Martes, 30 de marzo de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Lucas Arrimada *
La marcha de cada 24 de marzo es, por excelencia, un espacio cultural inclusivo con extraordinaria presencia en la sociedad y con gran importancia para la democracia. Fuerte pero pacífico, multipartidario e inclusivo, pluriclasista y diverso, está generado por una práctica social única, sin igual en la experiencia comparada de posdictaduras e imposible de reproducir deliberadamente. En efecto, la marcha se construyó como espacio con una acción social sostenida por más de tres décadas. En ella se encuentran desde las pioneras agrupaciones de derechos humanos, los operadores judiciales de los reclamos de justicia y verdad junto a movimientos sociales más radicalizados, diversas agrupaciones políticas y sindicales. Ese espacio permite varias prácticas superpuestas, nunca contradictorias: la defensa de la democracia, la construcción de la memoria, los reclamos por la expansión y efectividad de derechos relegados, la presencia de movimientos sociales diversos circunstancialmente convergentes en pedidos de justicia social e histórica, todos reclamando por una mejor democracia a través de la acción de ganar las calles y aglutinarse en la Plaza de Mayo, símbolo geopolítico de la historia social argentina.
La marcha es, también, un espacio de debate, de construcción dialógica, entrecruzada, de la memoria y de la democracia. La movilización social, tanto de la sociedad autoconvocada, de actores sociales y de amplios movimientos sociales y políticos, conforma una herramienta, de las más efectivas y duraderas, para construir memoria, defender culturalmente la democracia y fortalecer el compromiso social por los derechos humanos. A la vez que un espacio de debate democrático en donde los relatos se mantienen en circulación y en pugna, ese espacio critica a la democracia a través del ejercicio de una práctica democrática que, en lugar de debilitarla, la refuerza; le exige más y mejor democracia a la democracia existente y así la fortalece como principio. El amplísimo y complejo espectro del movimiento de derechos humanos, con todas sus diferencias internas y externas, legitima la práctica social de la memoria, demuestra un consenso mínimo pero fundamental y aun así puede expresar sus matices y bemoles. A más inclusiva sea como acción cultural, más legítima y más arraigada será su presencia en la opinión pública y generará mayor conciencia colectiva. Justamente, ése puede ser uno de sus desafíos.
Por eso mismo, llama la atención que partidos y sectores emblemáticos de la democracia institucional, más allá de sus diferencias coyunturales, no se hagan presentes con mayor determinación en un evento cultural como la marcha de la memoria. Los reclamos de justicia no son (o nunca deberían ser o parecer) una bandera excluyente sino incluyente. Lo más incluyente posible. Política y legalmente, los derechos humanos son un compromiso constitucional de todos los partidos y de toda la sociedad. Si bien la presencia de ciertos sectores podría generar una fricción, con esperables chispas, al menos cabe pensar que las nuevas generaciones de los viejos y nuevos partidos (como la UCR, el ARI, la Coalición Cívica y el PRO) podrían estar presentes enfrentando esos roces e instalando desde la base un nuevo compromiso dentro de su estructura y presionando a sus líderes partidarios, posiblemente renuentes. Esta ausencia en un acto cultural por la memoria y por los derechos humanos empobrece al sistema político y pone en duda un compromiso que, al menos históricamente, los partidos políticos tuvieron con la construcción política de derechos –políticos o laborales, por ejemplo– a través de la movilización social y el cambio cultural.
Como herramienta social, como forma de construir y proteger derechos, difundir relatos y reclamos, debe ser separada de los usos instrumentales y circunstanciados que en cualquier momento un sector intente darle. Un acto de la magnitud y de la pluralidad de la marcha de los 24 de marzo no puede ser materialmente usado, conducido, para el exclusivo beneficio de nadie. Pueden intentarlo, pueden hacerse presentes pujas por la cámara, se puede ganar un micrófono, pero no la movilización, ni siquiera a las mayorías. La movilización, la gente que voluntariamente gana la calle, sabe, presencia y disiente, observa y piensa sobre lo que vive. Se puede intentar capitalizar este guiño o aquél, pero al acto se concurre con disenso y consenso simultáneamente. Con el disenso democrático (incluso, de los más radicalizados) de un concurrente arquetípico usualmente exigente con el estado de cosas en el país pero con un consenso unánime – demostrado por el acto de presencia– en la práctica de construir memoria, proteger la democracia y los derechos humanos, reclamar justicia e identificar el mal absoluto del terrorismo de Estado, criticar las versiones modernas de banalidad del mal y reforzar los consensos sociales contra las injusticias de ayer y hoy.
Aquellos que confían principalmente en la vía judicial para reclamar justicia y construir memoria colectiva usualmente sobreestiman las capacidades (y en muchos lamentables casos, los compromisos) de los jueces para lidiar con el pasado, la verdad histórica y las violaciones sistemáticas de derechos humanos, pero quizá también subestimen la capacidad de la acción cultural y de la educación popular –tanto formal e informal– a través de las prácticas sociales constitutivas de una nueva conciencia moral sobre el pasado, para generar genuinos aprendizajes y herramientas colectivas para transformar el presente y proyectar el futuro.
* Profesor de Derecho Constitucional (UBA-Conicet).
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