Sábado, 29 de septiembre de 2012 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Ana Paula Penchaszadeh *
¿Qué quiere decir “pertenecer” a un lugar? Algunos “pertenecen” a un país porque sus abuelos (o incluso antepasados aún más lejanos) vivieron otrora en él y son así portadores de todos los derechos, aunque jamás hayan pisado ese país; otros tienen todos los derechos pues nacieron en un país del cual partieron hace muchos años y al cual no tienen pensado volver, ni interés por participar en sus asuntos comunes; otros nacieron y viven en un determinado país, gozando del conjunto de derechos, y sin embargo deciden voluntariamente no participar de los asuntos comunes por no sentirse identificados con su comunidad; otros no viven en sus países de origen hace muchos años y, sin embargo, mantienen vínculos con ellos y celebran cada elección desde sus respectivos consulados; también están aquellos que mantienen lazos de “pertenencia” con un país que ya no existe tal como lo conocieron y del que incluso han sido expulsados y desconocidos políticamente, por no hablar de aquellos inmigrantes de segunda y tercera generación que, por el principio de derecho de sangre, viven excluidos sistemáticamente de una comunidad de la que son parte efectiva y concreta “desde siempre”. Frente a todas estas situaciones, y otras tantas a las que no hacemos referencia aquí, las leyes que dan forma a la ciudadanía, a una “pertenencia acreditada”, no sólo son insuficientes, sino que en muchos casos organizan los espacios de acción legítima dentro de una comunidad de manera completamente arbitraria.
La definición de los derechos políticos de los extranjeros (y, en realidad, de “cualquiera”) no puede basarse en una definición de la “pertenencia”. Pues, la pertenencia es inverificable y se funda sobre criterios absolutamente variables, históricos y políticos. Es preciso avanzar sobre una definición que dé cuenta de la movilidad y de la fluidez de las “pertenencias” a partir de un criterio situacional y concreto: la residencia. En la actualidad son varias las voces que insisten en la idea de que la extensión de la ciudadanía debe basarse ante todo en un cuestionamiento de la nacionalidad como fundamento (al menos exclusivo y excluyente) de la ciudadanía.
Es necesario insistir en el carácter incompleto de la “pertenencia acreditada” a una comunidad en la medida en que no se reconozcan y extiendan los derechos políticos (tanto de elegir, activos, como de ser elegidos, pasivos) a los extranjeros. Estos derechos son una de las condiciones para un verdadero acceso (a priori no clientelar, no sometido a los vaivenes políticos de los gobiernos políticos de turno, no caritativo) a los derechos sociales, económicos e (incluso) civiles. Nadie está sosteniendo que los Estados renuncien a su poder soberano de controlar el ingreso de personas en su territorio, ni a la ausencia de todo criterio para la determinación de las políticas migratorias en un determinado país. De lo que se trata es de modificar palpablemente la calidad de la residencia de los extranjeros, comprometiéndolos activamente en los distintos niveles de la sociedad y haciendo, a su vez, que la sociedad responda frente a ellos.
Los derechos políticos cumplen una función paliativa central: pues si todas las sociedades, incluso las más democráticas, determinan una identidad a través de la creación de una “diferencia” o de un “otro”, basándose (aunque no de manera exclusiva) en la figura del extranjero, eliminar definitivamente la diferencia entre residentes y ciudadanos a partir del reconocimiento igual del conjunto de derechos y, en especial, de los derechos políticos (que como derechos son aquellos que más claramente se asocian a la extensión de nuevos derechos y al acceso legítimo a los canales institucionalizados de toma de decisiones en una determinada comunidad política), implicaría un reconocimiento igual frente al Estado y en el Estado. Los extranjeros pasarían a formar parte del Estado y, por lo tanto, no se encontrarían indefensos frente a sus decisiones.
En otros términos, los extranjeros deben contar para contar: recordemos que nuestras democracias liberales y representativas se fundan en una lucha competitiva por el voto popular que nunca está “asegurada”, es decir, que se basa en la incertidumbre. Esta “concesión temporal del poder” implica la posibilidad de un castigo a través del voto. Sin la posibilidad de estos premios y castigos no habría ningún tipo de control sobre los representantes... pero, para ello, es preciso reconocer el derecho al voto así como el derecho a ser elegido. Un Estado que puede hacer oídos sordos a una minoría importante (en el caso de la Argentina, a 1.805.957 habitantes) está en serios problemas, pues, la democracia es ante todo un espacio de litigio abierto a la irrupción del “otro” y a la hospitalidad de las minorías.
Finalmente, cabe preguntarse, ¿no es el derecho político la condición para una efectiva participación/pertenencia en la comunidad? Se trata aquí de invertir la vieja fórmula que exigía una pertenencia (como fundamento) de la ciudadanía, para dar lugar a una ciudadanía plena como exigencia para una efectiva pertenencia. En este horizonte se mueve el proyecto que anima actualmente el debate sobre la extensión del voto de los extranjeros a nivel nacional en Argentina, y en este horizonte debería permanecer.
* Investigadora asistente del Conicet con sede en el Instituto de Investigaciones Gino Germani (IIGG-UBA) e investigadora consulta del Programa de Migraciones y Derechos Humanos del Centro de Derechos Humanos de la Universidad Nacional de Lanús (CDH-UNLa).
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