Domingo, 14 de julio de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Edgardo Mocca
A algunos columnistas de opinión les ha parecido que, en su discurso del 9 de julio último, la Presidenta optó por hablar de la época mundial en la que vivimos (temas “mundanos” según el impropio adjetivo que en la ocasión usó Van der Kooy) para eludir los problemas internos. La cuestión no es menor; remite a una obsesión del discurso neoconservador: la de vaciar la discusión política de toda referencia contextual o estructural, la de reducirla a un juego simple de demandas sociales y ofertas públicas factibles de ser encuadradas y sometidas a las lógicas del marketing. La expresión “capitalismo mundial”, por ejemplo, es condenada por este neomercantilismo político al desván de las antigüedades, inservibles para explicar la política real. Estancados en el clima cultural de principios de los noventa, creen ver en las oposiciones al capitalismo neoliberal y financiarizado una rémora de discursos revolucionarios que se habrían sepultado bajo las piedras del Muro de Berlín.
Cuesta entender que se pretenda separar el drama nacional de las últimas décadas de las vicisitudes mundiales. Parece más una muestra de provincialismo retardado que de pragmatismo inteligente que se procure afirmar que acontecimientos como la dictadura militar, la crisis de la deuda externa, el endeudamiento público masivo e irresponsable, el “blindaje”, el “megacanje” y el derrumbe de diciembre de 2001 no tienen nada que ver con el mundo capitalista, con el triunfo global de la fracción financiera altamente concentrada del capital, con la política de las organizaciones internacionales de crédito favorable a la mundialización financiera. Según esa curiosa visión del mundo y de la historia, Argentina es una isla que vive al margen del mundo y sus peripecias son algo así como fenómenos telúricos. No es inocente la mirada ni se debe a la pura ignorancia. O, en todo caso, es una ignorancia ideológicamente guiada. Tiene el discreto encanto de prescindir de la conducta de las clases socialmente dominantes en el país que se beneficiaron en sociedad con el capital internacional de una política de depredación industrial, de concentración del capital y degradación de las condiciones de vida populares. En el relato de la derecha no hay mundo, ni clases, ni intereses, ni estructuras; todo es un juego fantasmal de políticos corruptos y empresarios víctimas de esa corrupción. Todo el mal está en el Estado, muy especialmente si sus ocasionales conductores se atreven a tocar intereses que son intocables.
El mundo ideológico de la derecha sigue paladeando el fruto de la explosión mundial de los años noventa, de la implosión del socialismo autoritario del Este europeo, de los años dorados de la liberalización económica que prometía la prosperidad eterna. Acaso no haya tomado nota de que al big-bang comunista ya se le ha agregado uno nuevo, el de la globalización neoliberal. Para ser más precisos habría que decir que lo que está agonizando es el sistema de relaciones relativamente armonioso entre el paradigma neoliberal y las instituciones de la democracia nacional y la convivencia pacífica en escala mundial. Dicho de otro modo: si la crisis neoliberal se sigue tratando con terapias neoliberales, lo que está en peligro es el precario pacto social que procura asegurar lealtad ciudadana y fidelidad mundial a un statu quo a cambio de mínimas condiciones de vida social y convivencia social. Claro que la pax neoliberal es más bien un mito fugaz y deben ponerse correctamente en el pasivo mundial de estos años tremendas guerras de exterminio, como las que asolaron el territorio de la vieja Yugoslavia, la continuidad radicalizada del conflicto de Medio Oriente, las feroces agresiones norteamericanas a Afganistán y a Irak, así como los devastadores conflictos inter-tribales en el interior del Africa, herencia actualizada del neocolonialismo. El gravísimo episodio del agravio de varios países europeos –claramente articulados desde Estados Unidos– contra el presidente Evo Morales y la escandalosa evidencia del espionaje norteamericano en varios países europeos, en Brasil y en Argentina, reactualizan en las actuales condiciones de crisis un pathos político imperial-colonialista, que constituye un enorme peligro para la paz mundial.
