Lunes, 8 de abril de 2013 | Hoy
EL PAíS › MILES DE PERSONAS EN AVELLANEDA Y EL PLANETARIO, EN SOLIDARIDAD CON LOS INUNDADOS
Convocados por las presencias de León Gieco en Avellaneda y Fito Páez en Palermo, miles de personas acudieron con ropa, alimentos, camas, colchones o medicamentos para entregar a los 350 mil damnificados.
Por Horacio Cecchi
Mientras León Gieco cantaba, del otro lado de la avenida Mitre, contra la sede Avellaneda de la UTN, que daba la cara al escenario, y apretujado en el único sendero que se abría entre la pared de la universidad y el público, avanzaba con visible dificultad un colchón, desteñido pero al ritmo de la música. El colchón era la imagen visible de infinidad de bolsas de lo-que-se-le-ocurra que terminaban en cajas de cartón o bolsas de consorcio que una vez completas pasaban a ocupar su lugar dentro de cualquiera de los inmensos camiones que esperaban partir a su destino solidario. Así, dicho sin comas porque el movimiento no paraba, juro que no paraba. Y así como en Avellaneda, el Planetario fue otro punto de encuentro de miles y miles de donantes solidarios de lo-que-se-le-ocurra, con otras estrellas en el escenario, tan donantes y solidarias como aquéllas. Si León Gieco, Claudio Gabis y una buena cantidad de los históricos del rock donaron su convocatoria en la plaza central de Avellaneda, en el Planetario ocurrió lo mismo con Fito Páez, Divididos, Catupecu y más. La imagen que surgía de ambas convocatorias, sin distinción de horarios ni de estilos, fue la de miles y miles de hormigas, con movimientos acelerados, alimentadas de adrenalina, cargada cada una con sus dones y productos, viejos, nuevos, rotos o enteros, a medias o tercios, intentando seguir una fila para desempacar ese bulto que en el otro extremo de la línea, es decir, hoy, lunes, alguien recibirá después de perder todo lo que tenía, fuera poco o mucho. Algunos llevaban lo-que-se-le-ocurra porque habían sufrido alguna vez algo semejante o peor y no podían consigo mismos; otros, porque nunca les había pasado, o por caridad, por pura culpa de tener, o por pura culpa de no tener pero estar vivos, por amor al prójimo, o por beneficencia, porque hay que hacerlo, o porque cómo no voy a hacerlo. O por lo-que-se-le-ocurra. Capaz que cada uno tenía una razón personalísima y diferente. Pero en conjunto, créamelo, era un hormiguero alimentado de adrenalina.
“¿Esto dónde va?”, preguntó Rosa Argentina Lucero, que aclaró que nació un 25 de mayo. La scout, con corbata azul y verde, abrió la bolsa de supermercado usada en la que Rosa traía su pregunta, buscó en el horizonte ocupado de infinidad de hormigas moviéndose aquí y allá, bolsas, y montículos y música de fondo, y apuntó con el índice: “Objetos, allá”. Juro que no se sorprendió, ni en los ojos se delató algo de sorpresa aunque de la bolsa de súper asomaba una extrañísima donación, un cucharón sopero de peltre, viejo, enmohecido. “Hay que limpiarlo un poquito, pero esta gente perdió todo”, explicó Rosa a este cronista, después de enumerar que ya había entregado camperas en La Boca, tapitas de plástico en el Garrahan, Canal 7 y ahora el cucharón de peltre al Planetario. Y no parecía entregar el cucharón porque no lo necesitara, más bien parecía que lo necesitaba, y que lo necesitaba en su afecto (como cualquiera guarda lo que quiere, que suele ser inútil en lo práctico aunque lo más práctico sea el afecto) y lograba darle a ese cucharón el objetivo que le había dado ella, pero en otro.
Así como Rosa Argentina había muchos, pero muchos en serio, igual en Avellaneda que en el Planetario. No se puede decir que no hubiera quien dejaba algo bien visible porque queda bien donar. Pero fueron los menos. ¿Cómo saberlo? En el aplauso enorme y vibrante que despedía cada vez que uno de esos camiones gigantescos de casi 20 metros de largo salían repletos de lo-que-se-le-ocurra. De esos aplausos subía como vapor la mentada adrenalina, hacía vibrar el aire como el calor hace vibrar el aire de fondo en el desierto. Y eso no lo puede hacer nadie que participe por imagen, por más que aplauda. No tiene adrenalina para aplaudir.
“¡Comida! ¡comida!”, gritaba el muchacho, sin corbata de ningún color. No ofrecía comida sino que la pedía y no para sí, sino para una multitud de cajas de cartón que se abrían para recibir comida. Extrañas posibilidades que da el lenguaje y el contexto. Entender se entendía. Una fila de gente cargando bolsas de comida, changuitos, al hombro, o de la mano, esperaban ser recibidos para que les reciban.
