Lunes, 20 de febrero de 2012 | Hoy
EL PAíS › DOS OPINIONES SOBRE LA CUESTIóN MALVINAS
Por María Pía López *
La Presidenta anunció la presentación de denuncias contra el persistente colonialismo británico sobre las Islas Malvinas. En los mismos días, convocó a un debate serio sobre la minería. No muy lejos estaban las declaraciones justamente airadas respecto del modo en que una empresa de origen español descuida las reservas petrolíferas con el objetivo de girar remesas eludiendo las urgentes inversiones productivas. Hechos discursivos, todos ellos fundamentales y relevantes en su enlace, que se despliegan coexistiendo con otro tipo de hechos: la militarización del Atlántico Sur encarada por Gran Bretaña; la represión de los cortes contra la minería en Catamarca. Es decir, los discursos se dirimen en una escena abonada por sucesos ligados a la violencia. Pruebas de fuego para los gobiernos populares, que deben refundar su legitimidad permanentemente en el ejercicio de una vasta conversación que se hace de conflictos, tensiones, discusiones y acuerdos. Nunca –salvo propicios y escasos momentos– de consensos unánimes. Por eso, las destrezas no deberían dedicarse tanto a la búsqueda de estas efímeras unanimidades –que conocimos en días de fiesta o de combate contra un enemigo exterior– como a la composición democrática de lo heterogéneo.
Fui entusiasta niña frente a la imagen televisiva de un general que gesticulaba entusiasmos patrióticos ante una plaza que aclamaba. También sentí mi fervor. Hasta la cachetada materna que advertía que ese hecho no podía festejarse bajo ninguna perspectiva. Otros vieron allí el resurgir de causas antiimperialistas. Los más, la continuidad de un nacionalismo de bandera y canto colectivo. Cuando León Rozitchner, exiliado en Venezuela discute toda ilusión sobre Malvinas, lo hace reponiendo otra idea de nación: nación de cuerpos (muchos de ellos sufrientes en los campos de concentración; millones padeciendo la exclusión social), de materias expropiadas, de tierras acopiadas. Los militares, agentes de esa destrucción del pueblo argentino –de sus potencias políticas, de sus horizontes emancipatorios, de las riquezas comunes–, no pueden ser agentes de una recuperación soberana. Porque, ¿sobre qué fuerzas reales se asienta la disputa por la soberanía? Ahora la situación es opuesta a aquélla: el Gobierno no está empeñado en una contienda bélica disparatada y asienta su denuncia en los foros internacionales en una reiterada legitimidad democrática. Contra el absurdo ilegítimo del momento anterior, la Argentina actual está en condiciones de reclamar la soberanía sobre ese territorio y ese reclamo se sustenta sobre las instituciones electorales.
La pregunta de León, sin embargo, sigue resonando: cómo se liga la nación a la tierra, ya que una nación no es una mera existencia territorial, sino un cierto conjunto de derechos respecto de los modos de habitar y usar ese territorio. Una nación tampoco es una mera unidad lingüística porque se sabe que esto que llamamos Argentina implica la coincidencia de lenguas diversas y que es en el respeto de ellas –y de los derechos de sus hablantes– que se despliega una idea de nación bien distinta a los modos de la brusca y disciplinaria homogeneización que procuraba el Estado a principios del siglo XX. Tampoco es sólo el fervor colectivo y el reconocimiento mutuo, porque eso siempre es atravesado por variadas formas del desprecio y el conflicto. Nuestra época es menos la de una unidad dada de antemano que la resultante de nuevos acuerdos.
Necesitamos una idea de nación a la altura de esta época política, una idea de nación que no requiera enlaces forzados entre acontecimientos del pasado, porque su existencia es tan potente que se da su propia mitología. En los festejos del Bicentenario algo así se avizoraba, porque se rememoraban un conjunto de hechos, textura de la memoria colectiva, pero encadenados con el recuerdo dolido de las situaciones irredentas. Entre ellas, estaba Malvinas. Pero también los pueblos originarios y la incesante marcha de las Madres bajo la lluvia de la injusticia. Necesitamos una idea de nación no territorial para sostener el reclamo por el territorio de las islas. Pero una idea tal implica afirmar de modos distintos la soberanía sobre el subsuelo y los socavones, sobre las tierras cultivables y las que están en disputa, sobre los hechos coloniales constitutivos de la nación –la sumisión de los pueblos indígenas– y sobre los que el país padece.
Desde una noción material de la nación –insisto, la que involucra los cuerpos y las tierras, las palabras y las riquezas– es tan denunciable la ocupación colonial de las Malvinas como la expropiación mercantil de las reservas petroleras y la desidia con la que algunas empresas tratan la explotación de un territorio al que ven sólo como superficie extractiva. Petroleras y mineras tienen mucho sobre lo que dar cuenta ante una discusión efectivamente soberana, porque soberanía no puede ser algo que se omite ante relativas regalías.
Y esa soberanía –obligación con el presente, con los muertos y sacrificados, y con las generaciones futuras– es de origen popular. No proviene de un pueblo meramente enunciado sino de su abigarrada composición actual. Pueblo de múltiples rostros e intereses contradictorios. Pueblo en los que hay mineros que defienden sus condiciones de trabajo, empleados petroleros con salarios relevantes, pobladores que no quieren ver convertidas sus ciudades en zonas de sacrificio, militantes que actúan en nombre de sus conciencias y creencias. Pueblo cuya enunciación como tal requiere un fenomenal y arduo trabajo de concordancia o por lo menos de explicitación de los debates en curso.
