Jueves, 9 de junio de 2011 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Hernán Patiño Mayer *
Se cumplen hoy 55 años del inicio de uno de los episodios más trágicos de nuestra historia contemporánea. Por lo que significó en sí mismo y por el horror potencial que contenía y vaticinaba. El alzamiento cívico-militar de junio de 1956, encabezado por el general Juan José Valle, se planteaba como objetivos el restablecimiento del “imperio de la libertad y la justicia al amparo de la Constitución y las leyes”(1) que habían sido brutalmente atropelladas con el golpe de Estado de septiembre del año anterior. Los rebeldes fijaban como propósito del Movimiento de Recuperación Nacional que ponían en marcha el restablecimiento de “la soberanía popular, esencia de nuestras instituciones democráticas, y arrancar a la Nación del caos y la anarquía a que ha sido llevada por una minoría despótica encaramada y sostenida por el terror y la violencia en el poder”.(2)
El almirante Isaac Rojas, que se encontraba a cargo del gobierno –Aramburu había viajado a Rosario—, estaba al tanto del alzamiento, al punto de haberle solicitado al presidente que antes de partir firmara los decretos por los que se establecían la ley marcial, la pena de muerte y uno en blanco donde figurarían los nombres de los fusilados. En horas de la tarde del 9 de junio, Rojas se reunió con el efe de la Policía Federal y el 2º jefe del Servicio de Informaciones Navales, quienes le ratificaron que la sublevación habría de producirse esa misma noche. Nada se hizo para abortarla. Al contrario, el propio Rojas en sus memorias, publicadas en 1993, dice textualmente: “Inmediatamente advertí que la oportunidad era magnífica para dar un severo escarmiento al peronismo, ahora subversivo”. “Oportunidad magnífica”, descarada frase, para describir la impunidad con que buscaban saciar su insaciable hambre de revancha. Se ajustaron las trampas y se dejó todo listo para iniciar la cacería. El almirante fue a distraerse con su esposa a un palco del Colón. Entre tanto, Aramburu cambiaba el bucólico yate Tecuara por el rastreador Drumont, buque insignia de la flota de río, a fin de acelerar su regreso a Buenos Aires. La carnicería comenzaría pocas horas después y se extendería por cuatro días, durante los cuales fueron asesinados 18 militares y 13 civiles.
Ellos seguramente ni lo sabían, pero por esos mismos días, el 11 de junio, se cumplía el 168 aniversario del nacimiento de otro ilustre fusilado, el coronel Manuel Dorrego, asesinado en los campos de Navarro, el 13 de diciembre de 1828, por orden del golpista Juan de Lavalle. También Lavalle procedió como los fusiladores de 1956, fuera de todo encuadre jurídico, según lo admite uno de los instigadores del crimen cuando le escribe aconsejándole: “Fragüe el acta de un consejo de guerra para disimular el fusilamiento de Dorrego, porque si es necesario envolver la impostura con los pasaportes de la verdad, se embrolla; y si es necesario mentir a la posteridad, se miente y se engaña a los vivos y a los muertos”. Salvador María del Carril, que de él se trataba, ya le había escrito también: “La ley es que una revolución es un juego de azar en el que se gana hasta la vida de los vencidos cuando se cree necesario disponer de ella”. Cuánta semejanza entre la “oportunidad magnífica, para dar un severo escarmiento” y el juego de azar “en el que se gana hasta la vida de los vencidos”. Las víctimas siempre las mismas, aquellos que se atrevían a encabezar las luchas populares para restablecer la libertad y la dignidad de los pueblos. El objetivo también, sembrar el terror para cosechar el poder.
El 12 de junio, poco antes de ser asesinado, le escribió el general Juan José Valle a su compañero de promoción que había ordenado su fusilamiento: “Entre mi suerte y la de ustedes me quedo con la mía. Mi esposa y mi hija, a través de sus lágrimas, verán en mí un idealista sacrificado por la causa del pueblo. Las mujeres de ustedes... verán asomárseles por los ojos sus almas de asesinos... Aunque vivan cien años, sus víctimas les seguirán a cualquier rincón del mundo donde pretendan esconderse. Vivirán ustedes, sus mujeres y sus hijos bajo el terror constante de ser asesinados. Porque ningún derecho, ni natural ni divino, justificará jamás tantas ejecuciones”.
Horas antes de su asesinato, el coronel Dorrego le dijo al enviado de Lavalle que transmitía la orden de fusilamiento y la negativa del general a recibirlo: “Dígale que el gobernador y capitán general de la provincia de Buenos Aires, el encargado de los negocios generales de la república, queda enterado de la orden del señor general. A un desertor al frente del enemigo, a un enemigo, a un bandido, se le da más término y no se lo condena sin permitirle su defensa. ¿Dónde estamos? ¿Quién ha dado esa facultad a un general sublevado? Hágase de mí lo que se quiera, pero cuidado con las consecuencias”.
Cuando la esposa de Valle fue a pedir por su vida a quien había sido su compañero y amigo, recibió por toda respuesta: “El presidente duerme”. Mientras tanto, en la vieja penitenciaría de la calle Las Heras, Valle se despedía de su hija Susana, y luego de rechazar al capellán militar que le habían asignado, recibió para que lo escuchara en confesión a monseñor Devoto. Renunció al Ejército y pidió ser fusilado de civil. Como ocurriera con Dorrego, el escarmiento se había cumplido. Pero las consecuencias en ambos casos estuvieron muy lejos de ser las que sus responsables imaginaron.
(1) y (2) Proclama del Movimiento de Recuperación Nacional. 9 de junio de 1956.
* Ex embajador argentino en Uruguay.
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