Lunes, 20 de febrero de 2012 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Aliverti
Hace quince días, tras el simple recorrido por los hechos sobresalientes o magnificados del comienzo de año, esta columna se permitía recordar la obviedad de que todo lo que ocurre en la política argentina –para bien, regular o mal– pasa exclusivamente por lo que hace o deja de hacer el Gobierno. La semana pasada, unas cuantas noticias volvieron a acumularse para corroborarlo. Probemos ir más allá.
El orden puede ser cualquiera, pero visto en repercusión mediática cabe empezar por el incremento de ciento por ciento en las dietas de los legisladores nacionales. Hacía varios años que no se modificaban, lo cual no hizo mella en la comprensible bronca general. El presidente de Diputados, Julián Domínguez, demostró que no tiene precisamente una cintura de avispa al promover el hecho cuando comienzan las rondas paritarias. Varios opositores reaccionaron indignados, con dos salvedades: la suba fue acordada con jefaturas de los bloques y, hasta demostrarse lo contrario, todos cobrarán con el aumento. Hugo Moyano ironizó con un pedido idéntico para su gremio. En algún momento, las acusaciones chocan contra la pared de que no puede nivelarse para abajo. Si la polémica se pretende estructural, hay enfoques más profundos; sólo que no pagan tan de inmediato como la demagogia de gastárselas contra la clase política. Los ingresos de funcionarios y parlamentarios vienen muy por detrás respecto de las distancias abismales que existen entre patrones y trabajadores de las empresas privadas, pero de eso no se dice una palabra. Y no vengan con la diferencia entre dineros públicos y particulares, porque el dinero es todo el mismo en términos de los estándares de acumulación capitalista y justicia o injusticia distributiva. La secuencia temática siguió con el espionaje de Gendarmería sobre manifestantes sociales. No debería entrar en la cabeza de nadie que este Gobierno impulse o apañe ardides así. Y menos que menos con la ministra que hay al frente. Las dudas, quizá, terminan de despejarse al apreciar el insólito ensanchamiento abierto por la prensa opositora. ¿Alguien creyó que llegaría a ver a Clarín y La Nación alarmados por persecución ideológica estatal hacia activistas públicos? Vaya y pase, con mirada aceptadamente impúdica, el tratamiento lacrimógeno que le dan a la contaminación minera cuando todavía deben explicaciones sobre los efluentes líquidos volcados al río Baradero por la planta de Papel Prensa. Pero conmoverse por militantes perseguidos es un exceso de mal gusto. Suena más creíble, o más legítimo, dedicarse a los rounds entre Scioli y Mariotto. O hurgar en si Boudou dejó en Ciccone Calcográfica un flanco tan grande como el que dicen.
Con excepción de los efectos locales de la crisis europea, el único tema circulante que amerita atención y profundidad es el debate acerca del modelo de minería. Pero, también en eso, por acción u omisión, las cosas que suceden y se dicen quedan atravesadas solamente por el andar oficialista nacional, de las provincias e inclusive de los municipios afectados. Hay la protesta y movilización expansiva de los lugareños, no a nivel masivo y con el concurso de grupos ambientalistas (como fuere, bienvenido sea porque es lo que disparó un altercado imprescindible). Hay la represión parida por las entrañas gubernativas y judiciales de esos símiles de feudos a los que no llegó la Revolución Francesa, como lo definió un poblador citado por el colega Eduardo Blaustein. Se escucharon unas cuantas voces condenatorias de la represión, montadas en el aprovechamiento de multimedios que se desayunaron con el envenenamiento de que son o serían víctimas nuestros hermanos del interior profundo. Por lo demás, es Casa Rosada que recién ahora tomó nota presidencial de la bola de nieve. Más los propios gobernadores o gobernadores propios, como se quiera, que dispusieron lo que por el momento es apenas un ámbito de discusión con aroma de defensa conjunta. Algo es algo, de todos modos, frente a un temón que los mostraba silbando bajito. Algo tendrán que esgrimir, igual que desde Buenos Aires, y entonces deberá verse la solidez de los argumentos confrontadores. En su estupendo artículo del martes pasado en este diario, Ricardo Forster aludía a una de las claves: “Ninguna corriente ecologista, o medianamente ambientalista, puede resolver la ecuación, extremadamente compleja, entre creación de riqueza, disminución de la pobreza y distribución igualitaria, si no se hace cargo de darles alternativas a sociedades que necesitan salir del atraso y la dependencia (...) Lo demás es falso virtuosismo, incapaz de pensar la cuestión social, o simplemente cinismo”.