Más allá, la pila de juguetes. Otros, medicamentos y pañales, trapos, artículos de limpieza. El más impresionante era el montículo de colchones. En su momento, abrieron la puerta trasera del acoplado del camión y dos, tres, cinco, quizá más, algunos scouts con corbatas de colores (este cronista fracasó en su intento por diferenciar colores y jerarquías) subieron trastabillando y con ayuda, o de un salto, o como fuera y permitiera la osamenta, y se organizó automáticamente –no es chiste– en forma casi espontánea una doble hilera desde el montículo de colchones, y elevando las manos como en las publicidades con montañas rusas, pero con algo más de relleno de sentido, entraron a pasarse los colchones sin distinción de marcas, de elásticos, de espuma de alta densidad, o finitos, de lana, pesados o livianos. Y los colchones pasaban saltando, con una velocidad pasmosa. No confundir, claro, este paso acelerado de colchones en el Planetario con el andar apretadísimo del colchón en Avellaneda. Es que era uno de los últimos cuando ya todos los presentes habían dado todo de sí y ahora escuchaban a los artistas hacer lo suyo.
No es cierto, la pila de los colchones no era la más impresionante. Otras, si no todas, impresionaban. Estaba la de las camas, al ladito de los colchones. Pilas de camas, mayormente, elásticos de madera, amontonados uno al lado del otro, o encimados. En la pila de las bolsas de ropa, un joven scout de corbata de algún color y barba pelirroja trataba de hacer equilibrio arriba de todo, mientras gritaba que acomodaran acá o allá y señalaba con el dedo “¡cuidado! ¡ahí no, no no no. Del otro lado, que no se venga en banda!”.
En otro sector, el grupo de armadores de cajas de cosas raras, que no se podían ordenar como medicamentos, ni camas, ni colchones, ni ropa, ni mucho menos alimentos, cosas raras como el cucharón de peltre, no me diga, el grupo de armadores metía mano armando los cartones, llenando y cerrándolos para despacharlos a la doble fila que se hacía el passing hacia el camión. ¿Quiénes eran las y los que armaban esos cajones además de los scouts de corbatas de colores? “No, yo no soy de nadie, vine porque quería ayudar y vine, pregunté cómo podía ayudar y me dijeron ayudame a cerrar estas cajas y acá estoy”, dijo Abi, en el Planetario. Como Abi, debía haber un número indescifrable y que nadie podía constatar seriamente de colaboradores voluntarios arrastrados por razones infinitas a ser eso, colaboradores, también una forma de donación, porque la entrega la hacía el cuerpo. Había que estar ahí, bajo el sol que todos, igual, bendijeron.
En Avellaneda, todo se desarrollaba sobre la avenida Mitre, frente a la plaza principal, la plaza Alsina. El escenario se instaló frente a la Tecnológica, sobre la plaza. A izquierda y derecha del escenario, los inmensos Scania aguardaban bolsas y bolsas y bolsas, colchones, camas, alimentos, y permanecerían allí para partir hoy hacia La Plata. En uno de los extremos, militantes de Unidos y Organizados, en el otro militantes de la Municipalidad que, además, festejaba su 161º aniversario, ordenaban, seleccionaban, rotulaban, cerraban cajas. La lógica era la misma que en el Planetario: cargar camiones para despachar. “Estamos así desde el miércoles”, dijo Ro, de UyO, mientras seleccionaba donaciones por ítem, distribuía tareas, subía bolsas y todo lo que todos los demás también hacían.
De las cifras, que siempre hablan, desde el Planetario, Juan Carr, de la Red Solidaria, anunció que frente a la Catedral y ayer desde el Planetario, habían enviado desde el miércoles 210 camiones. Que ayer lograron ocupar unos 15. Que durante estos días fueron donados 4,5 millones de litros entre agua y lavandina, 20 mil colchones y 50 mil frazadas. Desde Avellaneda, el conteo no era insidioso en las cifras. Pero se sabía que habían rellenado casi 10 camiones en el día.
En realidad, no importaba si se trataba de Unidos y Organizados, o si los de la pechera solidaria de Jorge Ferraresi, intendente Avellaneda, si los scouts, o las pecheras amarillas del PRO, si la gente que acudió al sur a dar todo lo que podía, o si la gente que acudió al Palermo a dar todo lo que podía. En realidad, ninguno de los 350 mil damnificados discriminará, no porque a caballo regalado no se le miran los dientes, porque la situación no está para eso. Más bien, porque donde hay hambre no hay pan duro. Y está claro que entre los envíos nadie donó alimentos o medicamentos vencidos sino muchas veces de buenas marcas y de primera línea. Sólo que tal vez, el acordarse del otro y sus necesidades haga de ropa vieja o de un colchón en desuso un lugar para dormir seco y algo de abrigo.
Todas y todos eran hormigas con adrenalina.
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