Sábado, 8 de diciembre de 2012 | Hoy
Por Juan Sasturain
A riesgo de parecer troglodita, confieso que lo del 7D siempre me pareció –y sigue pareciéndome– una tilinguería. La forma de referirse a la fecha, de nombrarla, digo. Usar el número y la inicial del mes es una manera propia del universo comunicacional del Norte que –vía globalización informativa– parece imponerse con naturalidad, como tantas formas léxicas (algunas pertinentes, otras meras gansadas) del mismo origen. Me acuerdo de la primera vez que registré el uso. Fue el 23 F (veintitrés Efe) de los españoles para nombrar el frustrado golpe franquista del delirante Tejero en el invierno del ’81. Después ha habido muchos más, pero ésta es la primera vez que se aplica (lo aplicamos) a un fenómeno/fecha propia. Lo que está claro es que, a este 7D –como al 25M, el 9J, el 17O e incluso el 24M– no lo vamos a olvidar.
Además, porque el siete es un número hermoso. Es primo –no sé de quién si no de los otros primos– y atraviesa el universo entero de la cultura universal, dicen, a partir de los primeros hombres que saludable, inevitablemente, se pusieron a mirar para arriba. Es sabido que los astrónomos de la Antigüedad distinguían en el cielo entre cuerpos fijos –la mayoría de las estrellas– y los siete cuerpos móviles: la Luna y el Sol, más los cinco planetas que se observan a simple tiro de telescopio: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. De ahí vienen los siete días de la semana (lunes de Luna o Monday de Moon; Sunday de Sun/Sol; martes de Marte, miércoles de Mercurio, etc.) y los siete círculos de la música de las esferas celestiales de los pitagóricos, y las siete notas musicales y los siete colores del arco iris, y así.
El siete satura la Biblia, es número cabalístico: son siete los días que se tomó Jehová en hacer lo que hizo; son siete las plagas de Egipto y setenta veces siete las que se debe perdonar, según Jesús. Hay siete sacramentos católicos y siete famosos pecados capitales que se dan también en provincias y municipios. Se navega metafóricamente por los siete mares, los enanitos de la Blancanieves de Disney eran siete, los samurais de Kurosawa y los locos de Arlt también. Hay látigos de siete colas según el maestro Sacher, botas de siete leguas según Perrault, y gatos de siete vidas según el refrán.
Ya en el campo de los usos más coloquiales de la cifra, hay quienes salen con un intempestivo e inoportuno domingo siete (la historia del origen del dicho es lindísima), para los timberos el siete es “el revólver” (?) y, gráficamente, hacerse un siete –cuando yo era chico– era rasgar la ropa, romperla en ángulo recto. Y había que coser ese siete hecho en la camisa o el pantalón. Ese siete se zurcía. Sin embargo, había otros que no.
Porque hay un sentido más gráfico, metafórico y si se quiere grosero de la imagen del siete de la que hizo uso y abuso, tradicionalmente, el idioma popular de los argentinos. Cualquier veterano/ana de oído atento lo sabe. Según el lunfa y formas coloquiales de alrededores, el siete –apenas atisbado acaso– es (la íntima raya de) el culo. Perdonando la palabra, pero ni más ni menos. Y de ahí provienen muchas de las formas rimadas, chascarrillos, dichos y refranes más o menos machistas que enriquecen o empobrecen –según criterios– nuestro acervo popular. De todas esas expresiones, probablemente la que más ha perdurado en la memoria y el uso colectivo es aquella que dice “Preparate el siete, que nos casamos el ocho”.
Suele oírsela, aún hoy, en puntuales circunstancias.
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