Sábado, 21 de abril de 2012 | Hoy
EL PAíS › PANORAMA POLITICO
Por Luis Bruschtein
El freno al ALCA y el impulso a la integración regional, la quita a la deuda y la salida del FMI, la estatización de las AFJP, la nueva Carta Orgánica del Banco Central y ahora la nacionalización de YPF construyen el perfil de un nuevo Estado. El cambio es profundo y estructural. Aunque nada es irreversible, nadie podrá hablar de maquillaje o doble discurso. Por el contrario, conforma el primer gran proceso de transformación progresiva que avanza sin los rasgos culturales de los grandes movimientos transformadores del siglo pasado.
La ausencia de programa en un país devastado por dictaduras militares y burguesías ineptas mostró el pragmatismo, la cautela de un proceso que se iniciaba cuando se habían agotado los paradigmas del siglo anterior. Sin grandes discursos fundacionales ni el programatismo altisonante del tipo de los que habían aparecido en las asambleas barriales del 2002 casi como la expresión grotesca de un final de época, este proceso empezó sobre la base de asumir las consignas centrales del movimiento que más había resistido a la decadencia de los años anteriores: el movimiento de los derechos humanos.
Los despuntes de nuevas propuestas que habían comenzado a surgir con la globalización y el derrumbe del viejo mundo bipolar ya no llevaban la antorcha de las grandes revoluciones, donde la llama del poder revolucionario purificaba un camino casi instantáneo, heroico, sin vueltas ni complejidades. Eso ya no existe. Se demostró que nada es irreversible, que las grandes transformaciones tienen que ser procesadas y asumidas por los pueblos a lo largo del tiempo y que aun así tampoco tienen la eternidad garantizada. Los procesos requieren profundas transformaciones culturales y necesitan marcos democráticos que permitan expresarse a las mayorías. Los filtros de mejoramiento y purificación no están dados por una espada flamígera inapelable sino por esos largos procesos culturales que decantan en el tiempo donde a la voluntad se le suma paciencia. Estos procesos tienden a ser pacíficos, democráticos, masivos y no de vanguardias elitistas. Eso quiere decir que para avanzar están obligados a generar grandes consensos y que por lo tanto no son puros desde el principio, que no tienen la eternidad como horizonte sino una disputa permanente en el marco de la posible alternancia. Y también implican tensiones en el marco democrático, tanto externas como dentro de las propias fuerzas populares. El debate pasa a ser una de las herramientas más importantes para impulsar esos procesos culturales. Son los caminos por donde la sociedad identifica sus propios desarrollos y los instala e institucionaliza, como los que están plasmados en las reformas al Código Civil, desde los derechos de la infancia, de género y el matrimonio igualitario hasta la maduración que le permita asentar una medida como la expropiación de YPF.
Si el monumentalismo realista fue la expresión artística de aquellos procesos de epopeyas y grandes marchas, ahora no existe una única forma de expresión que intente dar cuenta de manera ortodoxa de estos nuevos procesos que se han dado sobre todo en América latina. El conocimiento y la capacidad de gestión, además de las convicciones, han reemplazado al voluntarismo revolucionario del siglo pasado que, pese a su empeño y sacrificio, no pudo resolver los problemas del burocratismo.
Esos paradigmas que identificaron a los grandes movimientos de transformación de por lo menos los dos siglos anteriores han cambiado, se expresan de formas diferentes y, sobre todo, ahora se trata de procesos políticos que avanzan sin las certezas absolutas que tuvieron sus antecesores. Cada quien construye sus verdades axiomáticas a medida que avanza, en Bolivia, en Argentina, en Uruguay, Brasil, en Paraguay o en Ecuador y Venezuela. Estos gobiernos no pueden ser tan programatistas porque van haciendo camino a medida que avanzan, están obligados a ser más pragmáticos que programáticos. Y es probable que la culminación de ese proceso se produzca en el punto de maduración de la integración latinoamericana a partir de la cual se generen nuevas realidades sobre la base de un diseño compartido, más universal.
