EL PAíS
Buenos Aires confirmó su romance con la ópera de Giacomo Puccini
La versión de “Tosca” que se estrenó en el Colón, con régie de Roberto Oswald, cautivó a un público tan numeroso como exigente.
Por Diego Fischerman
Los más de tres mil asistentes que llenaron el Teatro Colón para la función en la que se estrenó una nueva versión de la ópera Tosca, de Giacomo Puccini, indican varias cosas a la vez. Por un lado, el hecho de que la ópera (o por lo menos cierta ópera) es, en Buenos Aires, un género popular (o por lo menos tan popular como otros), si se piensa que, a lo largo de las cinco funciones programadas, habrá convocado a unas quince mil personas. Por otro, que, dentro de ese repertorio, este título de Puccini es uno de los preferidos. Y lo es por derecho propio. Muy pocas óperas tienen tal coherencia dramática y en menos aún se observa un grado tal de mutua imbricación entre el teatro y la música. Podría decirse que en Tosca, simplemente, funciona a la perfección aquello a lo que la ópera siempre aspira: una trama capaz de atrapar al oyente, una música tan funcional como atractiva y, sobre todo, que el hecho de que se cante en escena, lejos de fragmentar la acción o interrumpirla, la haga más fluida. También hace que, en lugar de aportar sinsentido (alguien que canta mientras se muere, por ejemplo) sea capaz de agregar aún más poder de comunicación a las palabras. Además, en Tosca hay por lo menos dos arias (“Visi d’arte” a cargo de la soprano y “Lucevan le stelle”, para tenor) dignas de figurar en cualquier antología del género.
Estrenada en enero de 1900 en Roma y muy poco después –en junio– en Buenos Aires, la puesta de Roberto Oswald que se presenta en el Colón rinde tributo a esa tradición realista, italiana y romántica que este teatro hizo suya en las primeras décadas del siglo XX. A pesar del cambio de final (en su versión original Tosca no se arrojaba al vacío desde la terraza del Castel Sant’Angelo, como es habitual y como sucede en este caso, sino que quedaba suspendida en el espacio gracias a un poético efecto logrado por el régisseur), ésta es la misma régie ya presentada anteriormente. La escenografía detallista al máximo (el gabinete de Scarpia, en el segundo acto, es, en ese sentido, una obra maestra) y una iluminación notable (uno de los innegables sellos de Oswald) llevan ese ideal de realismo hasta sus últimas consecuencias. Si algunos –incluso el mismo Oswald en alguna ocasión– conciben la régie como un trabajo de readaptación de un texto, como una posible aventura de traducción y hasta de transposición a otros lenguajes, en este caso se trata, más bien, de dejar que la propia estética de Puccini, Illica y Giacosa (los libretistas que se basaron en un drama de Victorien Sardou) hable por sí misma. No hay énfasis ni acentos que busquen señalizar el texto. No hay relaciones ocultas o poco evidentes que se subrayen de alguna manera particular. Hay, sencillamente, una ópera compuesta con mano experta y llevada a la escena con el máximo rigor y respeto por esa mano. Si ha habido versiones de Tosca donde Scarpia era un agente de la Gestapo, un inquisidor de la Iglesia y hasta un dictador latinoamericano, en esta versión no es ni másni menos que el siniestro jefe de policía de un régimen autoritario, en la Roma que lucha contra Napoleón.
En la visión de Oswald hay multitud de pequeños gestos, de acciones teatrales que unen a los personajes aunque no estén en ese momento en el centro de la escena y que contribuyen a la construcción de un verosímil dramático de alto impacto. En ese aspecto, el trío central conformado por la soprano rusa Olga Romanko en el papel de Tosca, el tenor Daniel Muñoz en el de Cavaradossi y Luis Gaeta en el de Scarpia, más el sólido aporte de Barrile (con un timbre de voz límpido y un fraseo de gran precisión) como el sacristán del primer acto, mostró un gran compromiso con lo escénico y fue capaz de dotar a sus personajes de espesor y riqueza. En lo vocal, Romanko fue una protagonista cabal, con afinación segura, timbre homogéneo y algunos matices tan sutiles como logrados, coronados por la merecida ovación después de su “Visi d’arte”. Gaeta fue, también, un digno Scarpia, sin caer en la macchietta del malo de historieta y con detalles de autoridad en el fraseo. Daniel Muñoz fue, por su parte, un Cavaradossi discreto, sin grandes errores y sin brillos notorios. Un timbre desparejo, el vibrato de amplitud colosal, el estrangulamiento en los agudos y la necesidad de alcanzarlos siempre con portamento hicieron que, en la función del estreno, este tenor argentino de sólida carrera internacional (aunque tal vez de voz demasiado pesada para el papel) apareciera lejos de lo deseable para su personaje. La orquesta, a pesar de algunos desajustes y de un solo de cello bastante desafortunado en el tercer acto, estuvo sumamente correcta y la dirección de Perusso fue precisa y expresiva.