Jueves, 28 de octubre de 2010 | Hoy
EL PAíS › EL KIRCHNER DEL DESPACHO, EL KIRCHNER DE LOS VIAJES, EL KIRCHNER DE LA POLíTICA
Dirigente político full time, Néstor Kirchner tenía una mirada concreta de la realidad, así fuera sobre una pequeña ciudad de la Argentina o el tablero sudamericano. El cuaderno. La negociación permanente. La policía sin armas. La Corte Suprema. Unasur. Y el estilo de jugar siempre al borde.
Por Martín Granovsky
En la Casa Rosada usaba la mesa larga de reuniones, no el escritorio de la punta. Entonces extendía la mano derecha y la ponía perpendicular a la superficie, como si terminara de cortar algo, y bien cerquita del borde. “¿Ves?”, decía, y movía la mano para adelante y para atrás. “A la Argentina se la puede gobernar si uno se pone acá.” Y “acá” era, justamente, al filo.
–Pero en el borde, ¿eh? Si te pasás y te caés del borde, eso no es democracia. O te caíste solo y te quedaste sin la gente. Ahora, si no trabajás en el borde no hacés nada. En este país para que las cosas mejoren un poquito más, y para que vayan mejorando siempre, hay que aplicar la misma energía que poníamos cuando pensábamos que íbamos a hacer la revolución. Y después darle fuerte todos los días.
Néstor Kirchner, que murió ayer a los 60, le dio fuerte todos los días. Le gustaban las cosas concretas. Se ponía orgulloso cuando contaba que había sido intendente. Es verdad que cuando era Presidente andaba con un cuaderno. Un cuaderno piojoso lleno de números y siempre actualizado. Anotaba el índice de reservas o el crecimiento por sectores. Lo completaba con gráficos que leía y hacía leer a los demás. Cuando se le metía un tema en la cabeza lo machacaba ante cualquiera que entrase en ese despacho. Quizás fuera un ejercicio, porque después lo repetía y lo repetía en cuanto acto tuviera a mano. Una máquina de convencer.
No le gustaban las vacaciones ni el tiempo libre. Siempre prefería la política a cualquier otra cosa. Sus amigos más viejos cuentan que un día, cuando era gobernador, hasta le alquilaron una quinta para que descansara. El primer día apareció con unas ojotas impresentables y una malla vieja. El segundo día ya se había aburrido de descansar y estaba entregado a sus hábitos de siempre: el análisis de la relación de fuerzas, la hipótesis sobre cómo reaccionarían los demás ante una jugada, los escenarios del futuro.
–Acá lo que hay que tener es rumbo –decía–. De ahí no te movés. Y el resto lo vas viendo todos los días. Lo corregís.
Para imaginar a Kirchner diciendo estas frases se le puede agregar un “¿eh?” al final. A veces un poco de “che”.
Mientras fue Presidente su costumbre era resolver temas sin dilatarlos. Daba órdenes por teléfono y las terminaba igual: “¿Listo?”. Se reunía con todo el mundo y ese mundo se cruzaba en la sala grande del primer piso que está antes del despacho presidencial. Dirigentes políticos, legisladores, funcionarios, líderes sindicales, intendentes y pingüinos de vieja data se mezclaban en las esperas, a veces durante horas. De paso construían nuevas relaciones personas diversas que hasta ese momento de la vida no se habían imaginado juntas.
A todos les dijo, en algún instante, que no iba a ser candidato en el 2007. Nadie le creyó. Mal hecho: un costado sorprendente de Kirchner es que no mentía. Obviamente no contaba cada idea que le pasara por la cabeza ni secretos. En esos casos callaba. Pero nunca la vendía cambiada.
Cuando Cristina asumió la presidencia y después del paso fugaz por unas oficinas de Puerto Madero, Kirchner se recluyó en Olivos a trabajar en la articulación política. Era un negociador permanente que combinaba conflicto con acuerdo –a veces a tiempo, a veces no, como suele pasar en la vida– y no soportaba perder una cosa: el humor. Un atorrante cálido que siempre quería quedarse con la última palabra en el retruque y la gastada.