Cuando el sistema político, los opinadores mediáticos y los intelectuales de la academia le pidieron credenciales al kirchnerismo, la exigencia central fue que se definiera según esos viejos parámetros, cosa que no podía hacer porque su marca de origen era poco más que nada, a pesar de la historia de Néstor y Cristina Kirchner en el peronismo. En ese momento, ni la izquierda, ni el peronismo, el socialismo o el radicalismo encontraban una vía para salir de sus propias crisis, implosionados por sus impotencias, hiperinflaciones, corralitos, por el menemismo y por la Alianza.
Cuando se habla de crisis de representatividad en los ’90, se habla de eso. Cualquier cosa que pudiera salir de esa crisis no lo iba a hacer para atrás, sino para adelante con una propuesta nueva y diferente. Y un chico no tiene nombre hasta que lo bautizan. El kirchnerismo no respondía a la tradición clásica de la izquierda, pero tampoco a la del populismo clásico o a la del progresismo conocido y por lo tanto fue considerado de entrada como un producto guacho, un sospechoso bastardo.
No son pocos los que todavía insisten en esa mirada que cada vez se aleja más de cualquier camino de transformación y cambio y va quedando relegada a un punto en el pasado. Es una elección entre cambiarse a sí mismo para poder visualizar y participar en un proceso de cambio o aferrarse a algunos o a parte de viejos esquemas que funcionaron en los ’70, los ’80 o los ‘90 pero que ahora tienen una funcionalidad esencialmente conservadora. Esas supuestas posiciones revolucionarias, progresistas, democratistas, o antimperialistas ahora pueden llegar a funcionar en sentido opuesto: en forma reaccionaria, antidemocrática o antilatinoamericanista.
En el debate en el plenario de comisiones del Senado, un legislador de la oposición le preguntó a Axel Kicillof por qué no se había expropiado antes a YPF. La respuesta del viceministro de Economía fue que era como preguntar por qué la Revolución de Mayo se hizo recién en 1810 y no en 1806 o 1771. Vale la pena hacer el ejercicio y repetirse esa pregunta. De todos modos, el objetivo de la oposición fue que el Gobierno reconociera su responsabilidad en los mismos hechos que estaba denunciando para decidir la expropiación de YPF.
La idea de una autocrítica apunta a la búsqueda de un remedio. En este caso, la medida misma implica el reconocimiento de que las estrategias previas para alinear la producción de hidrocarburos con las políticas económicas fracasaron o no funcionaron como se esperaba. La decisión, en definitiva, expresa en ese sentido autocrítica y superación. La misma decisión de expropiación puso al Gobierno por delante de las críticas. Mientras la oposición sólo llegó a ese punto de la crítica, el Gobierno expresó una visión crítica que lo involucraba, pero además la superó con la medida de expropiar, una medida que no había sido propuesta por la mayoría de la oposición, salvo unos pocos, entre ellos Pino Solanas. Salvo esa excepción, la visión autocrítica del Gobierno fue más profunda.
La profundidad de un enfoque crítico o autocrítico está dada más por la salida que propone y la capacidad y la decisión política para concretarla que por los términos que utilice. Los términos grandilocuentes no revelan profundidad sino espectacularidad, la búsqueda de un efecto político y la repercusión mediática. En ese sentido, esos términos que buscan resonancia publicitaria también expresan superficialidad. Una parte de la oposición se ha empantanado en esos códigos que son furiosos en la denuncia pero se quedan cortos en el momento de proponer alternativas o soluciones.
Como se quiera, con autocrítica o sin ella, con equivocaciones y aciertos, con medidas tardías o tempraneras, podría decirse que el Estado raquítico que terminó la década de los ’90, vulnerable a cualquier soplido económico local o internacional, a cualquier malestar social o interés corporativo, ya va quedando en el pasado. De aquí en adelante, los gobiernos tendrán herramientas institucionales para sortear tormentas no democráticas y defender las decisiones soberanas desde el Estado.
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