EL PAíS › UN LIBRO SOBRE LA REPRESION EN EL COLEGIO NACIONAL DE BUENOS AIRES
La otra Juvenilia
Apenas pasaron los 20 años, pero su investigación es rigurosa y su escritura impecable. Santiago Garaño y Werner Pertot, dos ex alumnos del Nacional de Buenos Aires, reconstruyeron la militancia y la represión de las últimas dos dictaduras en su colegio. Aquí se incluye un fragmento del libro y uno de los testimonios en los que varios ex alumnos escribieron sobre un desaparecido.
Por Santiago Garaño y Werner Pertot
El día que lo asesinaron, Eduardo estaba junto con otros dos militantes planificando los actos para la noche siguiente. Carlos Baglietto, el único sobreviviente al secuestro, relató lo sucedido desde la sala de terapia intensiva:
Eran las doce y media de la noche, salíamos de un boliche que se llama El Chiche en Bernal. Estábamos el Roña, el Gringo y yo caminando un par de cuadras. De pronto, cerca nuestro se paró un Fiat 125. Nos encandilaron desde dentro del coche con un reflector potente que iluminó toda la vereda. Bajaron tres tipos que avanzaron hacia nosotros mientras nos apuntaban con Itakas y metralletas. Ahí nomás se identificaron como policías. Eran jóvenes, dos usaban camperas de campaña color verde oliva; el tercero, un sacón de cuero marrón.
Empezaron a palparnos y al final nos pusieron contra una citroneta que estaba ahí estacionada. Ante las preguntas que nos hacían, nos identificamos como de la JP y que veníamos del local de Chile donde funciona el local regional, que nos habíamos parado a morfar algo en ese boliche y que ya nos íbamos.
Uno de los tipos empezó a interrogarnos, preguntó si íbamos a pegar carteles por el 22 de agosto. Después le hicieron abrir el portafolios al Roña, nos obligaron a subir a la citroneta y a ponernos boca abajo. El de sacón de cuero se sentó al volante, mientras los otros dos nos apuntaban con metralletas. Entre ellos se trataban de oficiales. Anduvimos como media hora siempre con la boca contra el piso. Durante el viaje seguían haciéndonos preguntas, primero sobre los domicilios, después preguntaban: “¿A qué peronistas conocen acá en Quilmes?” Yo dije: “Coco Andreoni” y me pegaron. “Ese era CDO.” Luego fueron al grano: “¿Quién es el responsable de Quilmes?” Insistieron un par de veces. “Ramón”, respondí, y ahí me dieron otro golpe. “Nosotros sabemos que se llama Lucho”, gritó uno. “¿Dónde vive Lucho?” “¿Dónde están los fierros”, insistían.
Después nos interrogaron sobre Firmenich y Gullo: “¿Dónde se los puede encontrar?” Al Roña le dan un culatazo en la cabeza. Iban y volvían sobre las mismas preguntas. A uno se le ocurre decir. “¿Qué opinan sobre la CNU?”. Al final uno dice: “Comisario, llevémoslos a la parrilla”.
Cuando la citroneta paró, alcanzamos a escuchar, en medio del silencio total, el ruido que hacen los sapos o las ranas en los charcos. “Estamos en un descampado”, me dijo el Gringo. Nos hacen bajar, después nos hacen poner las manos sobre el capot del 125 que había venido adelante o atrás de la citroneta durante todo el viaje, no sé con precisión. Nos exigen que abramos bien las piernas y vuelven sobre las mismas preguntas.
“Señor, esto no es una comisaría”, dice el Gringo. “Para estos procedimientos nunca los llevamos a una comisaría”, contesta uno de los tipos. Ahí nos sacan los abrigos y los documentos personales y sigue el interrogatorio. “¿Dónde está Firmenich? ¿Y Gullo? Los fierros, ¿dónde están los fierros? ¿Cuál es la casa de Lucho?” Así siempre.
“Suban a la citroneta”, ordenó uno de ellos. Yo subo primero, después sube el Gringo y más tarde al Roña. “Chau, negro, aquí se termina”, dijo el Gringo. Se produjo un silencio que habrá durado cinco segundos más o menos. Sólo se escuchaba el motor en marcha del Fiat 125. Y, de golpe, la primera descarga de Itaka y metralleta que va dirigida al Gringo. Después le dan al Roña y enseguida me toca a mí. “¡Hijos de puta!”, grito cuando siento los balazos, lo único que se escuchaba era el motor del Fiat y el ruido que las armas hacían al cargarse...
