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Pobres que eligieron trabajar para poder ayudar a otros pobres

Es un fenómeno que crece: personas que reciben el Plan Jefas y Jefes y lo usan para tareas solidarias para otros pobres.

 Por Irina Hauser

”Lo hacemos para sentirnos útiles, para que nos quede algo en esta vida y para ayudar a los demás.” Nancy, de 35 años, es una de muchas personas que se resisten a recibir pasivamente los planes Jefas y Jefes de Hogar. Ella forma parte de un grupo de mujeres de Bernal que consigue y arregla ropa para los vecinos que no tienen, fabrica juguetes de trapo y elabora útiles escolares y adornos con materiales reciclados. Todo lo que hacen lo donan a gente tanto o más pobres que ellas. A veces, cuentan, terminan gastando en esta labor parte de los 150 lecops que reciben. Experiencias similares se multiplican en muchos barrios pobres del Conurbano, a veces organizadas por movimientos sociales y otras no.
Este grupo de más de 40 madres –de 23 a 55 años– eligió realizar actividades solidarias pensando en una forma de cumplir con las contraprestaciones laborales que requieren algunos de los planes sociales para desocupados. Pero querían que su tarea fuera no sólo útil para ellas sino también para otros. Con los meses terminaron sumándose al grupo, algunas vecinas que no cobran ningún subsidio y que participan sólo porque quieren. “Todos los días salimos a buscar materiales entre la basura, sobre todo botellas de plástico, cajas de cartón y envases tipo tetrabrik. De a poco nos acostumbramos a ser botelleras, aunque a veces también recibimos donaciones de algunos negocios”, dice Isabel, de 28 años, voz gruesa y remera celeste ceñida. Algunas de sus especialidades, muestra orgullosa, son las carpetas de cartón para el colegio, las canastas y cajitas con distintas formas que ella misma diseñó.
Trabajan en la casa de Nancy y en un local contiguo que les presta una vecina sobre la calle 199, un camino de tierra donde las viviendas son precarias, con puertas y ventanas improvisadas, algunas sólo cerradas con telas. “Club de Madres”, se lee en una de las entradas que conduce a un pequeño ambiente donde, Eliseo y María Eugenia dan clases de apoyo escolar gratuitas como otra forma de contraprestación. “Ellos tienen estudios y pueden hacerlo”, explica Nancy. A unos metros, por otro ingreso se ve una pared con estantes llenos de ropa prolijamente apilada –pantalones, remeras, pijamas, camisetas, buzos– que las mujeres remiendan a mano y preparan para entregar a barrios vecinos que se inundan con frecuencia y donde la gente suele perder lo poco que tiene una y otra vez. Hace poco les prestaron una máquina de coser, que les alivia el esfuerzo. Ellas cosen sobre una mesa larga donde, cuando consiguen alimentos, también sirven la merienda a los chicos de la zona.
“Un muñequito de trapo –hay con forma de pera y payaso, entre otros– lleva cerca de tres horas de confección”, describe Sandra. Junto con sus compañeras muestra cómo funciona la cadena: una corta el molde, otra hilvana, otra coloca el relleno, otra aplica los detalles y otra hace la costura final. Para poder trabajar todas, las mujeres se dividen en dos turnos, cada uno de cuatro horas como requiere la contraprestación de los planes sociales. Muchas, sin embargo, se llevan materiales a su casa para seguir trabajando. Para el día del niño prepararon 350 muñequitos que repartieron en jardines de infantes y comedores y ya empezaron a armar nuevos juguetes para el mismo festejo de este año. “Cuando llegué acá yo ni siquiera sabía coser un botón. El hecho de poder aprender es lo que me gusta”, celebra Sandra. Cuenta también que no reciben capacitación sino que entre ellas se enseñan mutuamente, llevan ideas y traen otras que les dan amigas o conocidas.
Nancy, de pelo lacio, sonriente casi todo el tiempo, lleva un pantalón ajustado y una remera bordada. Es separada y tiene tres hijos, de 4, 13 y 17 años. “Antes, mi mamá cuidaba a los chicos y yo podía trabajar en una cafetería en Avellaneda. Después que ella murió no pude trabajar más. Mis chicos comen en un comedor comunitario todos los días. Hacer cosas con otras mujeres me hace bien a mí y sé que les hace bien a ellas, al fin y al cabo compartimos casi los mismos problemas”, explica. Dice que está muy cansada. “A veces tengo miedo de no llegar a los 40”, confiesa. Lo que más la abruma, explica, es que el trabajo en el barrio la fue convirtiendo, junto con algunas de sus compañeras, en una suerte de referente. Su casa es un lugar donde todos los días algún chico con hambre golpea la puerta preguntando si habrá merienda, o alguna adolescente que acaba de darse cuenta de que está embarazada, o alguna vecina golpeada. Isabel comparte, dice, “la sensación de estar sobrecargada”. “Me resulta terrible tener que decirles a los chicos que no hay nada para darles, así que a veces termino dándoles leche de mi propia casa, aunque se la esté sacando a mis hijos”, cuenta. “Pero eso es sólo parte de lo que ocurre. Hace poco, por ejemplo, llegó una mujer golpeada por el marido, fuimos a la comisaría y no nos quisieron recibir la denuncia porque decían que problemas familiares no atienden, y así siempre que hay un caso de violencia terminamos dando vuelta por todos lados sin que nadie nos de respuesta. Es desesperante no tener a quién recurrir y no saber cómo desahogarte”, lamenta.
Y así, cada vez que no dan más, sacan monedas de su bolsillo y compran leche, o lo que haga falta, o incluso si no tienen suficientes materiales para seguir sus reciclados ponen plata y compran. Alguna vez organizaron una rifa y, otra, se animaron a vender lo que producen. “Igual –dice Nancy– preferimos donar lo más posible, eso lo que nos deja más conformes y nos hace más felices”.

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El plan hizo nacer emprendimientos de autoempleo.
También grupos como el Club de Madres, que regala sus productos.
 
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