EL PAíS › MIRADAS SOBRE EL LIDERAZGO DE RAúL ALFONSíN

Una imagen con claroscuros

Antorchas para la democracia

Por Gonzalo Arias *

Nadie faltó a la cita. Se despedían los restos del primer presidente democrático de los últimos 25 años. Estuvieron presentes todos los referentes políticos de la Argentina, quienes dejaron de lado las diferencias partidarias para rendir homenaje a un hombre que, por sobre todas las cosas, fue el que abrió las puertas de la era democrática que día a día seguimos construyendo.

Qué mejor reconocimiento se le pudo dar que haber sido despedido por esa multitud que lo acompañó en el Congreso nacional. Esas 72 horas, donde quedó claro que la democracia y las instituciones se han fortalecido durante los últimos años y estuvieron por encima de las diferencias y las rivalidades.

Donde vimos a Julio Cobos, vicepresidente de la Nación, en ejercicio de la presidencia, encabezando los actos conmemorativos cerca del ex presidente Néstor Kirchner que despidió los restos, e incluso, a medios de comunicación solidarios entre ellos en la cobertura periodística de los acontecimientos.

Donde fuimos testigos de la cesión de las imágenes y cortesías profesionales entre los canales de televisión abierta para la realización de la mejor cobertura que permitiera que todos los argentinos podamos sentirnos presentes, acompañando con dolor y respeto al primer presidente democrático luego de la última dictadura militar. En este sentido, vale destacar que durante la transmisión, la televisión pública puso a disposición de todos los canales la cobertura desde el interior del Cementerio de la Recoleta, al tiempo que utilizó imágenes cedidas por TN y América.

Vivimos jornadas de vigor democrático y de respeto entre el oficialismo y la oposición, reflejados en los discursos de la mañana del jueves en el Congreso y de la tarde en Recoleta, que son muy importantes para este momento de la Argentina. El único momento donde se alteró mínimamente este espíritu fue cuando Ricardo Alfonsín tuvo la necesidad de pedir que dejen pasar el féretro de su padre en el cementerio, para dar así comienzo a la ceremonia de inhumación.

Cuando se conmemora a un presidente como Raúl Ricardo Alfonsín, surge la necesidad de volver a hablar sobre la democracia y los argentinos. Cada generación recordó y repasó en los discursos de despedida una parte de la historia: los más grandes, la transición hacia la democracia; los más jóvenes, el entusiasmo de aquellos días, las expectativas de esos tiempos, la euforia por esos grandes y poderosos discursos en espacios públicos, como los que solía pronunciar Alfonsín.

Aquellos escenarios donde le tocó pelear y defender muchas de las reivindicaciones que son las mismas por las que hoy luchamos. Esas que vinieron después de conseguir la democracia: los juicios a los militares, más igualdad social, más educación para todos los argentinos y mayor pluralidad de voces con una Ley de Radiodifusión de la democracia, desafío que hoy volvemos a enfrentar con una nueva oportunidad que nos da la historia.

Lo cierto, y muy destacable, es que hoy podemos contar con generaciones nacidas y criadas en democracia. Y de ahí la enorme responsabilidad que tenemos los adultos de transmitir el valor de ésta a los más jóvenes. La importancia de participar y de poder decir, de hacerse escuchar y de que nos escuchen, la importancia de acercarse a votar, siempre, cada vez que se necesita. Da mucha pena escuchar las cifras de jóvenes que se alejan cada vez que pueden de las urnas.

Ser alfonsinista fue, durante un momento, más que ser radical, socialista, peronista u otra expresión partidaria. Un rótulo que fue la síntesis que muchos no pudieron ni soñaron. En el ’83, Alfonsín empezó a desandar el camino que nos llevó hasta el presente. Ese recorrido que nos permite vernos hoy y sentirnos orgullosos por la presencia de todo el arco político que se hizo presente en el Congreso, a través de las páginas de los diarios o en entrevistas televisivas, que durante estas últimas 72 horas revelaron más detalles de su perfil.

Algunos con sentimiento, respeto, corazón y otros con el oportunismo propio de las coyunturas electorales. Pero no importa, porque lo que hoy hay que rescatar de esta democracia es esa pluralidad de voces que han coincidido en una sola dirección: la del reconocimiento, el respeto, el asombro y la admiración por un hombre que representó y representa a la democracia, que se diferenció por el trabajo, la decencia, la militancia, y, por sobre todas las cosas, por sus sueños. Aquella idea de alcanzar una Argentina que NUNCA MAS pase y sufra por los avatares que pusieron en juego los sueños de todos los argentinos.

Como dijo el mismo Alfonsín en su última aparición pública, en su mensaje a los jóvenes del 1º de octubre de 2008: “Sigan ideas, no sigan hombres. Los hombre pasan, las ideas quedan y se transforman en antorchas que mantienen viva a la política democrática”.