El velatorio de Eduardo duró dos horas. El ataúd salió del colegio con sus compañeros atrás despidiéndolo con los puños y los dedos en V en alto. Muchos lo siguieron hasta el cementerio de La Tablada.
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Mientras las Fuerzas Armadas y de seguridad tienen una elevada cuota de héroes y mártires... y cuando casi la totalidad de los padres y alumnos, personal docente se ha volcado, sin retaceos, para restablecer el prestigio del Colegio Nacional de Buenos Aires...
Usted
¿Qué hace?
Acaso en abuso de la libertad de que goza: ¿niega a Dios y a la patria?
¿Emite venales juicios solapadamente? ¿Se ofrece y es testigo de causas contrarias al “ser nacional”?
¿Incita a la formación de “cuerpos” (que ya no tienen protección)? ¿Arrastra a domicilios a jóvenes para lograr su perdición moral, espiritual e intelectual? ¿Incita a que nieguen a los padres, para que no canten el Himno Nacional?
Usted que no supo adoptar decisiones:
¿Adopta el papel de criticón, apartándose de su deber de educador o educando?
Si sus respuestas son afirmativas: ¡Aquí ya no hay más lugar para usted!
Así se dirigía Maniglia en mayo de 1976 a profesores, alumnos y no docentes. Colocó esta “exhortación” en la cartelera del hall de entrada porque consideraba “un deber ineludible la colaboración para extirpar los extremismos, combatir la indiferencia y la apatía hacia los problemas cuya solución preocupaban a nuestro gobierno y a los verdaderos patriotas”.
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Dentro de las aulas los alumnos tampoco podían escapar a este discurso. Un profesor de Química, Roberto Bonelli, repetía en sus clases de Química: “Ahí, en ese lugar estaban sentados Abal Medina y Firmenich” y siempre señalaba para un lado distinto. Y detenía la clase para explicarles a los alumnos lo equivocados que estaban los subversivos. También solía dibujar un círculo en el pizarrón mientras les decía a los estudiantes: “Estos son los 19.456 alumnos de la Universidad” (nunca repetía la misma cifra). Luego dibujaba otro círculo dentro, que representaba a los “2378 alumnos que hacen quilombo”. Según Bonelli, el resto era la mayoría silenciosa. “Yo, a los quilomberos, los mato, los mato, los mato”, les decía mientras tiraba tizas contra el dibujo.
En un aula de primer año había una pintada en el pizarrón que habían intentado borrar sin éxito. El polvo de tiza lograba un contraste que permitía leer: “Perón y Evita, la patria socialista” firmado por Montoneros. Un ex alumno que cursaba en esa aula recuerda: “Los treinta y seis alumnos nos pasamos el año entero observando ese pizarrón y nunca lo comentamos entre nosotros. Era tan fuerte esa presencia y, al mismo tiempo, el intento de negar ese pasado, que mencionarlo era imposible”.
Además de instaurar en el sentido común un discurso sobre el caos que obligó a los militares a tomar el poder, la dictadura sostuvo una perorata persecutoria hacia los jóvenes, especialmente hacia los estudiantes secundarios. El Ministerio de Educación emitió una guía de instrucciones para detectar subversivos en las escuelas medias titulada Conozcamos a nuestros enemigos. Explicaba que “el accionar subversivo se desarrolla tratando de lograr en el estudiantado una personalidad hostil a la sociedad, a las autoridades y a todos los principios e instituciones fundamentales que las apoyan: valores espirituales, religiosos, morales, políticos, Fuerzas Armadas, organización de la vida económica, familia, etc.”. De esta manera, los estudiantes se convertían “en enemigos de la organización social en la que viven en paz y en amigos de los responsables de los disturbios que los fanatizan a favor del triunfo de esta otra ideología ajena al ser nacional”. Se culpaba de infiltrar estas ideas subversivas en la educación a los docentes marxistas y también a los indiferentes que no delataban a sus colegas.