Miércoles, 8 de abril de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Matías Landau *
Asistimos a la difusión de un discurso novedoso basado en una mezcla sui generis de términos de proveniencia heterogénea, como “religiosidad”, “cívico” y “ciudadano”. Quizá su exponente más conocido sea el rabino Sergio Bergman, orador en los actos del “campo” y contra la inseguridad. Sus ideas pueden leerse en su libro Argentina ciudadana, prologado por Jorge Bergoglio. Según el diagnóstico que allí ofrece, el medio para solucionar nuestros problemas sería construir una “religiosidad cívica” o un “espíritu cívico”. Este último es “la energía potencial de un individuo que nace en un país como simple habitante y se hace ciudadano ejerciendo –poniendo en práctica con vocación y devoción espiritual– los ideales y los valores comunes de la sociedad proyectada y soñada por todos”. Según Bergman, el “espíritu cívico” tiene la misma estructura que la “espiritualidad religiosa”, puesto que ambas se traducen en una “existencia moralmente ejemplar”.
Si citamos a Bergman no es porque interese particularmente su persona, sino porque el universo de sentido que construye se corresponde con las transformaciones en el discurso político dominante en los grandes medios de comunicación y en muchas de las figuras políticas de la oposición. En este sentido, aunque se haya convertido en su cara más conocida, Bergman encarna un movimiento que lo excede. Dicho movimiento es el resultado de la maduración de un proceso que lleva más de un cuarto de siglo y que en el último año ha mostrado una faceta hasta entonces inédita.
La dimensión de más largo plazo de este proceso es la transformación de la significación del término “ciudadano”. Según la lógica de Bergman, ciudadano no se “nace” sino que se “hace”. Esta significación no es en absoluto original, puesto que se corresponde con el destino que el neoliberalismo le guardó al término ciudadano. En el mundo de posguerra la ciudadanía era la referencia que permitía demandar al Estado el acceso a los derechos civiles, sociales y políticos que le correspondían a todos los nativos por el sólo hecho de haber nacido en el país. Pero en las últimas décadas esa concepción comenzó a ser criticada por su “pasividad” y a abogarse por una ciudadanía “activa” y “responsable”. El resultado fue la asociación de la ciudadanía a la participación, creando la fórmula de la “participación ciudadana”, que se esfuerza por aclarar que no es ni “política” ni, Dios nos salve, “popular”. Hoy el uso del término “ciudadano” como adjetivo permite convertir, como por arte de magia, todo lo que toca en impoluto y desinteresado, creando la idea de una comunidad sin conflicto en la que sólo existiría el “bien común”.
Lo ocurrido con el término “ciudadano” es una primera fase caracterizada por la sustitución de toda referencia política y social por un discurso eminentemente cívico, cargado de un fuerte contenido moral. A partir del menemismo este discurso dio como resultado la construcción de diversos dispositivos tendientes a controlar la política “desde afuera”. La lógica imperante era que tener una actitud “ciudadana” suponía controlar la política y los políticos, presentados como corruptos e ineficientes por naturaleza. El punto culminante de ese proceso fue el caso del falso ingeniero Blumberg. Pero, en un escenario en el que aún lo “ciudadano” y lo “cívico” debían claramente separarse de lo “político”, su paso de un lado al otro le costó caro.
En el último año, como consecuencia de la lucha por las retenciones, este proceso ha conocido una nueva transformación. El discurso cívico-ciudadano invadió el campo político, transformándolo profundamente. Desde la oposición se fue construyendo un universo de sentido en el que la única distinción que se presenta como válida es la de dos bandos antagónicos, de guardianes de las instituciones contra gobernantes autoritarios, dialoguistas contra violentos. No es de extrañar que el discurso religioso se acoplara al cívico-ciudadano, reforzando la distinción moral entre los “fieles” que profesarían una verdadera “religiosidad cívica” y quienes adherirían a los viejos ritos paganos del “clientelismo”. Este cambio le permitió a la oposición dos cosas: por un lado, legitimar una imagen de la “política buena”, que se interesa por “la gente” (o, el “campo”, que vendría a ser lo mismo); por el otro, evitar cualquier especificación ideológica, puesto que, como diría Carrió, “entre buena gente no hay que agredirse”. Ningún sistema político puede sostenerse sobre esta distinción. Es necesario condenar cualquier tipo de simplificación que haga de la campaña electoral una fábula moralizante.
* Sociólogo, docente de la UBA y la UNL.
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