Martes, 17 de febrero de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Silvia Quadrelli y María Eugenia Rovetto *
El 10 de diciembre de 2008, cuando se cumplieron sesenta años de la aprobación de la Declaración Universal de Derechos Humanos, la Asamblea General de la ONU declaró al 2009 como el Año Internacional del Aprendizaje sobre los Derechos Humanos, decisión que provino de la evidencia de que la puesta en práctica de la Declaración tiene serios defectos. Los terribles abusos hacia el respeto de los derechos humanos que han ocurrido desde la adopción de la Declaración han sido protagonizados tanto por Estados totalitarios como por Estados democráticos. Millones de personas han sido asesinadas en las últimas seis décadas por razones políticas, por conflictos étnicos o religiosos o por la más devastadora de las armas de destrucción masiva: la pobreza extrema. La comunidad universitaria tiene una gran responsabilidad en trabajar activamente para hacer del cumplimiento de los derechos humanos una realidad, ya que es función esencial de las universidades “no sólo formar diplomados altamente calificados sino también utilizar su capacidad intelectual y prestigio moral para defender y difundir activamente la paz, la justicia, la libertad, la igualdad y la solidaridad”. La integración de la dimensión ética en la educación superior no se agota en incorporar una formación en cierta “ética aplicada” relativa a la profesión ni en integrar a las currícula una serie de contenidos, sino que se enseña con universidades justas y comprometidas socialmente hacia el interior de la propia institución y hacia la sociedad que la sostiene. ¿Hablan las universidades suficientemente de los derechos humanos? ¿Forma parte de la cultura de éstas el profundo respeto por la persona humana y su dignidad o apenas cumplen con la corrección política de organizar reuniones académicas al respecto?
Los universitarios debemos recordar que, como principio de intervención, los derechos humanos legitiman una actividad que no sólo implica cuidado frente a las violaciones extremas sino búsqueda permanente de condiciones de vida dignas para todos.
Los derechos de primera generación –civiles y políticos– son los más conocidos y está más arraigado el principio de su universalidad e irrenunciabilidad. De esta forma, enunciados como que “todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona” (art. 3) o que “nadie podrá ser arbitrariamente detenido, preso ni desterrado” (art. 9) son en general familiares para los estudiantes y no requieren quizás un énfasis suplementario.
La segunda generación de derechos humanos exige a los Estados la garantía del acceso a la salud, a la vivienda, a la educación y al trabajo. Es menos frecuente que se considere que estos derechos tienen la misma jerarquía y obligan con la misma fuerza a su cumplimiento. Por eso, el énfasis de la educación universitaria debería ponerse en instalar el carácter irrenunciable de estos derechos. Cuando la Declaración enuncia que “toda persona tiene derecho al trabajo y a la protección contra el desempleo” (art. 23) o que “toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios” (art. 25) o que “toda persona tiene derecho a la educación” (art. 26) está describiendo un mandato moral expreso y explícito hacia los Estados y hacia los individuos más aventajados social y económicamente.
Todo miembro de la comunidad universitaria sabe que estos derechos que acabamos de mencionar son continuamente vulnerados aun en Estados democráticos que, se supone, son razonablemente respetuosos de los derechos de primera generación.
Las universidades públicas se sostienen con los esfuerzos fiscales de muchos individuos que nunca disfrutarán directamente de los beneficios provenientes de la formación universitaria. Por eso, es una responsabilidad ineludible de los docentes y estudiantes universitarios ser participantes comprometidos con el mandato moral de la universidad de conocer y difundir el concepto y alcance de los derechos humanos y ser militantes permanentes para exigir y garantizar su respeto.
* Quadrelli es médica del Instituto Lanari (UBA), Rovetto es analista política y especialista en educación superior (UNR).
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