Néstor Perlongher pensó la guerra por Malvinas como la lucha por unos desiertos. Para pensar las islas de otro modo –y no como base abstracta, zona, lugar a tomar, territorio a sumar– hay que partir de una idea de tierra que implique esta soberanía popular. O sea, una tierra de riquezas y habitada. Desplazar la idea de soberanía territorial hacia el problema de la capacidad de un pueblo de ejercer la soberanía nacional: tomar decisiones, someter a la discusión democrática, hacer visibles las heterogeneidades necesarias. Es bien posible hacer esto en Argentina: se hizo en los largos foros de conversación y confrontación que constituyeron el contenido de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual; se hizo, de otro modo, en el reconocimiento de la diferencia que resultó en la ley de matrimonio igualitario; puede llevarse adelante respecto de estos temas que tratan los fundamentos mismos de la nación.
* Socióloga, docente UBA, ensayista.
Por Jorge Battaglino *
La política de defensa nacional ha sido el centro de un renovado y necesario debate público a raíz del aumento de la tensión diplomática con el Reino Unido. Sin dudas, la militarización del Atlántico sur, evidenciada por el innecesario y desproporcionado envío de un destructor de última generación británico, fue uno de los factores que han favorecido el regreso de tal discusión. Las posturas han oscilado entre aquellos que sostienen que la Argentina no debería adoptar decisión alguna en el plano militar, los que consideran que es necesario fortalecer la defensa nacional y los que proponen el mismo camino que la Argentina critica: el de la militarización del conflicto. Una primera digresión: valorizar la defensa nacional no es lo mismo que asumir una postura militarista, que siempre refleja en lo esencial la impotencia de la política, su fracaso. En este sentido, la estrategia de la Argentina respecto de Malvinas debería incorporar la dimensión de la defensa a su política de recuperación pacífica de las islas.
Esta incorporación no es una tarea sencilla. La Argentina, desde 1983, es un caso atípico a nivel mundial por el marcado desinterés que han exhibido sus políticos y su sociedad hacia los temas de defensa. Existen razones de peso que explican esta particular conducta: las masivas violaciones a los derechos humanos cometidas por la última dictadura militar y su fracaso generalizado en los planos económico, político y militar condujeron a un profundo y persistente divorcio entre la sociedad y las fuerzas armadas. Así, la cultura política predominante se ha caracterizado por un generalizado rechazo a todo aquello que pudiera relacionarse con “el mundo militar” y lógicamente la defensa no ha estado exenta de ello. Ciertamente, el escaso interés social por la defensa no ha sido el mejor escenario para que los políticos se interesen por estos temas.
A pesar de este fuerte condicionamiento social, se ha producido un relanzamiento de la agenda de la defensa. Cabe mencionar que el presupuesto militar se ha incrementado de 2 mil millones de dólares en 2003 a 5 mil millones en 2012. Asimismo, se ha reiniciado la producción de documentos oficiales sobre el tema, con el reinicio del Ciclo de Planeamiento de la Defensa. Por otra parte, se está reconstruyendo la industria militar con medidas como la nacionalización de la Fábrica Militar de Aviones y de astilleros, entre otras. Además, se están llevando a cabo distintos programas de modernización de equipamiento y de desarrollo de tecnologías de avanzada en las áreas de radares, satélites, misiles y cohetes.
La política implementada en los últimos años presenta rasgos de lo que podríamos definir como un “modelo progresista de la defensa”. Claro que hablar de progresismo y defensa parece una contradicción en sí mismo, discutir sobre estos temas desde las ciencias sociales puede representar para cualquier académico la posibilidad de recibir, en el mejor de los casos, el mote de militarista (que en algunas situaciones estaría plenamente justificado). Sin embargo, es tiempo de reconciliar a la defensa con el ideario progresista, de dar sentido a las medidas adoptadas y de proponer su consolidación y profundización.
Un modelo progresista de la defensa aspira a: 1) contribuir al fortalecimiento de la democracia; b) promover la reducción de la desigualdad social; c) favorecer la reducción de asimetrías entre los Estados en el sistema internacional; y d) proveer una efectiva defensa nacional basada en una postura defensiva y de proyección de la paz.
En los últimos años la Argentina ha implementado distintas medidas que apuntan en esa dirección. Sin lugar a dudas, la calidad de las relaciones civiles militares es el aspecto decisivo, lo que define con mayor precisión a un modelo de este tipo. Una agenda progresista no podría ser definida como tal sin un sólido y efectivo control civil democrático de las fuerzas armadas, algo que la Argentina ha logrado con creces. Por otra parte, la reconstrucción de la industria de defensa ha permitido reeditar de manera incipiente el vínculo entre desarrollo y bienestar social, gracias a la creación de empleos de alta remuneración y por los eslabonamientos que genera. Asimismo, el apoyo gubernamental al desarrollo de tecnología militar avanzada contribuye a la reducción de asimetrías globales. El aspecto donde persisten aún importantes debilidades es el de la incorporación de capacidades que permitan el efectivo control del espacio terrestre, marítimo y aéreo mediante una postura defensiva y disuasiva que permita proteger nuestros recursos naturales.
La estrategia de recuperación pacífica de las islas Malvinas debe contemplar la incorporación de la dimensión de la defensa. Para ello, son necesarias la consolidación, la profundización y la divulgación del modelo progresista, que no sólo representa el mejor antídoto frente al militarismo, sino que también favorece la reconciliación de la sociedad con la defensa nacional.
* Investigador del Conicet, Universidad Torcuato Di Tella.
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