Las escuché y las vi en las pantallas, y me dieron vergüenza ajena. En el foco de las cámaras televisivas encarnaron y potenciaron los peores estereotipos femeninos. Se mostraron manipuladoras, mentirosas, inestables emocionalmente, y hasta un tanto histéricas. Elsa Alvarez, Patricia Bullrich, Graciela Camaño, Elisa Carrió y Cynthia Hotton –es estricto orden alfabético– han dado en los últimos días pasto a las fieras machistas. Que las mujeres se pelean más, que son conventilleras, fueron algunos de los lugares comunes que se escucharon en radios, en boca de conductores y oyentes. Alguna mente afiebrada habrá divagado, es muy probable, sobre la utilidad de la ley de cupo femenino: que si es para tener “esas” diputadas, mejor no tengamos ninguna. El sainete, es cierto, lo protagonizaron. ¿Por qué negarlo? Pero que no se caiga en el error de pensar y afirmar que ellas, las cinco, representan al género femenino. Critiquémoslas, o alabémoslas, pero en su individualidad. Es frecuente que a las mujeres que ocupan la escena pública se las valore –positiva o negativamente– en función de un todo, el género femenino, y a partir de análisis esencialistas de la condición de “la mujer” (como si hubiera un solo modelo, con un ADN para todas). Los varones, en cambio, son representados en su individualidad. “Ellos raras veces se ven reflejados en la acción de otro hombre, que siempre es representado como un logro o una carencia individual, mientras que en el caso de las mujeres, siempre se trata de un logro o una carencia colectiva”, advierte la española Juana Gallego Ayala, profesora de periodismo y autora, entre otros libros, de El sexo de la noticia (2000). Los desaciertos de un político (varón) nunca se interpretan como un desacierto del género masculino. Ellas, Alvarez, Bullrich, Camaño, Carrió y Hotton, las estrellas del culebrón con más rating de la semana, son ellas, cada una en su singularidad. No son “las mujeres” en la política. Que nadie se confunda.