Martes, 2 de agosto de 2011 | Hoy
EL PAíS › SE REANUDó EL JUICIO POR EL PLAN SISTEMáTICO DE ROBO DE BEBéS
Miguel D’Agostino declaró como testigo del embarazo en cautiverio de la madre de Alejandro Sandoval, uno de los nietos recuperados. D’Agostino escuchó a Liliana Clelia Fontana decirle al guardia que estaba esperando un hijo.
Por Alejandra Dandan
Los dos hicieron de la sobrevida en el centro de exterminio una herramienta de construcción de la memoria. La Justicia los convocó como testigos del caso de Alejandro Sandoval Fontana, uno de los expedientes de niños nacidos y robados durante la última dictadura. Ambos estuvieron con sus padres en el Atlético. En la audiencia, las defensas de los represores y el Tribunal Oral Federal Nº 6 buscaron saber en determinado momento si uno de ellos pudo ver si las embarazadas tenían mejores alimentos. “Yo vi que las sacaban a caminar y que eran detenidas viejas, pero yo no vi si recibían otro tipo de porción de alimentos: es difícil hacer un relato con ese tipo de precisiones que piden ustedes –dijo Miguel D’Agostino–. Esto que he vivido no hay lenguaje capaz de transferirlo y si bien es la única forma que tienen ustedes para entrar a un campo de concentración, a través de mi memoria, lo que hemos vivido y quienes hemos sobrevivido, no lo podemos transferir, es un gran esfuerzo para que ustedes puedan viajar en el tiempo, yo entiendo las necesidades de las defensas, las querellas y el Tribunal, pero es una muy difícil tarea, doctora: es la tercera oportunidad en la que usted me escucha relatar esto y lo relato de la mejor manera.”
Con esa suerte de diálogo entre Miguel D’Agostino y la presidenta del Tribunal María del Carmen Roqueta, recomenzó en los Tribunales de Retiro –tras la feria judicial– el debate por el plan sistemático de robo de bebes. Miguel D’Agostino y Delia Barrera declararon cada uno a su turno. Alejandro Sandoval Fontana, ese niño hoy recuperado, se sentó en la sala con otros integrantes de HIJOS. Se le llenaron los ojos de lágrimas cuando escuchó a Delia acordarse de su madre. O del momento en el que antes de dejar el centro clandestino saludó a los que hacían trabajo esclavo. Entre ellos estaba Liliana Clelia Fontana, destabicada. Delia sintió en ese abrazo las formas de la panza embarazada.
Miguel terminaba el secundario en un colegio técnico de Segba y militaba en el Partido Revolucionario de los Trabajadores cuando lo secuestraron, la noche del viernes 1 de julio de 1977 en la casa de sus padres en Castelar. Permaneció detenido desaparecido por 91 días. Después de la primera pregunta del fiscal Martín Niklison, contó todo lo que pudo contar sobre su paso por el Atlético hasta que la presidenta del Tribunal lo paró para indagar específicamente por las víctimas de esta causa. En ese mientras tanto, sin embargo, él había hablado. Como si necesitara volver a situarse cerca del pozo antes de detenerse en un lugar, volvió al carácter violento de la detención, a la ausencia de órdenes escritas, al secundario, a cómo preparaba una clase de educación física. A la noche en la que entraron a buscarlo y su padre estaba despierto: “Todavía tengo la imagen de las tres personas en mi dormitorio apuntándome con armas largas y boinas, vestidos de civil”, dijo. Lo levantaron y esposado y golpeado lo llevaron al lugar que durante muchos años identificó como de una dependencia de la Policía Federal pero no supo su nombre. Sabía que no era ni Campo de Mayo ni la Esma los centros de exterminio de los que hablaban los militantes. A poco de llegar, le cambiaron el nombre por “K-35”, una identidad que aprendió a usar a fuerza de torturas.