En los viajes se distendía un poco. O maduraba decisiones. En el 2004 viajó a China. A un avión gemelo del Tango-01 se le había fisurado un tanque de combustible y el Boeing, por protocolo, prohibió usarlo a todos los aparatos iguales. Entonces el viaje se convirtió en una vuelta al mundo con escalas infinitas y, más todavía, inimaginables. En China se enteró de que habían asesinado al Oso Cisneros, un dirigente social de La Boca al que habían amenazado unos narcos asociados con la policía. En una parada en la base de Guam, de donde salieron los aviones que tiraron la bomba atómica de Hiroshima, caminaba casi en soledad por el aeropuerto.
–No me lo puedo perdonar –decía en voz baja–. Porque nos avisaron. Y no llegamos a cuidarlo.
Unos días después terminó de desmalezar en la Policía Federal lo que quedaba del comisario Jorge Palacios. Y cuando un jefe consideró humillante controlar una manifestación sin armas lo relevó e implantó para siempre una doctrina: el Estado debe contener la protesta social sin represión y, sobre todo, sin matar.
Los viajes no eran un paseo para Kirchner. Tampoco los últimos. Estaba muy comprometido con la Unión Sudamericana de Naciones, la Unasur, y se tomaba cada crisis en serio. Así fue con el intento de golpe en Ecuador contra Rafael Correa. Y cuando Venezuela y Colombia rompieron relaciones se tomó el desafío como propio. Solo con dos colaboradores, Rafael Follonier y Juan Manuel Abal Medina, visitó Caracas, Bogotá y Santa Marta y trabajó 20 horas por día sobre 24 hasta que Hugo Chávez y Juan Manuel Santos se dieron la mano. Su propio compromiso con Unasur fue una construcción práctica. Cuando en el 2004 la nueva instancia sudamericana se reunió en Cusco, Kirchner ni fue. En parte porque estaba Eduardo Duhalde de por medio y en parte porque sentía recelos de Brasil y Lula. Las relaciones cambiaron hasta un nivel de sintonía fina cuando Brasil y la Argentina garantizaron juntos la democracia en Bolivia, condición que además terminó siendo determinante para que Evo Morales pudiese ser candidato y ganar la presidencia.
Kirchner había aprendido a respetar a Santos porque, decía, “es un negociador serio”. Diferenciaba los planos. Sabía que cada país haría su camino. Naturalmente, prefería los procesos políticos de centroizquierda. Pero sostenía que debía darse una buena convivencia regional con todos, inclusive con Santos o Sebastián Piñera. Estos días sus cartas estaban puestas en Dilma Rousseff como continuadora de Lula para la segunda vuelta del domingo.
Calificado muchas veces de setentista, Kirchner sentía nostalgia pero no era un melancólico que había elegido quedarse en 1973. Hablaba de los amigos muertos y, como todo tipo que pasó los 50, añoraba los veintipico. Sin embargo, no sentía que la historia había hecho pausa y que él estaba destinado a apretar play como si nada hubiera ocurrido en el medio. Tenía conciencia de que la Argentina era otro país, Sudamérica otra región y el mundo otro mundo. Expresaba objetivos palpables.
–A pesar de lo que dicen, no quiero un país en estado de locura –repetía en ese viaje de buenos oficios entre Colombia y Venezuela–. La gente tiene que tener un trabajo, un buen trabajo, y el fin de semana tiene que poder hacer su asadito y mirar el fútbol con tranquilidad, sin angustias y sin pensar en nosotros todo el tiempo.
Se murió justo cuando su objetivo inmediato, mañana mismo, era participar de un encuentro de dirigentes agrícolas en Mar del Plata. ¿Una reparación de las heridas del 2008, cuando se rompió una parte de las alianzas sociales por la falta de suficiente diferenciación de sectores en la realidad agraria? Es posible, pero Kirchner jamás lo hubiera dicho. Como cuando pidió terminar con las reelecciones tras la derrota en Misiones, su forma de asumir un fracaso era ir cambiando de política en los hechos.