* Sociólogo, docente de las universidades de Buenos Aires y La Plata.


Ambivalencia y fragilidad

Por María Pía López *

Año 1989. Mi primer año porteño. Comenzaba con La Tablada, se crispaba con la hiperinflación y los saqueos, culminaba con la peor sorpresa que deparó el peronismo. Alfonsín era el nombre de un fracaso o de varios. Frente al enjuiciamiento de los hechos cruentos del pasado –voluntad depuesta ante los poderes militares–, frente al mercado y ante políticas corporativas. Intentó más que otros presidentes. Por lo tanto, fracasó más. Se ligó al entusiasmo de un gran conjunto de personas que creían posible sacudirse el horror de los años anteriores de la mano de un político honesto de la provincia. Demócrata, sin dudas, puso al discurso de la república ante la tensión de una necesaria reparación social. Vale recordar eso cuando el republicanismo se presenta cada vez más despojado de toda idea de justicia.

Vi de lejos, desde la provincia y el tembloroso país de la adolescencia, al alfonsinismo. Creía por esos años que el entonces presidente encarnaba todo lo que había de negociación con los poderes (la pantalla de la televisión mostraba aquel discurso en que declaraba un cierto orden hogareño que todos intuíamos provenía de pasar una rejilla para lavar los rastros de sangre que señalaban a los culpables); creía, también, que las políticas eran cuestión de voluntades profundas y valientes y que aquello que alguien no hacía se debía a la debilidad de sus convicciones antes que a la lógica de confrontación entre fuerzas sociales. Creía, desde la airada lisura de esos años, que a ese hombre se lo podía denunciar como traidor a una esperanza común y a una fundación verdadera de la democracia argentina. Nos burlábamos de esa idea de democracia que puso en la escena el alfonsinismo, tan consciente de sus límites como capaz de agitar el espantajo del terror.

En estos días en que el país atraviesa el duelo por su muerte nos llegan –me visitan– otras imágenes de Alfonsín. No las del hombre golpeado y derrotado en 1989, tampoco el que toleró la ignominia de los tanques frente a un grupo de alucinados en un cuartel de ese enero. Sino el de la ira y la ironía. El que podía señalar a un crítico entrado en kilos con la burla certera, el que podía encaramarse a un púlpito que no le estaba destinado, el que recibía los silbidos de los dueños de la tierra en la Exposición Rural, el que respondía imprevistamente al presidente de un país imperial. Imágenes de un hombre que intentó no sólo llevar a juicio los crímenes del pasado sino que debió confrontar con perennes poderes. En cierto modo, son las imágenes que retornan a la actualidad, pero que no deberían hacerlo como confirmación de una historia siempre igual o como recalcamiento de lo mismo (los políticos democráticos batiéndose a duelo con la Sociedad Rural), sino como advertencia respecto de los dilemas de la política.

O de un dilema: el que no se juega tanto en las figuras del hombre honesto, del valiente o del traidor, cuanto en la constitución de fuerzas con las cuales se pueda disputar una batalla. Porque “alfonsinismo” es también el nombre de una interpelación relativa a la sociedad argentina, a la que por momentos se le solicitaba la movilización callejera para apoyar las medidas presidenciales pero para recibir luego, cual baldazo de agua fría, un anuncio inesperado: la transacción con los militares, la economía de guerra. Llamar a las calles para solicitar el retorno pacífico a los hogares. Perón lo hizo, con éxito, durante sus primeros gobiernos. En el último ya la orden de retirada sería desdeñada por muchos. Pero si aquel general podía hacerlo es porque su fuerza no estaba sólo en las masas movilizadas sino también en la nítida alianza entre sus políticas y los derechos de la clase obrera.

Alfonsín ya no tuvo esa alianza, más bien contaba sólo con la simpatía del ciudadano suelto y con la necesidad social de una reparación del daño dictactorial. Nadie más, todavía, pudo constituir un tipo de composición entre fuerzas sociales, actos de gobierno y expresiones políticas como Perón en los cuarenta. De allí que las imágenes que nos arroja la política nos lleguen con un halo de fragilidad. Son hombres y mujeres que, puestos bajo la presión de los poderosos, sólo tienen de su lado el gesto audaz. Las imágenes de Alfonsín que tantos recordamos estos días –el púlpito, el palco, la ironía o el enojo– hablan tanto de su fuerza cuanto de su debilidad. O de su fuerza como hombre decidido a defender un modo de intervenir en la vida pública y de la fragilidad de los políticos cuando surgen desenraizados, cuando sus acciones se despliegan como invocación a un pueblo ausente, cuyos nombres balbucean sin acertar.

* Docente de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).

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