Viernes, 16 de septiembre de 2011 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Horacio González *
Hay culturas que se desvanecen sin que se desmoronen sus construcciones inmateriales más sólidas, como la lengua, las formas de alimentación, las artes amorosas. Pueden caer catedrales, ejércitos e imperios. Pero no las lenguas. Las lenguas se desdibujan, oscilan, se expanden, se enmascaran o se transmutan. Pero aun las lenguas extinguidas las seguimos hablando indirectamente, sin percibirlo –con una u otra palabra que se escapa por alguna ranura–, en cualquier esquina de la ciudad.
Leyendo las páginas de los grandes historiadores, de un Marc Bloch, de un Pirenne, de un Braudel –y, entre nosotros, de José Luis Romero–, puede percibirse que la gran historia, en su realidad y su relato, no es otra cosa que un suelo social incierto, cuyo crujir es masivamente temido. Se pueden vivir largos ciclos de orden para luego resquebrajarse. No hay secuencias que duren para siempre, pero nunca puede impedirse que esta certeza del sentido común sea desmentida por un esqueleto invisible de incesante perdurabilidad. Es la osamenta abandonada de las lenguas, siempre en tránsito. Nada viaja más que una lengua ni nada habita más en los secretos de una lengua que otra lengua. El latín sigue su viaje en noso-tros, no en remanentes invocaciones científicas o sacerdotales, sino en alguna palabra desprendida inocentemente de nuestro lenguaje, y algún lejano insulto escuchado en nuestras metrópolis pudo ser dicho casi del mismo modo en el siglo I de nuestra era, en alguna callejuela de Roma.
Desde luego, ni éste es un tema solamente para lingüistas ni es obligatorio cuidar permanentemente el lenguaje. El lenguaje se cuida solo o no lo cuida nadie. La lengua es el único cuidado de sí mismo que actúa con desprecio total por su subsistencia, porque siempre sigue. Desde luego, un gobierno absoluto de la “técnica” o de la “economía” sería imposible no sólo porque existe la política –que es el añadido de imaginación que tiene todo acto material o existencial–, sino porque existe el lenguaje. Existe ese vínculo tan fácil de omitir o romper que es el lenguaje corriente (“te saco el saludo”, “corto la comunicación”, “no te hablo más”), pero el vacío que se produce sólo el lenguaje puede explicarlo. Más: el lenguaje existe en ese vacío, adquiere la fuerza del implícito, de lo tácito o, como dice la parla pseudoculta de Buenos Aires, de “lo no dicho”.
Suficientes veces se advirtió que la esfera política es el rango superior de los procesos históricos. Vale la pena recordarlo hoy, en que existen imprescindibles y especiales preocupaciones por fundar una nueva dimensión científicotécnica en el país, retomando tramos anteriores de la memoria pública en esta materia. En ella debe incluirse por pleno derecho a ciertos pionerismos ocurridos bajo el orden conservador (Jorge Newbery), a algún pensamiento militar de la entreguerra (Savio, Mosconi), al peronismo de los orígenes y por supuesto al fracasado desarrollismo de finales de los años ’50.
Todos debemos situarnos, de alguna u otra forma, frente a los actuales proyectos que han enaltecido la idea de ciencia, vinculada con la producción. La tecnología, el principal objeto crítico de las filosofías más avanzadas del siglo XX, parece haberse sacudido la sombra adversa de los filósofos del ser. Pero no por eso ella dejó de tener vigencia. Al contrario, si la Revolución Industrial del siglo XVIII fue finalmente pensada en sus aspectos más positivos por los teóricos del lenguaje del siglo XX, pues se trataba de crear un espacio de emancipación para que las tecnologías desplegaran la verdad profunda de su potencia social, ahora ocurrirá otro tanto. ¿Pero cómo? La revolución comunicacional aún no ha encontrado su lenguaje y su destino emancipatorio todavía está en discusión. Se lo percibe en las reuniones y jornadas dedicadas al debate de las tecnologías de la información, cuyas querellas permanentes equivalen a las discusiones entre realistas o nominalistas del siglo XIII, de los empiristas o racionalistas de la época de la modernidad, o de “trotskistas” o “stalinistas” del siglo que ha transcurrido.