Resolver o contribuir al desculado de esa ecuación es el anhelo de máxima a que debe propenderse. Mientras tanto, o a propósito, una polémica de buena leche tendría que servir –de mínima– para dilucidar ciertos nudos discursivos, contradictoriamente asombrosos, de los actores en pugna. ¿Cómo justificar que pueda hablarse de una cantidad aterradora de agua, usada y contaminada por la actividad minera, con producido de grandes sequías, y a la vez se refute que el consumo de agua de la mina más grande del país equivale apenas al de 800 hectáreas de olivos? ¿Cómo entender que se mente el envenenamiento con cianuro, y a la par que no hay cianuro vertido al ambiente porque el 90 por ciento se reutiliza en procesos cerrados y el resto se destruye? Podría decirse que, si es por cotejo de prevenciones y datos como ésos, alguien miente en forma descarada: se discute una película, un cantante, una obra plástica, un periodista; no dónde está ubicado el fémur. Pero también –más por experiencia que por certeza, en tanto son muy pocos los que en esto no tocan de oído– tal vez pueda afirmarse que el contencioso está surcado por agrandamientos y minimizaciones a partir de dos fundamentalismos. El de mercado y el ecoambientalista. Del primero se conoce y sufre mucho. Del segundo, más bien se intuye. Y en paralelo o imbricada, porque lo anterior atraviesa principalmente condiciones ecológico-sanitarias, corre la cuestión no ya del modelo extractivo sino de los intereses en juego. El ingeniero Enrique Martínez, ex titular del INTI, remarca como dato central que, de los 51 megaemprendimientos mineros en desarrollo, 49 están en manos de grandes empresas multinacionales. Desde ya que no es el único número que simboliza la extranjerización de la economía argentina, en este caso favorecida a mansalva a través del Código de Minería sancionado por el menemato en 1994. Un monstruoso peludo de regalo, de complicadísimo desarme jurídico. Sin embargo, la proporción lleva a preguntarse de qué la va Argentina, en un proceso así, acerca de la relación costo-beneficio entre lo que se llevan y lo que dejan. Asunto sobre el que tampoco se ponen de acuerdo unos y otros, bien que en eso parecería haber mayores cuotas de sentido común. O complementario. Los empresarios mineros muestran cifras fabulosas de lo que la actividad le significa al país, mirado por donde sea: proporción del PBI (cerca del 5 por ciento), generación de empleo directo e indirecto en lugar de origen, pago de impuestos. Todo muy lindo, se les contesta, pero las poblaciones y distritos en que se radica el negocio siguen sumidos en una pobreza ostentosa.
Como señala en su blog el periodista Hugo Presman, “si el Gobierno cree que esta batalla es como la de la Resolución 125, se equivoca. En aquel caso tenía razón y las clases medias urbanas acompañaron a las rurales en su cruzada opositora, en una gigantesca expresión de colonización cultural y manipulación informativa. No es esta situación una réplica de aquélla”. Claro que no lo es, comenzando porque no rige una pretensión destituyente. La buena noticia estaría siendo, para reiterar, que el Gobierno resuelve involucrarse en una tenida que no es para la gilada. Es nodal. La mala podría ser que no sea sincera e intensa. Y la peor, que la conduzca una guerrilla mediática repentinamente estupefacta, entre otros descubrimientos, por las víctimas de la minería.
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