Lunes, 20 de diciembre de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Francisco Felipe Yofre *
El 5 de julio de 1976, después de doblegar la resistencia de la robusta empleada que se empeñaba en mantener cerrada la puerta de acceso y luego de sostener una acalorada discusión con el cónsul López Lira, entré al consulado de México. Me acompañaban mi esposa y mis hijos. Otra familia entró con nosotros. Tras ese comienzo tumultuoso, México nos concedió asilo político. Nos instalamos en la residencia diplomática. Nos habituamos a cenar con Juan Manuel Abal Medina, asilado allí, en su habitación que en ocasiones funcionaba como un improvisado comedor. Una noche llegó el ex presidente Héctor Cámpora acompañado de su hijo mayor, Héctor. Me conmovió su personalidad, su forma de conducirse imponía respeto y autoridad. Tenía la virtud de transmitir serenidad, la calidez en el trato acortaba distancia y facilitaba el diálogo. De inmediato surgió entre los dos una corriente de simpatía que nunca se quebraría, incrementándose cuando a fines del ’79 llegó a México, donde yo ya estaba exiliado. Debió internarse para tratarse del cáncer que lo aquejaba. Pudo salir, ya muy enfermo. Se instaló en una suite del hotel Presidente Chapultepec, puesta a su disposición por el presidente mexicano López Portillo. Casi todas las tardecitas, me sabía llegar hasta el piso 42º para escuchar sus relatos sobre las peripecias de su vida política. Todavía recuerdo la amargura que el Tío trasmitía cuando me reveló cómo había influido para que Raúl Lastiri fuera diputado. Lo hizo porque se lo había pedido José López Rega, suegro de Lastiri, en Madrid. Cruel paradoja, pues Lastiri fue una pieza clave de la conspiración que terminó desplazándolo de la presidencia. Cámpora consultó al General sobre el pedido de su secretario privado. Perón se mostró indiferente. Contestó con una frase vaga, como él sabía hacer. “Esas son cosas de Lopecito”, dijo, y cambió de tema. Finalmente Cámpora lo incluyó en la lista como candidato pensando que al hacerlo complacía a Perón. Ese hombre oscuro que necesitó de la ayuda de varios amigos para que le compraran un traje que le permitiera estar presentable el día de la jura se convertiría, antes que transcurrieran dos meses, en presidente provisorio de la República. Luego sería recordado por su interminable colección de corbatas de seda.
Durante los trece meses que Cámpora vivió en México, desplegó una intensa actividad reclamando el fin de la dictadura y el retorno a la democracia. El 27 de septiembre de 1980 me aprestaba a partir en misión a Estados Unidos con el fin de realizar una serie de reuniones con líderes de la OEA, legisladores norteamericanos y entidades vinculadas a los derechos humanos. Fuimos convocados de urgencia por Cámpora, que tenía previsto ese viaje. Fuimos a su suite su sobrino Mario Cámpora –que era quien había armado la agenda y establecido los contactos–, Esteban Righi, Julio Villar, Rodolfo Gil y el autor de estas líneas. El Tío fue directo al asunto. “No me siento bien y no estoy en condiciones de viajar”, nos dijo. Al día siguiente por la mañana fue al instituto oncológico que lo trataba. El diagnóstico médico no dejó ni resquicio para la esperanza. El cáncer se había diseminado, afectando distintos órganos.
No alcanzaría a sobrevivir ni tres meses, falleció el 19 de diciembre de 1980. Durante ese año, pese al castigo de la enfermedad, dio a conocer dos documentos. El primero fue la “Carta Abierta a los Argentinos” (fechada el 25 de mayo de 1980) en donde reafirma su convicción en que se debe construir un orden democrático fundado en la razón y no en el ejercicio de la fuerza. El segundo, un escrito que presentó en Quito el 11 de agosto de 1980 durante la reunión constitutiva de la Asociación Latinoamericana para la Defensa de los Derechos Humanos. Allí escribió: “La democracia no tiene vigencia donde se violan los derechos fundamentales del hombre, así como tampoco puede beberse agua fresca en el infierno”.
Ayer se cumplieron 30 años de la muerte de Cámpora en el exilio. Desde la fundación de nuestro país muchos grandes protagonistas políticos sufrieron el exilio. Casi siempre fue la única forma de salvar la vida. San Martín, Rosas, el general Paz, Sarmiento, López Jordán, Perón, Cámpora, Puiggrós, son sólo algunos de ellos. Si hay un día para recordar a todos los que padecieron el exilio, en especial a aquellos que murieron lejos de su patria y sus seres queridos, es el 19 de diciembre.
* Abogado. Fue consultor de la Unesco, del PNUD, de la Unión Europea y del BID. Es gerente de Empleo y Capacitación Laboral de la Gecal Córdoba, del Ministerio de Trabajo nacional.
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