Martes, 17 de febrero de 2009 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por José Natanson
Con el resultado del domingo, Venezuela se convirtió en el único país latinoamericano –a excepción de Cuba– que no contempla límites institucionales para el ejercicio permanente del poder. Este solo dato ya ubica la reforma chavista como la más radical –aunque no la más amplia– de todas las que se concretaron o se están por concretar en la región: la reforma impulsada por el mismo Chávez en 1999, que dio forma a la Constitución bolivariana; la impulsada por Evo Morales en Bolivia, aprobada masivamente hace un par de semanas; la que lleva adelante Rafael Correa en Ecuador; y, si se quiere, el paquete de enmiendas votado por el Congreso chileno, a instancias de Ricardo Lagos, en 2005.
Al igual que la reforma bolivariana de 1999, las sucesivas victorias electorales y el resto de los cambios llevados adelante por Chávez, la enmienda que habilita la reelección indefinida fue procesada y aprobada de manera perfectamente democrática. Hubo, por supuesto, una amplia utilización del dinero del Estado para hacer campaña, una desproporción de recursos entre oficialismo y oposición y un Consejo Nacional Electoral que no hizo lugar a las denuncias sobre estas irregularidades. Todas cosas muy criticables, pero no muy diferentes de las que suceden en muchos países latinoamericanos todos los días (tal vez sobre todo en el país en muchos aspectos más parecido a Venezuela pero que, por la ubicación política de su presidente, suele esquivar este tipo de críticas: Colombia).
La del domingo fue una victoria contundente en elecciones limpias, y al menos este punto debería ser reconocido por los analistas que despotrican contra Chávez, sobre todo los europeos, y especialmente si se considera justamente lo que ocurre al otro lado del Atlántico. Como se sabe, el Tratado Constitucional Europeo fue descartado tras la derrota que sufrió en los plebiscitos en Francia y Holanda. ¿Cuál fue la respuesta de los muy serios y democráticos líderes europeos? Crear un marco institucional de bajo perfil que sea aprobado sólo por los parlamentos nacionales, sin pasar por el riesgoso trámite del referendo. Como señaló sagazmente el sociólogo francés Hervé Do Alto, los políticos e intelectuales europeos que se espantan por el populismo latinoamericano deberían reconocer que los caudillos demagogos que pululan por aquí al menos están dispuestos a someter a la voluntad popular sus proyectos de cambio constitucional.
Pero reconocer la legalidad de la reforma no necesariamente implica estar de acuerdo con ella, y en este sentido llama la atención la confusión de tantos analistas entre medios y fines. En primer lugar (es hasta elemental decirlo), la alternancia es una cualidad democrática cuya importancia no debería minimizarse. La historia enseña que el ejercicio permanente de un cargo público tiende a la concentración de poder en una persona y, por lo tanto, debilita los esquemas de pesos y contrapesos, dificulta la incorporación de nuevos actores al sistema y tiende a anquilosar las estructuras. Sin meternos en la complicada discusión teórica, hay razones histórico-prácticas para oponerse a la reelección indefinida.
En este sentido, el argumento de que la enmienda chavista implica una ampliación de los derechos políticos de la población, que ya no tiene prohibido votar a su presidente hasta la eternidad si así lo deseara, es falaz por donde se lo mire. Con el mismo razonamiento, podría argumentarse que el hecho de que la Constitución le prohíba a una persona ejercer dos cargos al mismo tiempo (por ejemplo, presidente y senador) o que establezca una edad para elegir o ser elegido (mi hijo tiene tres años y estoy seguro de que le encantaría votar, ¿por qué prohibírselo?), o le impide a un brasileño ser presidente de la Argentina o a un danés ser primer ministro de Australia, también implica un límite a “los derechos políticos” de la población.
Tampoco ayuda el paralelo con Europa, tan escuchado en estos días. Es cierto, como argumentan los chavistas, que en algunos países europeos los mandatarios superaron los diez años en el gobierno (Helmut Kohl, 16 años en Alemania; Felipe González, 14 años en España; Margaret Thatcher, 11 años en Gran Bretaña). Sin embargo, esto sucede en el marco de sistemas institucionales completamente diferentes. En regímenes parlamentaristas o semiparlamentaristas como los europeos, las constituciones no imponen límites temporales al ejercicio del poder porque establecen otro tipo de cláusulas de equilibrio: el jefe de Estado es diferente del jefe de gobierno y el Parlamento puede, en cualquier momento, desplazar al primer ministro mediante un voto de censura. Pero además, como bien recordó Santiago O’Donnell el domingo pasado en este diario, allí funcionan controles horizontales y verticales ausentes en América latina. Comparar los maduros sistemas europeos con nuestras jóvenes y titubeantes democracias como si no se tratara de peras y manzanas es un recurso argumental que ayuda poco a entender las cosas.
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