Sábado, 9 de marzo de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Luis Bruschtein
La ausencia de Chávez ya produce un vacío impresionante. Y uno se pregunta si ese vacío indudable no legitima más allá de cualquier discusión el espacio que ocupó y construyó. El pueblo venezolano demostró que no tenía ninguna duda de esa importancia. Pero en amplios sectores de la izquierda y el progresismo, la figura del líder bolivariano fue problemática y difícil de clasificar. Parte de esos sectores nunca lo apoyaron y otros demoraron en hacerlo. Muchos lo hicieron recién cuando recibió el beneplácito de Fidel, como si más allá de los hechos concretos necesitaran la bendición papal. Resulta paradójico que el pensamiento de parte de la izquierda y el progresismo, que por definición debería ser abierto, creativo y desestructurado, sea todo lo contrario, dogmático, ortodoxo y cerrado y, por lo tanto, muy limitado para participar en procesos reales de transformación, por lo que terminan quedándose a un costado de la historia a la espera de su improbable mesías divino, perfecto y supremo.
Esta discusión no afecta el lugar que ocupa la imagen de Chávez porque se da en términos teóricos. En contrapartida, el peso de esa imagen influye ya en forma muy concreta en todas las luchas populares que se dan en el continente. Pero es una discusión que puede servir a estos sectores del progresismo y la izquierda para decidir si son parte de esas luchas o si se mantienen aparte. Además debería ser un llamado de atención contra el dogmatismo, la inercia y esa mediocridad intelectual que se reserva un ilusorio derecho de admisión para los fenómenos populares que irrumpen sin prosapia ni etiquetas. En vez de estudiar los nuevos elementos que aportan esos procesos, prefieren darle la espalda.
En 1992 me tocó cubrir el levantamiento que encabezó Hugo Chávez contra el presidente Carlos Andrés Pérez. Los rebeldes afirmaban que eran militares que no querían ser usados nuevamente por Pérez para reprimir al pueblo, como había sucedido en el Caracazo, en 1989, cuando resultaron muertos centenares de manifestantes. Era una situación confusa, Pérez era un socialdemócrata afiliado a la Internacional Socialista. Pero su gobierno era verdaderamente desastroso, muy parecido al de la Alianza en la Argentina de fines de los ’90. El Caracazo fue motivado por causas muy parecidas al 19 y 20 de diciembre acá pero, en vez de tomarse el helicóptero, Pérez soltó a las Fuerzas Armadas y hubo una gran masacre. Militar demócrata o golpista, en esa encrucijada se hizo conocer Chávez.
Durante su encarcelamiento viajé otra vez a Venezuela. La izquierda expresaba sus dudas. Una parte ya lo respaldaba y alguno de sus abogados era comunista. Otros hablaban de influencias carapintada en su entorno. Y ya había comenzado a crecer su popularidad con un discurso abiertamente transformador.
A poco de haber ganado las elecciones, me lo presentó una amiga suya, Stella Calloni. “Comandante, le presento a Fulano, que también conoció al general Torrijos”, le dijo. Chávez, que pasaba zumbando, se detuvo y me dio la mano. Una mano muy cálida para un militar, pensé. Y miraba un poco exageradamente a los ojos, lo cual me pareció más militar. Me contó la admiración que sentía por Torrijos desde que era cadete y algo dijo también de Perón antes de despedirse a paso redoblado. No era el prototipo imaginario de nada. Era Hugo Chávez y punto.
La base socialdemócrata fue su base social de apoyo al comienzo. Pero gran parte de los dirigentes de ese sector prefirió convertirse en el ala izquierda de la derecha antes que en protagonista del proceso de democratización e inclusión más fenomenal de la historia venezolana. Si Hermes Binner en la Argentina confiesa que si hubiera sido venezolano hubiera votado a la derecha antes que a Chávez, hay que reconocerle honestidad intelectual. Pero ese lugar de furgón de cola de la derecha (lugar que de alguna manera ya ocupó el progresismo argentino en la Alianza) resultó patético para viejos dirigentes socialdemócratas, algunos ex guerrilleros como Pompeyo Márquez o Teodoro Petkoff, que se opusieron a Chávez, pero antes habían formado parte del gobierno derechista de Rafael Caldera. De los dirigentes del Movimiento al Socialismo (MAS), Márquez y Petkoff se alinearon con la derecha, pero José Vicente Rangel, el más popular de todos ellos, se sumó al chavismo y fue vicepresidente de Chávez.