Preguntaba datos de cada país, mezclaba justicia social con neodesarrollismo, se interesaba por los procesos políticos, era un peronista sin excesos en el ritual, estudiaba algunos temas obsesivamente como había hecho cuando negoció la quita de la deuda, desplegaba su pasión por calar a los otros miembros del club de presidentes, que como enseñaba Simón Lázara es un club chiquito, con un titular por país y unos pocos suplentes que son los ex. Kirchner era ex pero la secretaría general de Unasur lo había puesto en movimiento. En las sobremesas de Bogotá convivían el Kirchner que ya empezaba a familiarizarse con un tablero mayor –el multilateralismo, las relaciones de Sudamérica con Asia– y el Kirchner ocupado en el 2011 y en formar cuadros y candidatos más jóvenes. “Que se larguen”, decía. Después agitaba las dos manos hacia delante como cuando uno empuja y completaba: “Que caminen, ¿cuánto van a esperar?”. En política no era un angelito y se sonreía como un chico con la astucia propia y con la astucia ajena. Peleaba cada centímetro y olfateaba por dónde pasaba el poder, en una intendencia de Jujuy o en las Naciones Unidas.
Nadie puede ser tan arrogante de escribir ya mismo la historia, pero no hay duda de que tendrán un lugar en la vida de Kirchner, antes y después de la presidencia, el corte con el Fondo Monetario Internacional, la visión sudamericana, el no al ALCA sin caer en desafíos infantiles con los Estados Unidos, el impulso a los juicios por los derechos humanos y la renovación de la Corte heredada del menemismo.
Cuando Kirchner salió segundo en la primera vuelta del 2003 frente a Carlos Menem, con solo el 22 por ciento de los votos, salió de gira para traerse dos fotos con vistas al ballottage. Una foto con Lula, que había asumido en enero y ya era popular en la Argentina. Una segunda foto con Ricardo Lagos, que estaba a mitad de su mandato en Chile. Consiguió las dos. Lagos, incluso, lo hizo llorar cuando le mostró dónde estaba el despacho de Salvador Allende. En viaje de Brasilia a Santiago concedió un reportaje a Página/12. Entre otros temas fue consultado por el futuro de la Corte. ¿La soportaría? ¿Iría a cambiarla? ¿Cómo? Las cacerolas del 2001 tenían comidas diferentes, pero el cambio de la Corte era un ingrediente común a todas. Kirchner dijo que actuaría de acuerdo con la Constitución y que se ocuparía del tema. No era fácil. Según la Constitución, la Cámara de Diputados tiene que acusar por mayoría a un miembro de la Corte y la Cámara de Senadores necesita mayoría para condenarlo en el juicio político y obligarlo a renunciar. Sin segunda vuelta para cargos parlamentarios, Kirchner ya sabía que no tendría un bloque propio de diputados y senadores.
Menem, como se sabe, prefirió huir de la segunda vuelta. Kirchner asumió el 25 de mayo. A principios de junio el entonces presidente de la Corte, Julio Nazareno, dijo que renunciaría. Era un modo de evitar el juicio político. El 4, mientras almorzaba con unos amigos, Kirchner vio uno de los desplantes de Nazareno y lo comentó enojado. Se levantó de esa mesa con una decisión: hablaría. A la tarde pidió en público, “con toda humildad pero con coraje y firmeza, que los señores legisladores y el Honorable Congreso de la Nación marquen un hito hacia la nueva Argentina que queremos, reservando a las instituciones de los hombres que no están a la altura de las circunstancias”. Y agregó: “Separar a uno o varios miembros de la Corte Suprema no es tarea que pueda concretar el Poder Ejecutivo. No queremos nada fuera de la ley. Es la puesta en marcha de los mecanismos que permitan cuidar a la Corte Suprema como institución de la nación de alguno o algunos de sus miembros”.
Fue un discurso impactante. A eso de las ocho, el periodista que había escrito aquel reportaje en el avión fue a la Casa Rosada a buscar más datos.
–El Presidente quiere decirle algo –escuchó el periodista con sorpresa, porque hablar con el propio Kirchner no estaba en los planes.
Cuando el secretario abrió la puerta del despacho, el Presidente sonrió de oreja a oreja, feliz:
–¿Y, boludo, me creés ahora? ¿Viste que iba a hacer algo en serio con la Corte?
Creo que nunca me puse tan contento de que me dijeran boludo.
Y pocas veces en mi vida estuve tan triste como ayer. Igual que muchos en este país, me parece.
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