Lunes, 20 de diciembre de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Aliverti
Se va el año en que una muerte descubrió al dolor como de igual intensidad que la efervescencia positiva. Y sin dudas ése es su dato más importante, porque establece un piso de razonamiento que, por encima, deja lugar a desafíos apasionantes sobre el futuro político; pero, por debajo, sólo puede dar lugar a ridiculeces analíticas.
Se va el año en que lo desnudado por una muerte certificó, en primer término, la mentira de que los grandes medios de comunicación son todopoderosos. Nos habíamos desacostumbrado a que esa clase de sentencias posmo pudieran no ser ciertas. Nos habíamos comprado como normal que quedaba espacio para el cuestionamiento a la prensa y discursos hegemónicos, pero ya no para enfrentarlos ni muchísimo menos vencerlos.
Se va el año que antes de esa muerte reveladora había ofrecido pistas, fuertes, muy fuertes, de que tapado por la superficie mediática dominante circulaba un abajo de nuevo tiempo o, al menos, de emociones políticas, ideológicas, que se creían sepultadas al cabo del vendaval de la rata.
Se va el año que ofreció las movidas, callejeras, institucionales e individuales, en defensa de la flamante ley de medios. No importaba tanto su número como el contraste con una oposición que, a nivel de convite público para plegarse a sus provocaciones temáticas, podía darse por satisfecha si llenaba algo más que un dos ambientes.
Se va el año que impresionó a propios y ajenos con la masividad de los festejos por el Bicentenario. Esa contentura popular. Esos signos indesmentibles de que había que reconocerse en y con un otro, que era el otro remitido por los medios al rincón de lo inventado por la propaganda oficial. Esa cosa patriótica. Esa palabra, Patria, que hace ya tanto dábamos por perdida a manos de la derecha. Esos millones de personas alegres, o participativas, o chequeando en el codo a codo cuánto de cierto había en la sociedad transmitida como exclusivamente crispada, violenta, dispuesta a acabar de una vez por todas con el autoritarismo oficialista y la baja calidad de las instituciones.
Se va el año que, a poco de esa sacudida, regaló la movilización de los estudiantes secundarios contra la ignominia edilicia de las escuelas públicas regenteadas pro-Macri. El año en que resucitó ver tantos pibes politizados que debieron enfrentar a esos miserables de la radio y de la televisión, capaces de querer tenerla más larga que adolescentes recuperados de la anomia, a los que les guapeaban que estaban cometiendo delito por tomar los edificios; esos fachos de grasa vestidura republicana, que avalaron el remate de la Argentina para terminar de cocoritas contra pibes. Y bolivianos.
Se va el año en que todo eso acabó por explotar e implotar gracias a una muerte. Y gracias a que quienes la desearon hicieron todo lo posible para que la descarga visceral no importara, en ese momento, en ese día, en esos días de fin de octubre en los que la realidad saltó de abajo de una baldosa, asimilable en ese sentido a otro octubre que los garcas tampoco previeron. Y entonces que el cajón cerrado era porque el muerto no estaba, y entonces que ahora sí Cristina podría ejercer el poder, y entonces que la hora de la moderación había llegado, y entonces que los pibes eran como las juventudes hitlerianas, en medio del muerto fresco. Y entonces más y más gente como respuesta arrolladora, sin que el gorilaje y la tilinguería tuvieran siquiera el pretexto del micro más el choripán y la coca.
Se va el año que ellos quisieron concluir con la misma monserga amarillista y reaccionaria que esa muerte les reveló fracasada. Salvo por aquellas excepciones comunicacionales encandiladas de rencor obediente, que en mayor medida no existirían si la patronal monopólica afectada no les taladrara el cerebro, un luto de menos de dos meses no daba para reiniciar una ofensiva conjunta. Les cayeron como los dioses, en su presunción, el Parque Indoamericano; la intentada reflotación de imágenes 2001/2002; hablar de vacío de poder, y de una Presidenta que ya no tiene a su protector para limpiar el barro. Pero tienen el problema, grave, del piso que dejó la muerte de octubre. Ese piso de tanta gente avivada; de tanto pendejo en ajetreo militante o direccionado a la conciencia política, y de crecida percepción acerca de que lo que hay enfrente volvería a fugar en helicóptero.