Después de la revolución soviética, el trotskismo no participó en ningún otro movimiento revolucionario, pero en este caso, un pequeño sector, sobre todo del plano gremial, también se sumó al proceso bolivariano. En cambio, un viejo jefe guerrillero de los años ’60, Douglas Bravo, que mantiene una ortodoxia sesentista de dinosaurio, se sumó a la oposición de derecha. Y conste que la que hubiera votado Binner no es una derecha metafórica. Es la peor de todas, la que manejan desde Miami los anticomunistas más recalcitrantes.
Para la mirada más fina –por frívola y elegante y no por aguda– de la socialdemocracia europea, Chávez era populista. O sea, un autoritario que no respetaba las instituciones democráticas y cuyas políticas sociales eran pura demagogia. Esa socialdemocracia, que tenía en su seno al presidente vitalicio de Túnez, Ben Ali –depuesto por tirano en la primavera árabe–, aceptaba a los partidos que habían mantenido a los pobres venezolanos más pobres que los pobres de Arabia Saudita. El régimen que esos partidos habían sostenido tenía contrastes vergonzosos en una potencia petrolera. En cambio, los progresistas europeos rechazaron al nuevo movimiento popular. Como aliados de la derecha en un sistema oprobioso en un país tan rico, y opositores al chavismo, le concedieron a eso que ellos definieron como “populismo” el lugar de ser el único capaz de generar políticas de construcción de ciudadanía, de inclusión y redistribución de la riqueza.
Para la derecha recalcitrante de Miami y Venezuela, Chávez era un dictador comunista. Pero justamente Chávez desafió a la izquierda ortodoxa cuando habló de una revolución democrática y dejó de lado la “dictadura del proletariado”, algo que en décadas anteriores hubiera sido calificado de reformista o menchevique. En toda la era chavista ha habido elecciones libres y democráticas, libertad de expresión, actividad parlamentaria democrática, no hubo presos políticos y tampoco fueron socializados los medios de producción. Para los paradigmas revolucionarios de otras épocas, Chávez no encajaba ni con fórceps.
Sin embargo, Fidel Castro llegó a considerarlo su heredero político. Algunos dirán que fue por el petróleo, pero esa relación fue mucho más allá que el agradecimiento que podría expresar Fidel por el combustible venezolano. Mucho más allá.
Quien conoce a Fidel Castro sabe que se trata de un fuera de serie al que sus conocimientos y su convencimiento lo convierten en una especie de ser esencialmente político. Sus enemigos dicen que es capaz de convencer hasta las piedras. El pensamiento del líder cubano siempre relaciona lo teórico con lo concreto. El camino que tomó no fue por ortodoxia marxista, sino porque era el único que le daba alguna opción para avanzar en la transformación de su país. Y más de treinta años después detectó que el discurso de Chávez tenía ese mismo componente, pero en una época –y un contexto– diferente a la suya. Cuando se le preguntó, fue explícito: “A Chávez le tocó un momento diferente”.
La importancia de Chávez es que rompió la hegemonía neoliberal en el mundo y tras ello fue el primero en poner sobre la mesa experiencias sociales donde la economía estuviera al servicio de la comunidad y no al revés. Tras el derrumbe de los llamados socialismos reales y las impotencias socialdemócratas, lo que se abrió fue un futuro incierto, de caminos inexplorados, sin el paraguas de las viejas certezas y los antiguos paradigmas. Por eso, Chávez echó mano a una frase genial del maestro Simón Rodríguez, que también utilizaba su discípulo Simón Bolívar durante las guerras de independencia: “O inventamos o fracasamos”. Inventar en el sentido de ser creativos, de no atarse a ningún tótem teórico ni barrera autoimpuesta.
Chávez fue el primero de un fenómeno que se extendió casi inmediatamente en América latina con Néstor y Cristina Kirchner en Argentina, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Lula y Dilma Rousseff en Brasil, Pepe Mujica en Uruguay y, mientras duró, Fernando Lugo en Paraguay. Son procesos de apertura, lo cual implica grandes espacios de debate. Es un planeta diferente al de treinta años atrás. Con contextos mundiales y tecnológicos esencialmente diferentes, las herramientas tienen que ser también necesariamente nuevas, lo cual deja grandes espacios para avanzar y riesgos para la equivocación. Esos gobiernos enfrentan esos desafíos más las olas reaccionarias que tienen gran poder y no cambian. El odio que expresan los reaccionarios contra estos gobiernos hace recordar a las capas medias antiallendistas del Chile de los ’70. Por eso, una de las enseñanzas más importantes que deja el paso airoso de Chávez por América latina es el de una de sus consignas preferidas: “O inventamos o fracasamos”.
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