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Qué cambió
Por Sergio Moreno
Un día después de la elección del 10 de octubre de 2001, cuando el voto bronca irrumpió como un grito desde casi el 40 por ciento de los electores argentinos, el entonces presidente Fernando de la Rúa, con la sagacidad y cintura política que lo hicieron famoso, se animó a categorizar –por obvio consejo de sus asesores– que él y su gobierno no habían competido en esa elección, que nada habían influido sus acciones en ese corcoveo de clara, legítima y oportuna insatisfacción electoral.
La necedad de aquellos juicios abonó el camino que durante el 20 y el 21 de diciembre de ese mismo año regaron de sangre la Plaza de Mayo y otras ciudades del país dejando a 30 muertos, casi una decena de ellos asesinados por la cadena de mandos que terminaba en el propio ex presidente, y batiendo las aspas del helicóptero Sikorsky en los techos de la Casa Rosada, que lo alejó del poder y de todo tipo de vida política para siempre.
Un día antes, un abarcador cacerolazo comenzó a mutar en otra forma de aquel voto bronca claro y sólo sordo para los necios: desde sectores de la clase media citadina, a los que se sumaron aquellos que quedaron con sus ahorros atrapados en el siniestro engendro caballista del corralito y los desocupados y piqueteros, nació entonces la consigna “que se vayan todos”, adoptada enseguida por núcleos de vecinos que se dieron modos precarios de organización en las asambleas barriales y por varias agrupaciones políticas.
A poco menos de un año y medio de aquella épica urbana, poco queda ya de las asambleas –mayoritariamente cooptadas por partidos de la izquierda criolla, o enfrascadas en discusiones comarcales– y su consigna insignia, “que se vayan todos”, fue apropiada por algunos sectores piqueteros, uno de los cuales intentó el domingo pasado ensayar algún festejo pensando erróneamente que ese día verían renacer en las urnas a aquel leitmotiv. También un grupo de esa izquierda vio, sufrió, y añoró aquel tiempo de protesta blanca y de boletas electorales con dibujitos de Clemente.
Las sociedades devienen, como el río de Heráclito, y, muchas veces, suelen cuidarse, preservarse. Instinto de supervivencia, le llamarán los darwinianos. Los fenómenos políticos son tan complejos como la trama social que los compone, los atraviesa y les da forma. De aquel casi 40 por ciento de voto bronca a este menos de tres por ciento obtenido el pasado domingo, hay un camino de mutación sin que ello signifique haber desterrado del todo aquella consigna del que se vayan todos. Obviamente, el resultado no sólo no tiene la flamígera excitación de aquella arenga, pero no deja de ser otro mensaje de cambio y deseo para que, al menos, se vayan unos cuantos.
La elección del domingo pasado tiene y seguirá teniendo múltiples lecturas. Una de ellas es que aproximadamente el 54 por ciento de la ciudadanía votó por dirigentes nuevos, e introdujo caras frescas en el escenario electoral argentino: más allá de los gustos, convicciones, intereses y militancias personales del lector, es dable reconocer que Néstor Kirchner, Elisa Carrió y Ricardo López Murphy son –cada uno en un lugar distinto (algunos más distinto que otros) del pensamiento– nuevos actores en el escenario mayor de nuestro teatro criollo. Los comicios pasados afirmaron como tales, también, a nuevos emergentes: Felipe Solá en la provincia de Buenos Aires, Hermes Binner en Rosario y la provincia de Santa Fe y, si se quiere, reposicionó a Aníbal Ibarra en la Ciudad de Buenos Aires.
No superar los 55 años no es garantía de nada, la historia está llena de jóvenes que la humanidad hubiera agradecido que no llegasen a viejos. Pero gran parte de los argentinos vio en esta nueva generación una chance de salvar la institucionalidad, zaherida tras la huida de De la Rúa y los sucesivos y efímeros minigobiernos que le siguieron, y puesta en duda porlos niveles de pobreza, desazón y angustia por los que atraviesa la Nación.
Finalmente, la mutación del que se vayan todos –racional, cautelosa, medida– retoma su virulencia con otros personajes en el mismo mensaje del electorado: Carlos Menem (a quien le gustan tanto las parábolas plumíferas del vuelo de las águilas y los aleteos gallináceos) comenzó su canto del cisne; Raúl Alfonsín fue copartícipe de la catástrofe de la UCR de la mano de su pollo –para seguir con las metáforas avícolas– Leopoldo Moreau. Sólo Eduardo Duhalde quedó parado, y bien firme, con alguna chance de futuro político.
No es poco para un país que hace casi un año y medio recogía a treinta muertos de las calles, se incendiaba el Congreso de la Nación y quien debía conducir a la patria huía por los techos.
La historia sigue y habrá que ver si estos “jóvenes” no se transforman en viejos carcamanes de las conductas políticas, más allá de la edad que tienen.