A la madre de Alejandro la encontró la primera mañana después de las torturas. Lo habían puesto en la Leonera donde escuchó por primera vez la presencia de otras voces. “Tengo un escueto diálogo con una chica mayor que yo, tendría unos veinte años –dijo–, no la veo, no me permito verla, por temor a que me vieran espiando, estaba ya adiestrado, pero ella estaba angustiada y lloraba y me cuenta que los gritos que se escuchaban en ese momento eran los gritos de su esposo, y yo me di cuenta de que era la misma persona que yo había escuchado mientras me torturaban.” Un guardia preguntó si los habían picaneado. Miguel no supo si lo habían hecho con ella, pero supo que ni él ni ella tomaron agua. “Yo ya había aprendido que ahí adentro era K-35, pero se ve que ella no había entrado en razón”, porque cuando le preguntaron sus datos pronunció el nombre que Miguel memorizó. Estaba embarazada. Se dio cuenta porque “cuando el guardia pasa revista, a las 6 u 8 de la mañana, ella dice que está embarazada, cosa que no sirvió para cambiar el trato, recibía el mismo trato que yo”.
En los siguientes días le ofreció comida porque Liliana no veía lo que comía y no quería probar bocado, dijo, hasta que después empezó a pasar hambre. Varias semanas después volvió a verla aunque no supo que era la misma persona hasta muchos años después. Lo habían llevado a uno de los 24 “tubos” del centro, las celdas donde los detenidos esperaban los “traslados”. Ahí conoció a los “destabicados”: un grupo de prisioneros obligados a hacer trabajo esclavo, llevarlos al baño, barrer o repartir ropa después de la ducha. Miguel conoció a varios grupos. Rotaban y cambiaban con cada traslado masivo. En la segunda tanda, vio a Paty, una chica rubia, que por las características años después asoció con aquella Liliana mientras leía el testimonio de su madre en una revista. “Los destabicados eran los únicos que usaban algún tipo de nombre en el campo: ella era Paty y su compañero, Erico. Ellos también estaban detenidos y desaparecidos, pero se los reconocía con el nombre.”
A fines de agosto, Paty seguía adelante con el embarazo. Repartía comida o estaba en el baño. Erico, que era Pedro Sandoval, era un poco mayor, de poco más de treinta años. Una vez, “en septiembre –dijo–, me piden que les corte el pelo a todos los hombres, tenían que estar pelados, bien rapados y Erico me corta la barba. En ese momento, me dijo: ‘Mirá, tengo los grillos, yo soy como vos, no soy represor’. Me muestra mi rostro en una especie de espejo, que era una chapa de acero bien pulida, y me cuenta de que unas heridas que yo tenía estaban cicatrizando”.
Miguel habló en ese momento de algo del afecto de Erico. Y también habló de Alejandro. “Es impresionante, yo tendría que contarlo en un relato más ordenado, pero Alejandro hoy es uno de los niños que está recuperando su identidad de adulto y realmente se parece muchísimo, creo que en este momento debe tener la edad de Erico y es prácticamente su calco”.
Cuando salió, tras un exilio y mientras trabajaba en el Cels, Miguel visitó algunas veces al abuelo de Alejandro. “El viejo Rubén se escapaba en cuanto podía para seguir las pistas en cualquier lado, se iba al Chaco, a Paraguay, a donde le daban un indicio. Yo iba el fin de semana a escuchar esas historias no podía decirles que los habían matado, que el exterminio era algo concreto, pero era difícil transferir eso a los familiares.”
Delia Barrera también habló de Paty, de una ocasión en la que los guardias la sacaron a caminar. Y además habló de las canciones de Erico. “Erico siempre cantaba una zamba tucumana o si no se ponía a cantar ‘Mujer, niña y amiga’: ¡yo les pido en cuanto puedan vean lo que dice esa letra para ver el amor que se tenían los compañeros ahí”.
Miguel estuvo en el Atlético hasta el 30 de septiembre de 1977. Delia, hasta el 4 de noviembre. Cuando se fue, Paty todavía estaba. Los dos permanecen desaparecidos.
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