La novedad actual es el penoso costo que la crisis acarrea a las poblaciones de muchos países integrantes de la Alianza Atlántica. La orgullosa democracia liberal europea ha devenido un mecanismo de legitimación formal de poderes que actúan por fuera de toda apelación a la voluntad popular; los gobiernos europeos no pueden responder a las demandas sociales de sus países, sencillamente porque no tienen poder de decisión sobre las materias involucradas en esos reclamos. El emblema patético del drama es el ex primer ministro griego Papandreu, automáticamente destituido por su propio parlamento cuando quiso llevar los diktats de la troika europea a una consulta popular. La teoría política institucionalista inspirada en las doctrinas norteamericanas y europeas no parece tener nada que decir sobre la tragedia: su arsenal discursivo sobre parlamentarismo o presidencialismo, sistema electoral mayoritario o proporcional, unicameralismo o bicameralismo, naufraga vergonzosamente en las aguas de la crisis de una civilización; está claro que hoy para hablar de política hay que abandonar ese léxico formalista y vacío. Solamente desde ese cambio de paradigma podrían pensarse los acontecimientos en nuestra región como un modo de defensa de los intereses nacionales y de inserción en un mundo en crisis y no bajo el ambiguo e inútil estigma del “populismo autoritario”.
Es completamente natural que el conservadurismo argentino no quiera oír hablar de la crisis mundial, ni del capitalismo, ni de la democracia, ni de las clases sociales. Necesita disolver al pueblo en individuos atomizados, huérfanos de memoria histórica, obsesivos calculadores de costos y beneficios. Necesita reducir el fenómeno del kirchnerismo –y de las otras expresiones populares de la región– a un ciclo económico positivo y a la posibilidad de satisfacer circunstanciales demandas sectoriales. La idea es reducir un cambio de época en la región al concepto mucho más acotado de “ciclo favorable” de manera de separar los avances sociales de las experiencias políticas que lo fundamentan. Los mismos que festejaron el endeudamiento y sacralizaron la destrucción de los ferrocarriles se rasgan hoy las vestiduras por los conflictos jurídicos debidos a la negociación del default y por el mal estado de las vías y los vagones; en este último caso hacen sugestivo silencio frente a las evidencias de que la tragedia de Castelar no tuvo nada que ver con problemas de gestión y se debió a fallas humanas.
Va a ser muy instructivo observar el fenómeno del intento de despolitización en las recién comenzadas campañas electorales para las primarias abiertas de agosto. Veremos, con seguridad, cómo el ruido mediático procura sacar de la agenda los problemas estratégicos y políticos bajo el argumento (a veces desgraciadamente compartido por algunos de los que actúan en el campo popular) de que las grandes mayorías votan exclusivamente por su bolsillo y sus perspectivas inmediatas. No se trata, claro, de despreocuparse por el bolsillo para hablar de cuestiones mundiales y estructurales. Se trata, más bien, de ligar las innegables conquistas populares de estos años e incluso la forma digna en que el país enfrenta la actual crisis defendiendo el empleo y el consumo popular, con definiciones políticas sustantivas. Al fin y al cabo la política no es un menú en el que uno aprueba o desaprueba tal o cual plato. Queda muy bien decir que se está de acuerdo con la Asignación Universal por Hijo, con los aumentos salariales y jubilatorios, pero la gran pregunta que habrá que saber formular en esta campaña es cómo se hace para conservar y ampliar esos avances reconstruyendo el hoy perdido vínculo funcional de dependencia de la política gubernamental con las grandes corporaciones económicas. Cómo se hace para tener caja en condiciones de afrontar políticas de reparación y desarrollo social sin incomodar a los dueños de las grandes cajas y los grandes privilegios. Cómo se amplían derechos sin confrontar con los usufructuarios de la restricción de esos derechos.
La campaña que empieza será una batalla entre politización y mercantilización del voto. La gran esperanza que abrigan los que apuestan al fin del ciclo kirchnerista, Sergio Massa, ya ha dado muestras de su estrategia de marketing. El representa la continuidad de lo bueno y el reemplazo de lo malo. Simpatiza con la ley de medios pero también con el Grupo Clarín, es amigo de las retenciones y de la Sociedad Rural, es amigo de los kirchneristas y también del macrismo. ¿Existe este “justo medio”? En septiembre sabremos si la fórmula tuvo éxito político circunstancial, lo que claramente no define la posibilidad de gobernar a un país con tal nivel de ambigüedad. Por ahora la historia argentina nos ha mostrado que las supuestas equidistancias políticas terminan siempre en la reproducción de las desigualdades. Antes aun que esas futuras definiciones está el hecho de que en la Argentina de hoy es difícil hacer campaña desde la pretensión de tan radical ambigüedad. Esa puede ser una buena táctica decidida en lucidos laboratorios de marketing. Pero, como suele decir el Coco Basile, se puede “parar” bien a los jugadores, pero después empieza el partido y los jugadores se mueven. La pelota ha comenzado a rodar y todo indica que el partido se juega entre el kirchnerismo y un nutrido set de propuestas igualmente opositoras.
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