Sábado, 11 de octubre de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Mario Wainfeld
Su último libro, Las cuestiones, me llegó con una esquelita que dice “Mario, fijate, hace 30 años que insisto con la línea nacional y cada vez entiendo menos. Un fuerte abrazo. Nicolás”. El contenido del libro da cuenta de que entendía bastante y que si no terminaba de descularla (por pasar a un vocablo propio de su jerga oral) era por la vastedad del objeto y no por sus límites subjetivos.
Cito la esquelita porque me hizo sonreír, al menos dos veces y porque ese “fijate” aunque manuscrito, remite a su parola oral, tan diferente de lo que asentaba sobre el papel.
Nicolás Casullo era, pues, bilingüe. Disponía de un vocabulario pasmoso cuando escribía y construía un lenguaje denso, lleno de estribaciones, eventualmente barroco, jamás concesivo para lectores desganados o perezosos. Cuando charlaba, emergía lo que siempre fue: un tipo de barrio que, entre muchas otras variables, leyó con provecho una biblioteca y se apañó para construir (solito o en grupo) varios anaqueles nuevos. No tenía por qué abjurar de la ambición temática: Casullo podía meterse con un texto de la escuela de Frankfurt, definirlo de modo no especialmente académico como “una nube de pedos” y luego darle duro al clima de época. En el torrente se entreveraban todos los tópicos de la charla de café, las digresiones. Uno de sus alumnos, Mendieta el Renegau, cifra ese aluvión oral en su blog: “Racing, peronismo, bar, alegría, populismo, política, aprender, compañero, profesor”.
Así que parece que en la cátedra era igualito a sí mismo. No me cupo verlo en ese rol, pero quien desee explorar las voces de quienes sí lo hicieron pueden navegar por otro blog, La Barbarie, en el que su homónima (sin parentesco) María Esperanza Casullo le destina unas líneas impares y dispara comentarios de quienes fueron sus alumnos. Según María Esperanza, Nicolás comenzaba sus cursos así: “Era el año 1900. En un café de Viena jugaban al ajedrez Tristán Tzara y Vladimir Lenin. La vanguardia artística se encontraba con la vanguardia política”. Y la gente se enganchaba, se quedaba después de hora... Y tal.
Las citas previas son, espero, rigurosas: tengo los originales a la vista. Irrumpe en mi la mente otra que no chequearé porque la llevo en mi memoria y porque, en algún sentido, no importa si es textual. Los archivos personales tienen su propia legislación y esa anécdota existió porque la recuerdo así y porque se acomoda al personaje. Evoco a Nicolás contando su vivencia del primero de mayo del ’74, el día de la tarjeta roja de Perón a la JP en la Plaza de Mayo. Hete aquí que, sorprendido por la magnitud de la reacción de Perón, se vio inmerso en una refriega y se comió un palazo en la cabeza. La historia concluía (o más bien se estribaba) cuando Nicolás llegaba a un punto de reunión (acaso el diario Noticias) abombado sin saber si estaba así por la dimensión de los hechos o por las secuelas del palazo. Las risas venían solas, Nicolás instaba a la carcajada o la sonrisa, entrecerraba los ojitos claros mientras pitaba de lo lindo.
Porque el hombre también puso la cabeza para los palazos o, si se opta por un lugar común más socorrido, le puso el cuerpo a la historia. Por eso, definirlo con categorías estáticas se queda corto o estrecho. Fue un intelectual, ensayista, novelista, periodista, editor, docente de sociales, militante más vale. Esos rubros, en los tiempos que corren y vuelan, se corresponden mayormente a profesiones de especialistas con pocos vasos comunicantes. Pero (esto estoy tratando de expresar, aparte de despedir a un compañero del alma) Nicolás fue forjado en los ’60 o los ’70, donde su formato era habitual, aunque no tanto la calidad con la que los desempeñó.
Nadie rebaje a reproche lo que vengo de decir. Cada época tiene su lógica, sus respuestas, sus generaciones activas, sus modos de acción o de intervención política. Resaltaré, entonces, sin valorar ni menoscabar a otros, que Casullo revistaba en un conjunto generacional sobreviviente que, por ley de la biología, se va yendo.
Pero sí pido que se me admita la tristeza porque, para quienes anduvimos por ahí, se va un pedazo de nosotros mismos. Y que, en virtud de las mudanzas de los tiempos y de sus surtidas virtudes personales, ese quía era irremplazable.
Así que fijate, Nicolás, cuánto te vamos a extrañar.
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