EL PAíS › PANORAMA POLíTICO

Dos historias de amor

 Por Luis Bruschtein

Sobre el matrimonio igualitario se escribió y se dijo de todo y para todos los gustos. A diferencia de otros, el debate no solamente fue parlamentario, sino que también salió a las calles y se metió en las casas. Desbordó el Parlamento y encarnó en los parroquianos de los bares, en las sobremesas de los amigos o en las peluquerías de mujeres y eso sacó a la luz cuestiones ocultas en una zona fantasmática del imaginario que así fue perdiendo carga de miedo y rechazo.

De tanto buscar para nuevos enfoques, apareció la historia del primer casamiento registrado y formal entre personas del mismo sexo, en España, en 1901. Y aunque la ley ya fue aprobada y las aguas del debate están sosegadas, la historia de amor entre estas dos mujeres viene al caso porque terminó en Argentina a pesar de que todavía no estaba la ley. Y qué hermoso hubiera sido para ellas que la ley sí hubiera estado. Será el primer Panorama político con dos historias de amor. La segunda historia, entre hombres.

Según los documentos de la época, Marcela Gracia Ibeas y Elisa Sánchez se conocieron de adolescentes cuando estudiaban en la Escuela Normal de Maestras de La Coruña, Galicia. Y se volvieron a encontrar pocos años después, cuando daban clases en una escuela primaria. Quizá se habían enamorado antes y habían rechazado ese impulso poderoso pero al mismo tiempo turbador y prohibido. Pero en el reencuentro las dos chicas se dejaron llevar por sus corazones y se amaron. Era España en los últimos años del siglo XIX y principios del siglo XX, en una zona de pescadores y marineros, en las rías gallegas. La sola idea de una pareja homosexual, entre mujeres, era inconcebible, inaceptable. Las dos chicas se condenaban a la soledad y al escarnio. Pero en el descubrimiento explosivo de su pasión desesperada, entre la alegría y la locura, Marcela y Elisa subieron la apuesta y decidieron casarse.

Elisa se disfrazó de hombre, ocultó los senos, se cortó el pelo y se vistió con traje y corbata. Es difícil saber hasta dónde engañaron al cura o contaron con su complicidad. Las dos galleguitas fueron de la mano hasta la iglesia parroquial de San Jorge, en La Coruña, y hablaron con el padre Cortiella. Lo convencieron primero de que bautice a Elisa, que pasó a llamarse Mario con todas las de la ley de ese momento, cuando era la iglesia la que funcionaba como registro civil.

Una vez bautizado como Dios manda, Mario pidió casarse con Marcela y el padre Cortiella accedió feliz y las/os unió en matrimonio hasta que la muerte los/as separe, como consta en actas. Pero la felicidad duró muy poco, quizá las chicas se dejaron llevar por el entusiasmo y pasearon del brazo por La Coruña y se expusieron a que las reconocieran. Así fue y las dos mujeres sufrieron el escarnio y las bromas del pueblo que también alcanzaban al padre Cortiella por haberlas casado. Entre tanto alboroto hubo una denuncia, intervino la Justicia y trataron de meterlas en la cárcel. Fue una fuga sin plan, se subieron al primer barco que salía del puerto de La Coruña y, casualmente, su destino era la Argentina. El barco estaba lleno de inmigrantes gallegos que buscaban una nueva vida en Sudamérica, nadie las molestó. Como ellas, dejaban atrás hogares, familia y amigos para afrontar un futuro incierto en la soledad de tierras desconocidas. Sus compañeros de viaje lo hacían llevados por la pobreza, ellas por amor. Las dos enamoradas llegaron al Buenos Aires de 1901 pero ya desde el día en que había sido rebautizada y se casara con Marcela, Elisa fue Mario y nunca más se vistió de mujer. Las dos convivieron como esposos/as, así como las había consagrado el padre Cortiella. Engañado o no, el sacerdote había consumado un matrimonio que duró hasta la muerte de Mario. Algunos años después, Marcela Gracia dejó su viudez y se casó con un hombre.

Ese fue el primer matrimonio gay registrado en la historia, o por lo menos eso es lo que dicen los españoles.