Es que no es suficiente ni satisfactorio el concepto de “sociedad del conocimiento”, estación provisoria por la que atraviesa el debate, porque sólo alude a una designación interna de ciertas prácticas tecnológicas y no al conjunto de las prácticas humanas creativas, para las cuales sigue vigente la dialéctica del conocimiento que surge de la fuerza del desconocimiento. Se trata de ver, ahora, cómo un nuevo momento de la historia humana aloja con consecuencias democráticas, expansivamente justas y de soberanía de la acción colectiva, a una flamante edad de las máquinas que ya no prolongan el cuerpo humano sino que son formas complejas del tiempo y la imaginación. Han traído otras codificaciones de las experiencias y nuevas fuerzas productivas basadas en programas inmateriales de producción. No se debería tratar entonces de un cientificismo, como las izquierdas les achacaron a los proyectos de la Facultad de Ciencias Exactas en los años ‘60, pero que al mismo tiempo las derechas consideraron de izquierda. No se debería tratar tampoco de un neodesarrollismo, como de tanto en tanto se esboza en nuestros debates actuales.
Pero cobra relevancia la hipótesis científico-técnica-productiva, porque presenta un debate de incalculable importancia que está en el corazón de las civilizaciones. ¿Hay continuidad entre medios tecnológicos y democracia social, entre tecnologías de la información y vida emancipada, entre vida colectiva y mundo científico-técnico? La hay, pero sobre la base de disparidades en el flujo, cortes de circulación, desvíos inesperados, atravesamientos críticos y momentos imprescindibles de absoluta gratuidad del conocimiento. La hipótesis autonomista que hoy ronda la imaginación política deberá evitar así que la razón tecnológica sea un mero calco del antiguo desarrollismo, y es lógico sospechar que la globalización es un concepto con obvia carga ideológica, portador de un significado desigual y combinado. Por un lado, invita a un mundo que no deja de ser espinoso aunque ofrezca, acaso, un dadivoso universalismo no compulsivo. Pero también trae nuevas formas de erosión a la singularidad de los ámbitos democráticos nacionales, promoviendo desconocidas servidumbres.
Si la globalización es el pasaje a una reconstrucción democrática de la experiencia humana, entonces deberemos cambiarle de nombre, y ahí se convierte también en un acceso a las tecnologías y simultáneamente en un problema en el interior de los lenguajes públicos. Si es un rutilante sometimiento de las culturas sociales y nacionales a un neohumanismo abstracto que no evita un sinnúmero de coacciones, también la revolución tecnológica –tal como se dijo en el siglo XIX respecto de que el mundo científico sería heredado por el proletariado– deberá ahora ser heredada tanto por los lenguajes sociales que conserven su tejido clásico como por las nuevas filosofías que hablen emancipadamente. Esto es, con conceptos que no sean efectos de dominación de las formidables innovaciones tecnológicas. Pero sí sean su consecuencia en referencia a un uso autoconsciente y colectivo.
Por primera vez, en la Argentina, desde el ciclo que se abre en 1983 se exponen al desnudo aquellos saberes técnicos que antes la política contenía bajo su manto genérico, los que luego se habían independizado deficitariamente con el desarrollismo y que ahora vuelven por lo suyo en una época singularmente regida por el sentimiento de que “la política está al mando”. Y en sociedades regidas por medios de comunicación que han inventado una “lengua franca” emanada de sus propias tecnologías de edición, imagen y difusión, es necesario emancipar el lenguaje para emancipar las tecnologías. Por eso es imprescindible la cultura crítica, que es la de una lengua nacional que sepa gozar y movilizar todos sus planos internos y su siempre azarosa riqueza conceptual. Llamo cultura crítica a todo el pensamiento flotante que vincula el presente con las utopías sociales y con las obras artísticas que poseen excedentes no reductibles a la razón tecno-productiva. Llamo lengua a la práctica simbólica más eminente de relación social, tesoro colectivo compuesto de varias capas simultáneas de significación, base de la cultura material de los pueblos.
Pensando en estos términos, la sugestiva encrucijada de esta hora argentina parecería estar relacionada con una reconstrucción política que sepa modular el léxico de la tecnología autónoma y las voces heredadas de la lengua común conviviente. Son dos esferas diferenciadas pero confluyentes en muy variados espacios: en el debate sobre los medios de comunicación, en las obras de la imaginación política o artística, en la subjetividad que sostiene las innovaciones en la vida cotidiana, en las decisiones sociales de justicia real con efectos masivos y en la noción liberadora del don del trabajo.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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