado por alumnos y debe poder sentirse realmente libre de rehusar sin que después sea “penalizado” por ello. Todo paciente es una persona enormemente vulnerable por su propia condición de enfermo. Pero un paciente pobre, con escaso nivel de instrucción y sobre todo con escasa convicción sobre su derecho a utilizar los servicios de salud, es mucho más vulnerable. Las preguntas que genera esta situación en que un agente privado paga por el “uso” de los pacientes son: ¿realmente se está tratando al paciente como una persona en tanto que se lo convierte de alguna forma en mercancía? ¿Cuántas veces se le pregunta al paciente si realmente desea colaborar con los alumnos y con determinados alumnos? Si el paciente sabe que el hospital recibe un beneficio económico por “dejarse usar”: ¿se sentirá realmente libre de decir que no?
Respetar el principio de la beneficencia implica que la sociedad toda recibirá beneficios superiores a las molestias que se ocasionan al paciente. Pero no puede uno dejar de preguntarse: ¿cuántos de los graduados de las universidades privadas servirán en el sector público? El verdadero sentido de que un paciente “preste” su propio cuerpo a estudiantes de una universidad pública es reforzar esa rueda de solidaridad que justifica la educación universitaria gratuita (y que lamentablemente muchas veces la propia universidad olvida): la sociedad paga la formación de los universitarios, pero éstos generan una deuda moral por este apoyo que deberían devolver a futuro en forma de trabajo que alcance a todos los sectores de la sociedad, sobre todo a los más desfavorecidos, que nunca gozarán los beneficios de la educación universitaria. Pero en las universidades privadas: ¿dónde se teje esa trama de solidaridad? Los graduados han pagado por su educación, no sienten deuda moral y quizá legítimamente no aceptarán trabajar en condiciones poco favorables en el sistema público. Pero entonces: ¿por qué los pacientes están moralmente obligados a formar a alguien a quien su propia comunidad nunca disfrutará?
Finalmente el principio de la justicia distributiva trata de evitar que algunos paguen los costos y otros disfruten los beneficios. Asumiendo que la sociedad toda se beneficiará con la formación de nuevos médicos y que en la ciudad de Buenos Aires una gran cantidad de las camas corresponden al sector privado: ¿por qué no hay la misma cantidad de alumnos en los sanatorios privados (especialmente los más costosos) que en los hospitales públicos? ¿Por qué las universidades privadas no establecen contratos con las muchas instituciones privadas en las que seguramente trabajarán a futuro sus graduados? Si la razón por la cual los pacientes deben prestarse a la educación es el bien común: ¿por qué no se les pide también esta contribución a los pacientes internados en las más costosas instituciones privadas?
En cualquier ámbito, público o privado, el paciente que lo acepte debe estar integrado al proceso de educación no como un instrumento del alumno sino como lo que es, un maestro del alumno. Instalar la idea de que los pacientes pobres tienen que aceptar ser “alquilados” para un uso no necesariamente solidario es una idea peligrosa que no sólo vulnera la dignidad de las personas sino el respeto del derecho a la salud.
* Médica, docente del Instituto de Investigaciones Médicas de la UBA.
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