Se va el año en que, sin necesidad de borrar una línea de lo antedicho, queda igual la pregunta de si para la Presidenta no es el momento más difícil, y no sólo el más doloroso. La pregunta de si alcanzará con el dichoso viento de cola que tiene la economía, por méritos internos y factores internacionales, para sostener un rumbo que puede ser visto como lo mejor que les pasó a las mayorías desde el recupero democrático; o como lo menos malo que les podía pasar apenas se contempla un segundo a quienes lo combaten. En principio, la respuesta es afirmativa. Pero se vienen las elecciones y las jefaturas mediáticas de la oposición usarán una artillería aun más voluminosa, que debe ser contestada con la menor cantidad de errores posible. Villa Soldati prendió dos alarmas. Por un lado, la visibilización de las enormes deudas sociales que perduran frente a pobreza e indigencia, por mucho que se las haya reducido y por mucho que, en el caso y causas puntuales, haya jugado con prioridad la insolidaridad, ineficiencia y negociados congénitos del gobierno porteño. No hacen falta más exposiciones de la miseria para saber que existe, ni hacían falta más asesinados en una batalla que no es de pobres contra pobres, sino de desamparados perseguidos por punteros y barrabravas que se cuelan por donde la política no da soluciones sólidas. Al gobierno nacional le faltó reacción y después corrigió, pero ya era tarde. Fue por ahí donde filtraron que a Cristina la desbordó la primera crisis sin su marido, y a no dudar de que operarán todo lo que sea necesario para contar que sin su marido no puede.
Se va el año que deja incógnitas ante la carrera entre inflación real y poder adquisitivo; pero que otra vez mostró cierta victoria discursiva del establishment y los medios al fijar que los precios suben por culpa de un repollo, y no por la insaciabilidad de grupos empresarios concentrados que por si poco fuera registran ganancias record.
Se va el año en que virtualmente desapareció del mapa la Mesa de Enlace campestre, que hace apenas un par de temporadas parecía llevarse puesto al Gobierno de la mano con otro esfumado, Julio Cobos, a quien hoy sólo le quedan las guitarreadas de la interna radical.
Se va el año en que el asesinato de Mariano Ferreyra también sirvió para volver a exponer el salvajismo de las patotas sindicales y para que otra vez tarde, tan tarde como un militante asesinado, apareciera sobre la mesa de negociación el drama de los trabajadores tercerizados. Pero también se va el año del inmenso papelón de la CTA, en su pretensión de oponer un modelo auténticamente distinto al del gremialismo burocrático.
Se va el año en que la instauración del matrimonio homosexual puso a la Argentina entre los países que encabezan mejor ese plano de las libertades y los derechos civiles. Un hecho que, además, debe ser medido por la magnitud de la institución eclesiástico-medieval derrotada. Y que figura entre los pocos que destacó a la labor parlamentaria, centrada casi únicamente en los arabescos opositores para trabar las iniciativas oficiales. Así fue desde el comienzo, cuando se intentó voltear el nombramiento de Marcó del Pont en el Banco Central tras el affaire con quien ahora reporta al extinto peronismo federal: Martín Redrado.
Y se va el año de las escuchas del Macrigate. De la perdurable confirmación respecto de que indios asesinados en reclamo por sus tierras no le importan mayormente a nadie. De los ya graciosos vaticinios apocalípticos de Carrió. Y del blanqueo u oscuridad definitivos para el descaro de quienes insisten en llamarse periodistas independientes.
Pero vuelta al comienzo, se va el año en que una muerte significó un nacimiento. O mejor dicho, la transmisión en vivo y en directo, la fotografía, la publicación de tal cosa. Porque el parto ya había ocurrido y la mayoría del periodismo, y de los eternos enemigos populares, no quiso enterarse.
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