La historia de los dos hombres no es ni siquiera una historia, es una situación, un escenario que ellos mismos construyeron hace unos 800 años en la Alta Edad Media, quizás una de las épocas menos tolerantes a la homosexualidad. Son dos tumbas, dos sepulcros en realidad, que los historiadores encontraron entre las ruinas de una iglesia de padres dominicos, en Estambul.

En los sepulcros, uno junto al otro, descansan dos caballeros de la Cámara Real del rey Ricardo II, el mismo del que habla Shakespeare. Sus nombres están labrados en la piedra: sir William Neville y sir John Clanvowe. Y también está la fecha de sus muertes: octubre de 1391, o sea cuatro o cinco años antes de que se dispararan los sucesos que cuenta Shakespeare, cuando Ricardo II ordena el asesinato de su tío y luego es derrocado por su primo, quien lo encierra en la cárcel y lo deja morir de hambre. Neville y Clanvowe dispusieron descansar uno junto al otro toda la eternidad en una iglesia perdida en el corazón de Turquía, a cientos de kilómetros de Londres. Junto a los nombres y la fecha de sus muertes, están labrados sus escudos. Y lo que sorprendió a los historiadores fue que las insignias son idénticas, como si fueran una familia o, según los usos de la época, como una pareja casada. Gracias a Shakespeare se conoce la historia del rey al que sirvieron, pero de ellos no se sabe nada, solamente están esos sepulcros que expresan el deseo final y poderoso de yacer uno junto al otro, con una insignia que los revele como pareja, aunque sólo fuera posible en una iglesia olvidada de Estambul.

Son dos historias de amor entre homosexuales. No tienen nada que ver con un panorama político. Pero esa forma de amar es digna de respeto y admiración. Seguramente hay otras historias de sufrimiento, pero lo que ponen de manifiesto estas dos es una forma de amar dispuesta a cualquier sacrificio. Por lo tanto son historias de felicidad que cualquier persona, ya sea religiosa o no, seguramente puede entender.

En las dos historias está la Iglesia de por medio en la necesidad tan fuerte de reconocimiento por parte de los protagonistas. Son historias antiguas que tienen una carga grande de desafío y al mismo tiempo una necesidad perentoria de no ser apartado, de ser contenido. Eso justamente fue lo que se votó en el Congreso esta semana. Dar respuesta a esa necesidad amparada en un derecho. Al final se llega a la política.

La ley de matrimonio igualitario ganó por 33 votos a favor contra 27. En la primera votación, cuando se decidió si se discutía o no la ley, el resultado fue de 33 a 30. En la segunda votación se habían retirado Juan Carlos Reutemann, Juan Carlos Romero y Adolfo Rodríguez Saá. Hubo tres ausentes y seis abstenciones, entre ellas la senadora progresista del Frepaso de Río Negro María José Bongiorno. De los 33 votos favorables, el kirchnerismo aportó veinte; la UCR sumó cinco y ocho de los bloques provinciales, María Eugenia Estenssoro y Samuel Cabanchik, los fueguinos María Rosa Díaz y José Martínez, los santafesinos Roxana Latorre y Rubén Giustiniani y los cordobeses Luis Juez y Norma Morandini. La votación fue transversal a los bloques tanto en el Senado como en Diputados. El bloque de los socialistas santafesinos fue el único que no tuvo diferencias internas.

Con respecto a la primera votación, de los 30 votos iniciales para archivar el proyecto de ley y rechazar el matrimonio igualitario, doce fueron radicales, nueve del peronismo federal, siete del kirchnerismo y dos provinciales.

Los senadores y diputados que votaron en contra y la población que se opone o que rechaza y discrimina por cuestión de género y orientación sexual, la mayoría de las veces sin darse cuenta de que está discriminando, no serán convencidos con argumentos racionales o puramente sociológicos. Como dijo Cristina Kirchner, será el tiempo y la vida misma la que hará que muchos de ellos, la mayoría, vayan cambiando de idea. Serán historias como las que se cuentan aquí, antes que un nuevo debate político. Porque no se trata de convencer sino de disolver miedos y prejuicios que suelen ser usados como herramienta de control y superioridad. Muchas veces más de las que les gustaría reconocer a los políticos, la política se hace de esa materia, de miedos y prejuicios, para disiparlos o para alimentarlos.

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Imagen: DPA
 
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